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El Presidente chino, Xi Jinping, en el centro, camina junto a líderes africanos en el Foro de Cooperación China-África, Pekín, septiembre 2018. How Hwee Young/AFP/Getty Images

China no busca extender su poder militar endeudando a pequeñas naciones, sino crear un gran espacio comercial en los países en desarrollo, en el que poder expandir su economía sin necesidad de depender de Occidente. La jugada no siempre le ha salido bien.

A principios de septiembre, China decidió prestarle 60.000 millones de dólares a África. Lo hizo en el Foro de Cooperación China-África celebrado en Pekín, donde el presidente Xi Jinping dio la mano a decenas de líderes venidos de ese continente. Pero el gran tema entre la prensa occidental no era ni el desarrollo de la economía, ni los índices de pobreza, ni el problema del terrorismo regional. La pregunta que todos repetían

era: ¿está intentando China “aprisionar” a África dándole grandes préstamos que quizá no pueda devolver? ¿Está haciéndolo para expandir su poder bélico –perdonando deuda a cambio de bases militares–, o para apropiarse de los recursos naturales del continente?

Antes de dar respuesta a estas preguntas, sería mejor hacerse otra: ¿por qué el tema de la “deuda-trampa” ha cogido tanto revuelo mediático últimamente?

Probablemente sea por dos hechos que, aparentemente, parece que no tengan nada que ver: la cesión de un puerto de Sri Lanka a una empresa china por 99 años, a cambio de reducir su deuda; y, por otro lado, la vuelta al poder en Malasia del exdictador Mahathir Mohamad (esta vez mediante elecciones democráticas).

El caso del puerto de Hambantota en Sri Lanka es el principal ejemplo que se usa para criticar la política exterior económica china hacia los países en desarrollo. El anterior gobierno de Sri Lanka, liderado por el autoritario Mahinda Rajapaksa  –diferente al que ha cedido el puerto a manos chinas–, pidió importantes préstamos a Pekín para construir infraestructuras, entre ellas el polémico puerto, que después han resultado ser deficitarias y de mínima utilidad. Al cambiar el Ejecutivo de Sri Lanka después de las elecciones  –con el partido de la oposición agitando la bandera antichina durante la campaña–, las nuevas autoridades intentaron negociar la gran deuda que había dejado la administración anterior. Finalmente, consiguieron reducirla mediante la cesión del puerto de Hambantota a una empresa china. Medios internacionales como The New York Times lo presentaron como una trampa económica que China había puesto a Sri Lanka para conseguir un puerto que, posteriormente, utilizaría como base militar con la que vigilar a la vecina India -aunque, a decir verdad, el propio primer ministro de Sri Lanka ha dicho claramente que el puerto no podrá usarse con intenciones militares y, a pesar de tanto revuelo, no hay nada que apunte que esta condición no vaya a cumplirse-.

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El primer ministro de Malasia, Mahathir Mohamad, con su homólogo chino, Li Keqiang, Pekín, agosto 2018. How Hwee Young/AFP/Getty Images

Por otro lado está el caso de Malasia y Mahathir. Este veterano político también removió cierto nacionalismo antichino durante la intensa campaña en la que se enfrentó a su exprotegido Najib Razak, en ese momento primer ministro de Malasia, que había recibido importantes inversiones del gigante asiático y estaba salpicado por graves acusaciones de corrupción. Al llegar al poder, Mahathir ha repetido sus proclamas nacionalistas en contra de los grandes poderes económicos extranjeros  –ya lo hizo cuando era dictador, aunque esa vez contra Estados Unidos y el FMI–. Esta vez le ha tocado a China, cosa que han aplaudido diversos medios de comunicación muy críticos con Pekín. Mahathir, finalmente, ha cancelado varios proyectos que su país tenía con China, aunque de manera discreta y dialogada con los líderes del Partido Comunista.

Tanto el caso de Sri Lanka como el de Malasia han servido para encauzar una nueva retórica en contra de la inversión y los préstamos de Pekín a países en desarrollo, presentándolos como víctimas de una apisonadora económica. Aunque, como apunta Wenyuan Wu en este artículo del Lowy Institute, las naciones pequeñas suelen ser muy conscientes de cómo usar la geopolítica y a las grandes potencias en su favor  –por otro lado, hay algo obvio pero que se menciona poco: todos estos países son soberanos y escogen libremente sus canales de financiación, lo que siempre implica unas responsabilidades de devolución, ya sea con China, con el FMI o con países occidentales –. De los Estados africanos hasta Asia Central, pasando por Latinoamérica o el Sureste asiático, multitud de países que reciben dinero chino se presentan como escalones de un plan de dominación militar y político chino, en el que la debilidad económica y política es un beneficio para que Pekín pueda controlarlos a su gusto.

El problema es que, si el gigante asiático realmente actuara así, iría en contra de sus propios intereses. Por un lado, hay varios casos que demuestran que la debilidad de los países acreedores de China le perjudica gravemente: el gran ejemplo es Venezuela, donde  –tal y como explica Matt Ferchen del think tank Carniege-Tsinghua – las fuertes inversiones chinas en el gran productor de petróleo han caído en saco roto por culpa de la enorme crisis nacional que vive Venezuela. China no está sacando beneficio de la situación, sino todo lo contrario. A menor escala, una región donde Pekín no ha obtenido los réditos económicos que esperaba es África, con la consiguiente bajada de inversión china respecto a los pasados años.

La estrategia que los críticos con Pekín han señalado como vector principal para ampliar la influencia mediante la deuda-trampa es la Nueva Ruta de la Seda, un plan de infraestructuras y comunicaciones comerciales que une China con el resto de Eurasia. Hay países participantes en este proyecto económico que han tenido problemas de deuda importantes con el gigante asiático, pero  –como analiza este difundido estudio del Center for Global Development– de 68 países participantes en la Nueva Ruta de la Seda sólo hay ocho con un riesgo alto de endeudamiento (y, curiosamente, no incluye ni a Sri Lanka ni a Malasia). A rasgos generales, este estudio afirma que la estrategia euroasiática de Pekín no creará un problema de deuda regional, aunque  –fruto de algunos casos de fuerte endeudamiento– China está actuando con más disciplina y coherencia en sus proyectos.

Pero entonces, si no es para atrapar a los países en desarrollo bajo una gran deuda, ¿por qué está China impulsando la Nueva Ruta de la Seda?

Alberto Lebrón, investigador del Instituto de Política Económica Internacional de la Universidad de Pekín, cree que China necesita desarrollar nuevos mercados más allá de Occidente, en buena parte debido a su situación económica interna y al contexto internacional: “Los chinos consideran la Ruta de la Seda como un “bien público” en relaciones internacionales, una iniciativa económica de la que muchos países se pueden beneficiar, cosa que a la vez beneficia económicamente a China. Además, si a Pekín se le van cerrando mercados como Estados Unidos, Europa o Japón, ¿hacia dónde podría exportar?”.

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Mercancía china en el puerto Aktau en Kazajistán, 2018. Talant Kusain/AFP/Getty Images

Este investigador considera que la Nueva Ruta de la Seda nace, en parte, de la necesidad china de colocar en el exterior su sobreproducción de acero y cemento, y también de su deseo de reducir las grandes cantidades de reservas de divisas en dólares que tiene. Que lo haga en dirección a los países en desarrollo fue, en buena parte, fruto del giro a Asia de Estados Unidos durante la etapa Obama, que también lanzó tratados como el TTP o el TTIP que cerraban ciertos mercados europeos y asiáticos a China. Aunque en la etapa Trump esta estrategia se ha dejado atrás, la guerra comercial con Estados Unidos no favorece precisamente un giro hacia Occidente.

Pero esta estrategia de enfocarse hacia países en desarrollo también tiene sus riesgos. Aunque estos mercados puedan ser tentadores por sus materias primas, mano de obra barata o fuentes energéticas, suelen ser una inversión más arriesgada. Invertir en Estados como por ejemplo Pakistán –con una violencia y una corrupción muy arraigada– no es cosa fácil, a pesar de los beneficios en cuanto a comunicación marítima que China ha obtenido. El problema de la deuda no sólo es para los países que reciben los préstamos: también para las empresas y bancos chinos que pueden ver sus apuestas caídas en saco roto –hay que apuntar, eso sí, que varias de ellas han invertido de manera poco meditada y dispersa–.

La política de Pekín de no meterse en los asuntos internos de los países en los que invierte (o  presta dinero) le ha permitido hacer negocios con Estados autoritarios que generarían ciertas reticencias en Occidente  –o, un caso distinto, en países que no quieren liberalizar su economía interna mediante reformas estructurales, como las que impondría el FMI–. Muchos de estas naciones prefieren el socio chino, que no les impone políticas de derechos humanos o de aumento de libertades económicas. Eso facilita la entrada de China en estas economías, aunque conlleva una desventaja: buena parte de estos regímenes tienen altos grados de corrupción y nepotismo, lo que impide que mejoren demasiado pese a la inversión china. Aún con esta desventaja, Pekín prefiere mantener su política puramente económica, para distanciarse del perfil político e intervencionista de EE UU, que crea suspicacias alrededor del mundo en desarrollo.

Son dos modelos diferentes de entender las relaciones exteriores. Como explicaba el diplomático Chas W. Freeman en esta magnífica entrevista, quizá por eso Estados Unidos –y parte de Occidente– ve con suspicacia el avance chino, ya que lo interpreta como un peligroso reflejo de su propia manera de entender el mundo, en el que las grandes potencias tienen la misión moral de extender sus valores. Pero, pese a las grandes y asustadizas expectativas de Washington, es muy poco probable que China acabe dominando el mundo al estilo americano, extendiendo (o imponiendo) sus principios por el mundo. Los chinos, precisamente, suelen vanagloriarse de que su modelo es único e inexportable  –e históricamente, además, nunca han tenido interés en extender su imperio por el globo–. Pero, a causa de estas diferencias de percepción, es posible que  –independientemente de los hechos – la expansión de china hacia los países en desarrollo pueda ser vista por unos como una audaz estrategia comercial y, por otros, como una peligrosa amenaza geopolítica. Y en esta divergencia de perspectivas es donde puede germinar el conflicto.