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Policía durante una protesta de estudiantes universitarios en Kampala, Uganda. (Luke Dray/Getty Images)

¿Por qué el que fuera presidente del país, Idi Amín, sigue siendo tan popular entre algunos ugandeses? ¿Puede su figura hacer progresar al país?

Según muchos historiadores, Idi Amín Dada, el presidente de Uganda desde 1971 hasta 1979, era un asesino brutal. Un hombre poco inteligente que mantenía su poder matando a todos sus oponentes. Pero para miles de ugandeses, se trataba de una persona sencilla que había llegado a las altas esferas desde el barro de las calles. En pocas palabras, era uno de ellos. Uno más. Freddy, que conduce una furgoneta de tránsito de pasajeros en las carreteras de Kampala, piensa de una manera parecida. La capital de Uganda está llena de furgonetas como la de Freddy, en la que se amontonan hasta 16 viajeros en 12 asientos. Son los autobuses de la ciudad. Durante los atascos, intentan meterse de cualquier manera por los rincones más estrechos. Es importante hacer cada trayecto lo más rápido posible. Cada minuto suma. Cuantos más pasajeros, más dinero: una miseria con la que los conductores deben cubrir las necesidades de sus familiares, el alquiler de los vehículos —normalmente no son los propietarios—, las tasas para poder circular en cada ruta y la gasolina. En los cristales de la furgoneta de Freddy hay cuatro pegatinas agrietadas por el sol y el polvo. Son las caras de unos hombres que, en principio, no tienen nada en común: Bob Marley, Nelson Mandela, Adolf Hitler e Idi Amín. Solamente existe un denominador común entre ellos. Se trataban de personas que se saltaron las normas y siguieron su propio criterio.

Freddy tiene 25 años y está harto de las normas.

A menudo, en los barrios más pobres de Uganda, la única manera de salir adelante es ignorar las normas. El Estado no presta una educación básica, la atención de un médico o alcantarillas para que los ciudadanos se deshagan de sus residuos corporales. Nada. Ni siquiera terminar los estudios es un seguro para la obtención de un futuro distinto. Mientras que las sociedades occidentales necesitan una clase obrera numerosa para crear o consumir las riquezas que las sostienen, en las economías de África, basadas en la exportación de materias primas, millones de personas sobran: los mercados formales no tienen espacio para ellos. Solamente, el 12% de los habitantes de los barrios chabolistas tiene un trabajo asalariado, mientras que el 32% se autoemplea en pequeños negocios. Venden tomates u otras verduras en las aceras, aunque está prohibido. Instalan puestos de chapatis —una especie de tortas de harina— en cualquier esquina. Infringen los códigos de circulación para que sus furgonetas avancen más rápido. Tienen que estar preparados para aprovechar cualquier oportunidad. En Kampala, las personas que intentan sobrevivir de este modo se llaman “bayaye”, en plural, o “muyaye”, en singular. Idi Amín era un “muyaye”.

Es normal pensar que cuando una persona que ha crecido en las calles llega al poder, lo más probable es que luche por los ciudadanos con situaciones similares. Por eso el presidente Idi Amín fue popular durante muchos años, e incluso continúa siéndolo en algunos sectores de la población. Pero lo cierto es que su ascenso político era parte de una estrategia de las élites para que sus modelos económicos no cambiasen demasiado.

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El ex presidente de Uganda, Idi Amin, durante una sesión de Naciones Unidas. (Gettyimages)

El ascenso de Idi Amín

En sus primeros discursos como presidente, Idi Amín insistía en que no era "un político". Había llegado al poder con un golpe militar el 25 de enero de 1971, mientras el anterior dirigente, el presidente Milton Obote, atendía una reunión de la Commonwealth en Singapur. Un reportero de The New York Times, Charles Mohr, describió en sus crónicas la "sorprendente capacidad" de Amín para conectar con el pueblo.

