Las cosas son como parecen en la República centroafricana. 

 

Los centroafricanos tienen un curioso tic, que es la tendencia a etiquetar las cosas de la manera más literal posible, incluido su propio país, una república en el centro de África que se llama República Centroafricana (RCA). Por unos cuantos dólares, los vendedores callejeros de la capital, Bangui, venden como recuerdo collages de alas de mariposa enmarcados; llevan incrustado el lema “recuerdo de África Central”. El único restaurante chino de la ciudad se llama “Restaurante Chino”.

Por eso fue una sorpresa y una decepción que me advirtieran de que, para el Día Mundial de los Alimentos, lo único de lo que podía estar seguro era de que no encontraría nada para comer. François Bozizé, el general que se proclamó presidente en 2003, había decidido celebrar la jornada patrocinada por la ONU el pasado mes de diciembre en Obo, la región más depauperada del país. Obo sufre el triple inconveniente de estar en un rincón remoto y cerca del caos permanente de Sudán y de la República Democrática del Congo y, lo peor de todo, de padecer incursiones constantes del Ejército de Resistencia del Señor, el grupo terrorista ugandés que constituye el equivalente africano de la familia Manson, salvo que es menos previsible y tiene mejores gustos musicales. Bozizé llevó su propia comida, mientras que los habitantes de Obo se disponían a sobrevivir con su dieta habitual de mandioca, un alimento fácil de cultivar pero tan nutritivo como el serrín.

La República Centroafricana es un agujero negro de gobernanza en el corazón del continente. Desde que proclamó su independencia de Francia, en 1960, ha servido un verdadero menú de degustación de despotismos africanos: dictaduras militares, cleptocracias civiles, e incluso un imperio, con emperador y trono dorado incluidos. Ninguna de esas cosas duró mucho más de una década, pero a continuación el cocinero traía un nuevo plato tan repugnante como el anterior. Bozizé ha sido tan horrible como sus predecesores en el Gobierno de un territorio del tamaño de Texas. Desde hace 20 años, la RCA de Bozizé consigue salir adelante sólo gracias a las enormes cantidades de ayuda exterior, lo cual tiene un efecto corrosivo en el Gobierno. Como escribió un viajero, “la ayuda exterior es a la RAC lo que la cocaína es a Colombia”.

 

 

Pero ese dinero ha ayudado a Bozizé, que hoy tiene 63 años, a controlar el país con mano de hierro y ladrona. Bozizé, que es un general del estilo de George Custer –último de su promoción en la academia de oficiales de Libreville, Gabón, pero lo suficientemente astuto como para ascender en su carrera–, encontró su primer mentor a finales de los 70: el emperador Jean-Bédel Bokassa, que lo ascendió después de ver cómo golpeaba a un soldado insolente. Cuando Bozizé se convirtió en jefe del Estado Mayor del Ejército, en los 90, el presidente de Chad, Idriss Déby –que controlaba las riendas del poder en la región y era enemigo del predecesor de Bozizé–, acabó por otorgarle su bendición, y éste asumió el poder casi sin oposición, en 2003. Hoy sigue contando con una guardia pretoriana chadiana, además de con una sorprendente reputación de constituir una mejora respecto a sus antecesores, al menos a la hora de consolidar la corrupción dentro del Estado. Podría aplicársele lo que escribió Rudyard Kipling en una ocasión sobre la policía en la India colonial: puede que sea un ladrón y un extorsionista, pero al menos no aguanta a ningún rival fuera de su propio círculo.

No obstante, el dinero de la ayuda –y el poder que deriva de él– llega sólo hasta cierto punto en la RCA. Y la república gobernada por Bozizé está pudriéndose por los bordes. Bozizé se hizo con el poder mediante la fuerza, y han florecido mil revueltas que siguen su ejemplo. Su procedimiento para afrontarlas es ya pura rutina: los rebeldes se adueñan de una ciudad cabeza de prefectura durante uno o dos días y ahuyentan a las fuerzas del Gobierno, mal equipadas. Bozizé envía a sus propios soldados con el apoyo francés para recuperar la ciudad. Los rebeldes negocian y acaban por acudir a la capital como partidarios de Bozizé, con su jefe reencarnado en fiel asesor presidencial, y cada uno de sus lugartenientes ascendido a coronel. Como si fueran planetas condenados, los movimientos rebeldes se ven atraídos por el agujero negro de Bozizé, que los elimina a base de comprarlos. El ciclo se repite y, paradójicamente, es casi sostenible: la existencia de minirrebeliones en cada frontera significa que ninguna cobra la fuerza suficiente como para poner en peligro la capital. Lo mejor que se puede decir de este equilibrio de anarquía es que la RCA está un poco mejor que sus vecinos, obligados a soportar a un perverso hombre fuerte en Chad, la amenaza permanente de guerra civil en Sudán y la desaparición general del Gobierno en Congo.

