Tres lecciones para la política de la Unión hacia Moscú.

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“Todo el mundo envidiaba el doble rasero de Occidente”, dice mi interlocutor. “Ese es uno de los motivos por los que nos esforzamos tanto para incorporarnos a él”. Se trata de un hombre que vivió la transición de su país del comunismo a la pertenencia a la UE y que habla a partir de la experiencia personal. Y no está criticando a Occidente, solo señalando la hipocresía que siempre ha formado parte de su atractivo; otros países deseaban comportarse con la misma impunidad.

Por supuesto, el doble rasero de Estados Unidos es muy conocido: una norma para sí mismo y otra distinta para todos los demás. Pero el de Europa era más sutil: la UE basaba su política internacional en la presunción de que todo el mundo debía ser como ella. Eso significaba que no necesitaba hacer concesiones sobre sus propias normas y que podía criticar a quienes no cambiaban las suyas. Nadie expresaba la cruda realidad: que la UE había adquirido sus valores solo gracias a la casualidad histórica y los privilegios.

Ahora se ha roto el hechizo. Rusia es una más de una larga lista de potencias emergentes que han dejado claro que prefieren escoger su propia vía hacia el desarrollo. Da la impresión de que la UE es la única que sigue pensando que sus criterios son universales. Por ejemplo, cree que su empeño en alcanzar unos ambiciosos y costosos objetivos en la lucha contra el cambio climático sirve de inspiración y ejemplo a otros países. Pero no es así. La Unión Europea es presa del mito que ella misma se ha fabricado.

Por supuesto, a estas alturas, la mayoría de los europeos sabe que sus valores tienen que competir con los del resto del mundo. Pero eso solo ha servido para arrastrarlos a un relativismo cultural. En particular, los alemanes se aferran a la idea de que sería posible convencer a los rusos de que se comporten como europeos si nos esforzáramos en comprenderles. Según esa teoría, la agresión que está cometiendo Rusia es culpa nuestra, porque nuestras acciones en Kosovo nos granjearon la enemistad de la élite prooccidental de Moscú. Pero los alemanes se equivocan.

De modo que esta es la primera lección liberadora que debemos aplicar en nuestros tratos con Rusia: los valores europeos no son exclusivos, desde luego, pero sí son algo especial para Europa, y siempre hemos estado dispuestos a luchar con todos los medios posibles.

Por eso, la segunda lección es que, para proteger sus valores, la UE debe adoptar algún tipo de realpolitik. Lo curioso es que parece existir una idea muy extendida de que la UE ya lo ha hecho, que ha renunciado a su misión normativa para centrarse en estrechas preocupaciones materiales. Un diplomático turco expresaba esa opinión recientemente. Dijo que su país tiene la misma dependencia de las importaciones energéticas de Rusia que los países de la UE y que, por eso, iba a copiar su realpolitik.

El error del diplomático es comprensible. Desde Bulgaria hasta Bélgica, los países de la UE evitan tener que asumir una postura inflexible respecto a Rusia por miedo a poner en peligro el suministro energético. Incluso países que poseen escasas relaciones comerciales, como Italia y España, temen perder los rublos rusos en determinados sectores clave. Y, si el Reino Unido llama a poner en marcha las sanciones denominadas de “tercera fase” contra Moscú, lo hace solo porque sabe que tiene poco que perder en una guerra económica. Un motivo similar al que empuja a Alemania a proponer las sanciones de “segunda fase” relacionadas con la congelación de activos.

Ahora bien, esas actuaciones no tienen absolutamente nada que ver con la realpolitik. Cuando los europeos evitan tomar medidas enérgicas contra Rusia, en realidad, lo hacen porque se rigen por una visión normativa del mundo, ya sea la adicción de Alemania a la interdependencia y el diálogo o la idea británica del mundo como bazar gigantesco. Y en la búsqueda de esos sueños, la UE está ignorando la inmensa amenaza material y existencial que representa Rusia al erosionar el orden occidental.

Por eso conviene transmitir otra vez un nuevo mensaje liberador para Europa. La realpolitik moderna implica sencillamente el reconocimiento de que la fuerza puede tener la razón: que algunos valores son los mejores porque están respaldados por el poder.

La tercera lección es que la UE debe revisar su convicción de que la historia juega a su favor. Los europeos desprecian la conducta de Putin y la tachan de “loca” y “anacrónica”. Dicen que el primer ministro ruso, cuando se arriesga a sufrir sanciones económicas y la expulsión del G-8, está ignorando la realidad actual de la interdependencia económica y la circulación a través de las fronteras. Y que la UE, que abandera la vanguardia del postnacionalismo, no tiene más que esperar sentada mientras Putin hace retroceder 30 años el reloj ruso y arruina su economía.

Los europeos se equivocan. El anacronismo es la UE, una reliquia de los 90. Cuando terminó la guerra fría, se inició un periodo de hegemonía sin precedentes de Estados Unidos. En esta fase de globalización dirigida por Occidente, el principal desafío lo representaban actores no estatales, el mundo de los negocios, los terroristas. Y la UE se incorporó encantada a ese mundo. Ahora que la hegemonía estadounidense se desvanece, los Estados están resurgiendo. Y el sofisticado postnacionalismo de la UE no vale nada de nada.

Los recientes escándalos de espionaje demuestran cuánto han cambiado las cosas: la Agencia de Seguridad Nacional estadounidense y el GCHQ británico eran en otro tiempo los organismos que garantizaban la seguridad occidental y se dedicaban, como era su deber, a vigilar las amenazas internas y no estatales contra la seguridad. Hoy son ellos los que constituyen un peligro para la seguridad, se enfrentan a otros gobiernos, debilitan la alianza occidental (en especial la relación entre Alemania y Estados Unidos) y desvían recursos que antes se empleaban en luchar contra las amenazas tradicionales que representaban determinados Estados.

En la historia moderna es frecuente que el transnacionalismo y el cosmopolitismo clásicas acaben rindiéndose ante el nacionalismo. Y nuestra época no va a ser distinta. Es cierto que la economía mundial actual es interdependiente y atraviesa fronteras, pero las estructuras políticas siguen siendo nacionales. Por consiguiente, las élites móviles y cosmopolitas influyen poco en la política, mientras que los individuos más asentados, las personas descontentas que se ven obligadas a ocuparse de problemas nacionales como la deuda o la degradación ambiental, sí tienen influencia. A medida que el nacionalismo regrese, la UE se encontrará cada vez más con que la historia no le da la razón.

Y, sin embargo, también aquí hay un mensaje liberador. Podemos pensar que la UE constituye un desafío a la nación-estado, pero no es así. La Unión es una herramienta que ayuda a sus países miembros a adaptarse a los desafíos internacionales. Si hace 25 años eso significaba asumir el postnacionalismo, hoy significa asumir el regreso de la nación-estado. La UE ha ayudado a sus miembros a desenvolverse en cada contexto internacional sucesivo desde las turbulencias de la Segunda Guerra Mundial, y no va a dejar de hacerlo ahora.

 

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