Al contrario que los demás líderes, Amín conocía la sensación de caminar descalzo por no poder comprarse unos zapatos o la de acostarse con el estómago vacío. No terminó la escuela. Era un militar que en 1946 se unió a las fuerzas coloniales británicas para “escapar del hambre”. Tras ganar durante nueve años consecutivos los campeonatos nacionales de boxeo en la categoría de pesos pesados, llamó la atención de los británicos, que lo mandaron a luchar contra los rebeldes kenianos que se oponían a la dominación colonial. En el campo de batalla usó la misma contundencia que demostró en el cuadrilátero, torturando con brutalidad a los sospechosos. Pasó de ser el hijo de una madre soltera que no podía comer todos los días a un suboficial temido. “Tengo nostalgia de esos años”, dijo al escritor italiano Riccardo Orizio en 1999. “Todo el mundo me respetaba. Era tan fuerte como un toro”. Su ascenso no se detuvo en este punto. Los ejércitos coloniales tenían la costumbre de usar a los africanos únicamente para engrosar sus filas. Los occidentales ocupaban todos los puestos de mando. Pero cuando los países africanos consiguieron la independencia nominal en los 60 o 70, numerosos soldados sin demasiada formación militar ocuparon los cargos más altos, a menudo alentados por europeos desesperados por demostrar al resto del mundo que eran imprescindibles. Esto es lo que ocurrió con Amín.

No todos los ugandeses tuvieron tanta suerte. Casi una década después de la independencia de Uganda, apenas se habían producido cambios sociales. El Producto Interior Bruto aumentó un 4,8% anual desde 1963 hasta 1970 sobre todo por las exportaciones de té, café y algodón, pero la economía seguía en manos de los colonos.. Para cambiar esta situación, el primer ministro Milton Obote obligó al presidente Edward Mutesa II a huir del país en 1966. Anuló la Constitución y se nombró presidente ejecutivo. Los ciudadanos del centro de Uganda no le perdonaron este golpe porque, aunque Mutesa II estaba detrás de las políticas neocoloniales, también era el líder tradicional de la "nación precolonial" más numerosa, los baganda.

Cinco años más tarde, la comunidad internacional occidental aprobó el golpe de Idi Amín de inmediato. Lo identificaron como una oportunidad para mantener sus intereses económicos en Uganda en un momento en el que la administración de Obote intentaba poner en marcha una serie de reformas socialistas en la economía del país y una manera de evitar una rebelión popular en contra del mismo Obote. El plan de Amín era sobrevivir; no seguía una ideología política clara. Ocupó el Gobierno cuando el presidente aflojó su autoridad en el Ejército y le acusó de apropiarse de una parte del dinero para combatir al régimen de Mobutu Sese Seko en el Zaire (hoy, República Democrática del Congo). Tenía miedo e intentó defenderse. Eso era todo. Se trataba de una situación conveniente para Occidente porque, como señaló el periodista polaco Ryszard Kapuściński, “los colonos esperaban que si los nuevos Estados independientes carecían de cuadros propios preparados para gobernar, los antiguos administradores seguirían controlando la situación”.

El presidente Amín prometió estimular las inversiones extranjeras privadas. Pero en realidad, era un “muyaye” que no estaba acostumbrado a seguir normas, y siguió incumpliéndolas incluso después de transformarse en presidente.

Amín favoreció la entrada de Estados Unidos en Uganda

Tanto Milton Obote como Idi Amín no llegaron al poder con sublevaciones populares, sino militares. La diferencia está en que el primero no consiguió la aprobación de los ciudadanos. Aunque ambos presidentes se estrecharon las manos amistosamente antes de que su relación se quebrase, eran hombres totalmente opuestos. Mientras que en el centro de Uganda, Obote intentaba calmar a una audiencia resentida hablando en inglés, citando a Shakespeare y usando términos comunistas, Amín se dirigía a las masas con idiomas locales, bromas y metáforas simples.

Para muchos ciudadanos, el presidente Amín demostró que estaba a su lado cuando expulsó a todos los asiáticos de Uganda. En menos de tres meses, de septiembre a noviembre de 1972, 50.000 personas de origen asiático tuvieron que abandonar el país y sus empresas. Casi todos eran indios que llegaron al este de África durante el período colonial para construir las líneas de ferrocarril, como soldados o para allanar la presencia colonial donde los nativos se oponían, instalando tiendas u otros negocios. Los británicos los consideraban “más responsables y menos salvajes” que a los africanos. Se convirtieron en una especie de intermediarios entre los gobiernos coloniales y los pueblos autóctonos. Aunque ocupaban un escalón social inferior que los europeos, la segregación que el Estado favoreció impidió la cooperación entre asiáticos y nativos. En 1956, el sueldo medio de los africanos era de 5,7 libras. Mientras tanto, los asiáticos ganaban alrededor de 40 libras y los europeos 100 libras por el mismo trabajo. Después de la independencia, los asiáticos eran los dueños de numerosas plantaciones, tiendas y fábricas; se trataba de la parte más visible de la élite económica de Uganda. Eran los que entregaban salarios miserables a los empleados, los que conducían los mejores coches, los que bebían en los bares o los que podían permitirse las entradas del cine.

El presidente Amín presentó la deportación de los asiáticos como una receta para superar un sistema de segregación racial colonial. Según su lógica, cuando estos se marchasen, los africanos ocuparían sus puestos y disfrutarían de la prosperidad económica que les había sido negada. Los ciudadanos aplaudieron esta medida. Sin embargo, este movimiento no produjo un reparto equitativo de la riqueza, sino la creación de una nueva élite, conocida como “mafutamingui”: el régimen recompensó a los militares o a los políticos más leales entregándoles los negocios de los asiáticos. Muchos de ellos quebraron de inmediato.

Reino Unido colaboró con los cuerpos de seguridad ugandeses a pesar de que los grupos de derechos humanos los acusaban de masacrar a centenares de disidentes, pero no toleró la repatriación de los asiáticos, sus socios comerciales. El 1 de diciembre de 1972 los británicos cancelaron todas sus ayudas. El presidente Amín rompió la relación con su mejor aliado: los vínculos diplomáticos entre ambos países colapsaron. Ofreció un plazo de tres días para que los soldados británicos se marchasen. También cortó sus lazos con los militares israelíes, que tenían bases en el norte de Uganda para luchar contra el gobierno de Sudán y ofrecían servicios de inteligencia al presidente. Uganda prefirió estrechar su mano con los países árabes y la Unión Soviética, encantada de defender a un líder que consideraba que estaba a favor del pueblo.

Quienes más se beneficiaron de la retirada apresurada del Reino Unido fueron los empresarios estadounidenses, que reemplazaron a los británicos y se convirtieron en los principales socios comerciales del régimen. El presidente Amín supo explotar los intereses de todos los bandos de la Guerra Fría. Mientras los soviéticos anunciaban con orgullo su asistencia militar, los Estados Unidos penetraron en silencio. De acuerdo con los periodistas de The Washington Post, la Administración estadounidense entrenó en secreto a pilotos y a los servicios de inteligencia, y les entregó equipamiento militar. ¿Por qué? Uganda producía un café excelente; podía exportar toneladas de algodón, té, cobre y cobalto; y era una puerta magnífica para penetrar en el centro de África.

De hecho, la atracción de Estados Unidos por Uganda no ha menguado. En 2017, el gobierno ugandés era el séptimo receptor principal de las donaciones estadounidenses, solamente después de Israel, Egipto, Jordania, Afganistán, Kenia y Tanzania. Todos los años recibe alrededor de 970 millones de dólares. Este dinero se usa tanto en proyectos de educación o sanidad como para promover los cuerpos de seguridad de Estado. Para el gobierno americano, Uganda “es un socio de confianza para promover la estabilidad en el este y en el centro de África, y en la lucha contra el terrorismo”. Los soldados ugandeses han intervenido en muchos países, en ocasiones derrocando regímenes que consideraban hostiles —como en Ruanda, República Democrática del Congo y Sudán—, o colaborando con ellos —como en Sudán del Sur, Somalia y República Centroafricana—.

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Unas trabajadoras ugandesas junto a su supervisor chino en la primera fábrica de móviles de Namanve, Uganda. (Luke Dray/Getty Images)

Los lazos de Uganda con el resto del mundo

Uganda no ha roto las estructuras económicas del período colonial. La presencia de Occidente en este país continuó aumentando después del gobierno de Amín. En realidad, esta historia solamente es un capítulo de una larga tradición de intervenciones extranjeras en África para proteger sus intereses económicos. El Estado ha abierto sus puertas a las corporaciones, manteniéndose como una especie de cinta transportadora de recursos naturales que desemboca en otros lugares del globo.

Durante sus últimos años como presidente, Amín intentó solucionar los problemas económicos imprimiendo millones de dólares en monedas no sustentadas por las reservas. El Gobierno había gastado en el establecimiento militar casi todos sus depósitos. El resultado fue una inflación de los precios que superó el 700% en 1979. Los medios de comunicación occidentales señalaban el desastre de la economía ugandesa como la obra de un dirigente poco inteligente y sanguinario que debía ser derrocado a toda costa. Las compañías petroleras privadas suspendieron sus suministros y, aunque el gobierno de EE UU se negó a imponer un bloqueo económico —un hecho comprensible, pues los empresarios estadounidenses habían invertido mucho dinero en Uganda—, el embargo llegó en 1978 por la presión de la opinión pública. De esta manera, los americanos se unieron a Reino Unido y otros países occidentales que retiraron cualquier tipo de asistencia directa a Amín.