Al menos ése parece ser el motivo de celebración cuando sigo a Bozizé al rincón más remoto de su territorio en Obo, cerca de la frontera con las plagas de Sudán y de Congo. Las autoridades están empeñadas en convertir su visita en una gran ocasión. Ordenó que se despejara la carretera para que su séquito pudiera llegar allí en cinco días; de no haberlo hecho así, habrían llegado una semana después, o nunca. Asimismo, envió un generador, de tal forma que, en vísperas de la fiesta del Día Mundial de los Alimentos, Obo está disfrutando del lujo increíble que es tener luz durante noches enteras. Cuando llega, entre los que aguardan para recibirlo hay vendedores de marfil, que es ilegal, niños pequeños y un grupo de artistas que se caen al suelo y hacen payasadas alrededor del estrado presidencial, con el rostro pintado de blanco y fingiendo que están cazando monos.

Cuando el dictador se dirige a la multitud, promete más atención por parte del Gobierno, pero la gente parece no saber muy bien qué pensar, dado que, por aquí, el poder se asocia al bandolerismo, y quizá prefieran que el Gobierno se mantenga apartado. Bozizé resuelve su ambivalencia: “¡Aplaudid!”, ordena, y obedecen. En realidad, Bozizé tiene dos grupos de espectadores: los centroafricanos, a quienes se dirige en la lengua sango, y los diplomáticos y delegaciones de la ONU, a quienes habla en francés. Los mensajes son descaradamente distintos, con paternalismo para los ciudadanos (“amolenge”, les llama, “niños”) y una palabrería hipócrita sobre responsabilidad y desarrollo para los donantes internacionales que están junto a él en el estrado. El embajador francés, Jean-Pierre Vidon, está resplandeciente en su traje blanco, como Tom Wolfe recién salido de la tintorería. El embajador estadounidense, Frederick Cook, que, con 12 millones de dólares al año, representa al mayor donante humanitario de la RCA, discutió hace poco con Bozizé sobre la dispersión de los fondos para construir carreteras. Hoy no está presente.

Bozizé termina sus palabras en sango con la promesa mejor recibida de la tarde, la de aumentar la seguridad lo bastante como para que el Programa Mundial de Alimentos pueda transportar sus bebederos. Pero el Estado está tan atrofiado fuera de la capital que la única garantía que puede suministrar es la de las fuerzas militares ugandesas que patrullan los bosques a las afueras de Obo en busca del Ejército de Resistencia del Señor. Es un recordatorio de lo poco que puede ofrecer el Gobierno; el líder no puede prometer más que el olvido benigno y la protección de un Estado extranjero que sólo piensa en su propia cacería de terroristas.

El presidente ha traído comida; sin embargo, la gente de Obo puede mirar pero no tocar, oler pero no saborear. Bozizé (camisa naranja con el símbolo de su partido y no menos de seis fotografías suyas bordadas) reúne a su Gabinete y a los dignatarios extranjeros alrededor de una plataforma de hormigón especialmente construida en una explanada de la ciudad. El festín está bien servido: cerveza fría y vino francés; fiambres, y un bufé con patatas, pan, cuscús y una perca del Nilo tan gruesa como mi muslo. Los soldados mantienen al resto de Obo, miles de personas, a unos veinte metros de las mesas, lo bastante cerca como para que el rico olor de los granos del cuscús les llegue a la nariz. Si yo no estuviera entre las personalidades, aprovechándome de manera desvergonzada de tener la piel blanca, estaría indignado con este acto. Pero la gente de Obo tiene otras ideas. El único dirigente centroafricano al que recuerdan con más afecto es al emperador Bokassa, que gastó 22 millones de dólares, casi el 5% del PIB del país, en una ceremonia al estilo napoleónico.

Cuando Bozizé sale de Obo, al día siguiente, su séquito se queda a acabar el vino e incluso a lamer los cuellos de las botellas. El generador que había enviado el presidente deja de funcionar esa noche, y las mesas del bufé quedan abandonadas, como el terreno de un circo después de que se hayan empaquetado las carpas y los elefantes. Al este, en la oscuridad, está Sudán; al sur, la locura del Congo. Al norte y al oeste, los soldados y los rebeldes ugandeses se dedican a dispararse unos a otros. ¿Cómo se va a quejar Obo de hambre?