El país más problemático de Asia no es el que usted cree.

 

Piense un instante en los países que causan más inquietud global. Afganistán, Irán, Venezuela, Corea del Norte, Pakistán. Tal vez una China en ascenso, pero, ¿India? Seguro que no se le ocurre. En el imaginario popular, la mayor democracia del mundo recuerda a Gandhi, a Bollywood y al pollo tikka. Pero, en realidad, con frecuencia es India la que ocasiona más dolores de cabeza a la gobernanza global.

Por supuesto, India tiene una excelente prensa. Los reportajes procedentes del subcontinente muestran a empresarios de Internet, pioneros de la hostelería y gurús encargados de mantener vivas las tradiciones espirituales al tiempo que conectan con ternura las culturas oriental y occidental.

Pero hay algo que queda fuera de esta animada foto. A pesar de todo su talento empresarial y de una extraordinaria creatividad, India es hoy un adolescente internacional, un país de ambición extragrande pero influencia anémica. La locuacidad colorista y cabezota, tan encantadora en el plano personal, se desvanece cuando se trata de sus relaciones internacionales. En asuntos vitales de alcance global, desde el cambio climático al comercio multilateral, con demasiada frecuencia Nueva Delhi simplemente dice “no”.

India, antes que nada, y por encima de todo, cree que las reglas mundiales no le conciernen. Oponiéndose a una tendencia internacional que se remonta al fin de la guerra fría, sucesivos gobiernos indios se han negado a firmar los acuerdos de no proliferación nuclear y de prohibición de pruebas atómicas, acelerando la carrera de armas en el sur de Asia (las segundas pruebas nucleares indias en 1998 llevaron a Pakistán a detonar sus propias armas nucleares).

Antigua y noble defensora de un mundo sin armas nucleares, Nueva Delhi mantiene en la actualidad una actitud de “ni ahora ni nunca” ante el Tratado de No Proliferación, de 1968, y el Tratado de Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares, de 1996. Como ha escrito el analista Matthew Hoey en el Bulletin of the Atomic Scientists, “el comportamiento de India es comparable al de otros Estados nucleares de actitud desafiante [y] contribuirá sin duda al deterioro del entorno de seguridad en Asia”.

India no sólo rechaza los tratados existentes, sino que se desentiende de los esfuerzos internacionales para desarrollar otros nuevos. En 2008, hizo fracasar la última Ronda de Doha, un intento de cerrar un acuerdo que no gustaba a casi nadie pero que hubiera beneficiado sobre todo a los países en desarrollo. “Rechazo todo”, declaró Kamal Nath, el entonces ministro de Comercio e Industria, después de extenuantes negociaciones durante días y noches en vela en Ginebra en el verano de 2008.

En cuanto al cambio climático, India no ha sido más transigente. En julio, su ministro de Medio Ambiente, Jairam Ramesh, previno a la secretaria de Estado de EE UU, Hillary Clinton, cinco meses antes de la cumbre de la ONU sobre el clima de Copenhague, que India, un productor de gases de efecto invernadero que aumenta con rapidez sus emisiones, no aceptaría objetivos vinculantes de emisiones de CO2.

India ataca con alegría a individuos, instituciones y tratados. Como han revelado antiguos funcionarios del Banco Mundial en entrevistas con medios indios, Nueva Delhi trabajó entre bastidores para echar a Paul Wolfowitz de la presidencia del alto organismo no porque su relación con una funcionaria causara indignación pública, sino porque se había fijado en la corrupción y el fraude de India, que desviaba sus fondos.

Para cuando terminó la investigación en profundidad –y Robert Zoellick ya se había convertido en presidente del Banco Mundial– se había desviado la colosal cifra de 600 millones de dólares (unos 400 millones de euros), según The Wall Street Journal, de proyectos que habrían servido a los indios pobres a través de programas contra la malaria, la tuberculosis, el sida y de mejora de medicamentos. Calificando el grado de fraude de “inaceptable”, Zoellick envió a un grupo de funcionarios a Nueva Delhi para investigar las cuentas. En una entrevista con el semanario India Abroad en 2009, un antiguo empleado del Banco Mundial, Steve Berkman, dijo que la corrupción entre los funcionarios indios “no era diferente” de lo que había visto “en África y en otros lugares”.

India vota con países que violan los derechos humanos, agresores y enemigos de la democracia

India concede a sus ciudadanos más libertades que China, eso no se pone en duda, pero no es ningún paraíso de democracia liberal. Limita la ayuda del exterior a las ONG y a la mayoría de instituciones educativas. Restringe el trabajo de los investigadores universitarios (y a veces de los periodistas) extranjeros y prohíbe libros. El pasado otoño, impidió a unos periodistas de Bangladesh y de Sri Lanka asistir a un taller de periodismo medioambiental.

Nueva Delhi deniega con regularidad los visados a los defensores de los derechos humanos. En 2003, lo hizo con la presidenta de Amnistía Internacional (AI), Irene Khan. Aunque no hubo ninguna razón oficial, fue un castigo por la actitud crítica de AI ante la gestión gubernamental de los ataques hindúes que causaron la muerte de 2.000 musulmanes en Gujarat un año antes.

Tampoco es que defienda la libertad fuera de sus fronteras. En la Asamblea General y en el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas, India vota con regularidad con países que violan los derechos humanos, agresores internacionales y enemigos de la democracia. El año pasado, después de que Sri Lanka masacrara a los civiles secuestrados por los Tigres Tamiles e internara más tarde a los supervivientes en campos que desataron la condena internacional, India se unió a China y a Rusia para tumbar una resolución que proponía una investigación por crímenes de guerra y, sin embargo, apoyó un movimiento que pareció agradar a los esrilanqueses.

David Malone, el alto comisionado de Canadá en Nueva Delhi entre 2006 y 2008 y autor del libro de próxima aparición Does the Elephant Dance? Contemporary Indian Foreign Policy (¿Baila el elefante? Política exterior india contemporánea), afirma que, cuando se trata de negociaciones globales, “la diplomacia india aliena a los socios, a los aliados y a los oponentes en el debate”. ¿Y si miramos más allá? India está loca por conseguir un asiento permanente en el Consejo de Seguridad, en busca de una mayor autoridad para conformar la agenda global. Pero un número no desdeñable de países se preguntan qué haría con ese poder. Su insolente historial es tan difícil de ignorar como un elefante en el salón.