El régimen se desplomó al poco tiempo. En 1979, después de que los soldados ugandeses penetrasen en Tanzania, el gobierno de Julius Nyerere contraatacó rotundamente. Tras comprobar que los estadounidenses no acudirían a rescatarle, el presidente escapó en silencio. Rápidamente, Estados Unidos, numerosos países europeos y las instituciones financieras internacionales ofrecieron su colaboración a las siguientes administraciones a cambio de que el Estado sacase sus manos de la economía. En ese momento, Uganda necesitaba préstamos para reconstruir el país; Occidente impuso muchas condiciones para que pudiese recibirlos.

El único papel posible del Gobierno era el de sostener un escenario en el que los empresarios consiguiesen los máximos beneficios posibles: el Estado debía estar al servicio del capital contra los trabajadores. Según el escritor Ngũgĩ wa Thiong’o, estos programas edificaron un Estado incapaz de ofrecer los servicios sociales más básicos o de crear trabajos, “pero lo bastante fuerte para contener a la población en caso de que se rebelase contra la consiguiente depredación de la sociedad”. Las ciudades de Uganda están llenas de masas de desempleados; cuando se reúnen para protestar en las calles, los policías o los militares normalmente responden cargando contra ellas.

En los últimos años, China ha surgido como una alternativa a los préstamos occidentales. Al contrario que el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial, el Gobierno chino entrega préstamos o colabora con los países africanos sin pedir reformas políticas, sino acuerdos comerciales. En la actualidad, los empresarios chinos son los responsables del 26% de todas las infraestructuras que se están construyendo en el este de África. Son los socios más importantes del continente, con más de 188.000 millones de dólares en transacciones comerciales solamente en 2015. China, aunque carece de la actitud paternalista y arrogante de los gobiernos o las instituciones occidentales, tampoco parece ser la solución de los problemas de los ugandeses, pues su objetivo es consolidar su control del petróleo, los minerales u otros productos.

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Manifestación contra la corrupción en Kampala, Uganda. (NICHOLAS BAMULANZEKI/AFP via Getty Images)

Los ugandeses recuerdan a Idi Amín

Como ocurría durante el período colonial, los empresarios siguen controlado la riqueza de los pueblos ugandeses: lo que producen, la forma en que lo hacen y cómo se distribuye. Sin el Estado para mediar en los conflictos sociales y económicos, la desigualdad es rampante. De acuerdo con Oxfam, el 20% de los ugandeses más ricos son los propietarios de más de la mitad de la renta nacional; mientras tanto, el 20% de los más pobres sólo tiene el 5,8% de la renta nacional. Estas diferencias se han intensificado notablemente durante los últimos 20 años. Ciudadanos como Freddy, el conductor de las furgonetas de tránsito de pasajeros, que no pueden pagar las facturas de los hospitales privados ni los colegios internacionales, tienen la sensación de que a su gobierno solamente le importa el bienestar de la minoría más acomodada y de los inversores extranjeros.

Muchos ugandeses continúan pensando que Amín ha sido el único líder que se preocupó por ellos. Con su rostro arrugado por el sol tropical, un anciano de Jinja, una ciudad en el oeste de Uganda, me dijo en una ocasión que el presidente Amín fue como un padre que no tuvo más remedio que hacer algunas cosas desagradables para cuidar de sus hijos.

Si Idi Amín era un matón despiadado, ¿por qué es tan popular entre algunos ugandeses? A menudo se le llama “el Hitler africano”. Como el dirigente alemán, era un hombre sin escrúpulos que cometió crímenes contra la humanidad. Su régimen mató a centenares de miles de ciudadanos. De acuerdo con Amnistía Internacional, que recopiló los datos de numerosas organizaciones locales, el aparato estatal de Amín asesinó a 500.000 personas. Pero es imposible conocer los números reales. Los artículos, los libros e incluso las películas sobre su régimen están llenos de imágenes sangrientas. Las masacres acaparan todo el espacio. En los 70, se usaban para caricaturizar a los africanos como unos salvajes que no podían gobernarse a sí mismos. Por eso Amín ocupó mucho más tiempo en las telediarios occidentales que cualquier otro líder africano. Aunque los asesinatos deben ser condenados, centrar nuestra atención únicamente en ellos es un error. Al identificar a Amín como un asesino con pocas luces —en 1979 The Washington Post lo llamaba un “hombre-niño”—, olvidamos su colaboración encubierta con los intereses imperialistas y el motivo por el que un sector de los ugandeses sigue admirando a un régimen tan sanguinario, que no es otro que la desconexión de los gobiernos actuales con los problemas y necesidades de sus ciudadanos.