Fotolia. Autor: sogmiller
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Cómo repensar nuestras sociedades, acechas por el miedo y los prejuicios, para que no degeneren, para proteger las libertades democráticas.

Orden y desorden en el siglo XXI. Gobernanza global en un mundo de ansiedades

Francesc Badia i Dalmases

Icaria Editorial Barcelona, 2016

Ansiedad (del latín anxietas, angustia, aflicción) es un término que denomina una anticipación involuntaria de un daño o desgracia futuros, que se acompaña de un sentimiento desagradable o de síntomas de tensión. El objetivo del daño anticipado puede ser interno o externo. Se trata de una señal de alerta que advierte sobre un peligro inminente y que permite a la persona adoptar las medidas necesarias para enfrentarse a una amenaza. Es un estado emocional normal ante determinadas circunstancias y constituye una respuesta habitual a diferentes situaciones cotidianas estresantes. Por lo tanto, cierto grado de ansiedad es incluso deseable para el manejo normal de las exigencias del día a día. Únicamente cuando sobrepasa cierta intensidad, o supera la capacidad adaptativa de la persona, es cuando la ansiedad se convierte en patológica, provocando un malestar significativo, con síntomas físicos, psicológicos y de conducta. Aplicado a la política y, concretamente, al terreno de las relaciones internacionales, el término describe con bastante precisión el estado que prevalece hoy en el mundo, no sólo entre los ciudadanos, sino en los centros de decisión.

Francesc Badia i Dalmases, analista de política internacional y actual director de Democracia Abierta (sección latina de openDemocracy) acaba de publicar Orden y desorden en el siglo XXI, libro en el que se recogen distintos ensayos, escritos entre 2002 y 2014, que en su conjunto ofrecen no sólo un retrato de los primeros años de este siglo, desordenados y convulsos, sino también algunas de las claves para comprender el contexto de muchos de nuestros dilemas presentes. Una tarea para la que, según aconsejaba el historiador Toni Judt, es preciso recordar, afirmar continuidades y no proclamar novedades a la primera ocasión que se presente, ya que “probablemente, el pasado reciente todavía estará presente entre nosotros algunos años más”.

La realidad compleja que explica nuestros desafíos actuales no sólo consta, por supuesto, de hechos objetivos, sino que tiene mucha subjetividad. Aunque pretendan vestirse de ciencia, tanto la política como la economía le deben mucho más a la psicología que a las matemáticas. Lo señala significativamente el autor en el subtítulo, Gobernanza global en un mundo de ansiedades, y sin duda es esta última palabra, en efecto, la que mejor define la situación en la que nos encontramos. Ansiedad ante muchas de las cosas que ocurren y nos desestabilizan. