The Prince of the Marshes
(El príncipe de las marismas)

Rory Stewart
396 páginas,
Harcourt Books, Nueva York, Estados Unidos, 2006 (en inglés)


De todos los pueblos que habitan el territorio que hoy conocemos como Irak —aunque no está claro por cuánto tiempo, tal y como están evolucionando las cosas—, uno de los más fascinantes es sin duda el de los árabes de las marismas. De ellos habló por primera vez en Occidente el explorador escocés James Baillie Fraser en el siglo XIX y su modo de vida fue descrito magistralmente por los viajeros británicos
Wilfred Thesiger y Gavin Maxwell en los 50 y Gavin Young en los 80. Musulmanes chiíes, los árabes de las marismas viven en una zona en la que la tradición sitúa el Jardín del Edén de la Biblia, en la confluencia entre los ríos Tigris y Éufrates. Habitan en pequeñas islas en las inmensas marismas, sobre las que construyen edificios imposibles, y se mueven entre ellas en canoas. No es un mundo en el que sea fácil penetrar; por eso Sadam, dispuesto a exterminarlos, secó las marismas tras la primera guerra del Golfo, en 1991, para sofocar la revuelta chií. La mayoría se convirtieron en refugiados y, sólo después de la invasión de 2003, comenzaron a retornar al territorio inhóspito que había sido su hogar durante generaciones.

Allí llegó el diplomático y explorador británico Rory Stewart —un tipo con la suficiente moral como para recorrer a pie el este de Afganistán, un increíble viaje que narró en su primer libro, The Places in Between (Lugares a medio camino)—, como vicegobernador de la entonces Autoridad Provisional de la Coalición, después de haberse plantado a los 30 años en Bagdad en busca de trabajo. Su peripecia iraquí, relatada en The Prince of the Marshes and Other Occupational Hazards of a Year in Irak (El príncipe de las marismas y otras aventuras de un año de la ocupación en Irak), constituye un apasionante testimonio acerca de lo que queda de aquel mundo pero, sobre todo, del principio del despropósito, de cómo la ocupación se ha convertido en el peor desastre de la política exterior de EE UU.

A diferencia de los halcones de los despachos de Washington, que parecían no tener la más remota idea de la complejidad tribal y densidad histórica a la que se enfrentaban, Stewart conocía muy bien el terreno que pisaba y era muy consciente de lo complicada que podía resultar su labor. Desde su llegada a la ciudad iraquí de Amara, al principio de la ocupación, y nada más entrevistarse con los diferentes jeques de las poderosas tribus que pueblan la zona, entre ellos el príncipe de las marismas —el jefe de los árabes del agua—, el diplomático británico se dio cuenta de que las cosas no iban a ser sencillas: tratar de poner orden con pocos soldados entre varios grupos armados —agentes infiltrados por Irán, cada vez más numerosos; bandas que querían hacerse con el control del territorio (y de los tráficos de todo tipo) y milicias que dependían de los partidos políticos más poderosos— era casi una quimera, mientras, poco a poco, los extremistas islámicos iban imponiendo su ley.

Guardianes de la Revolución de Irán vigilaban la entrada de los hospitales y los cristianos, que llevan allí casi desde los tiempos del Nuevo Testamento, huían poco a poco, mientras se imponían los códigos más radicales en lo referente a la vestimenta o el alcohol. En octubre de 2003, Stewart ya habla de "guerra civil" entre facciones, todas ellas
chiíes. Los lugares donde se enfrentan los chiíes y los suníes, como Bagdad, son mil veces más violentos, al igual que las zonas en las que la insurgencia ataca a las fuerzas de EE UU.

Uno de los aspectos de la sociedad iraquí que mejor describe es la fuerza del tribalismo y el inmenso poder de los jeques, a los que Sadam trató de meter en cintura —a través de la violencia o con complejos pactos—, pero que nunca consiguió dominar del todo durante décadas de dictadura salvaje. "Casi todos los pequeños crímenes en los pueblos eran juzgados y solucionados por los jeques: la policía rara vez actuaba fuera de la capital y nosotros no podíamos permitirnos enemigos innecesarios", señala en un capítulo en el que describe a los jeques como "pequeños gánsteres rurales" aunque reconoce que les brindaba "el respeto que ellos creían merecer". La importancia de las diferentes tribus en Oriente Medio (un tema que el gran Lawrence de Arabia dominaba) y la posibilidad de que la violencia acabe contagiándose por esta vía a países como Jordania o Siria es uno de los aspectos más peligrosos y menos explorados de la deriva que han tomado los acontecimientos en Irak.

"La ocupación no es una ciencia sino un arte muy profundo que sólo se puede aprender a través de la experiencia", escribe cuando ya le quedan sólo semanas en el país. Antes, cuando empezaba en su trabajo como vicegobernador, reflexionaba con certeza: "Nuestra posición recordaba a los agentes coloniales. Pero no lo éramos. Los funcionarios coloniales de la India británica servían durante 40 años, hablaban las lenguas locales, y arriesgaban sus vidas y su salud, administraban justicia y recaudaban los impuestos muchas veces en distritos remotos. (…) En cambio, tanto nuestros gobiernos como la ONU nos mantienen con contratos cortos y nos impiden ir a áreas aisladas o peligrosas. Nos dan muy poco tiempo o incentivos para formar a expertos locales y consideran inaceptable el gobierno indirecto a través de las élites del lugar. No tienen ningún compromiso a largo plazo". Las palabras de Stewart se pueden aplicar no sólo a Irak, donde la violencia desatada ha hecho imposible toda forma de gobernabilidad, sino también a Kosovo o Bosnia, donde los años de mandato de la ONU sólo han congelado los problemas. Aunque este escocés políglota y culto, lo suficientemente testarudo como para sobrevivir a su odisea afgana y cuya biografía parece un resumen del difunto Imperio Británico (proveniente de las Highlands, nacido en Hong Kong y criado en Malaisia), no parece dar su brazo a torcer: tras terminar su beca en el Centro para los Derechos Humanos de la Escuela de Gobierno JFK de Harvard (EE UU) se ha instalado en Kabul para dirigir la Turquoise Mountain Foundation, cuyo objetivo es la reconstrucción del malogrado patrimonio afgano. Quizás lo que no consiga la neocolonización lo logre la cultura. Pero esa será otra historia.

Guillermo Altares es periodista del diario El País y cubrió la posguerra de Irak.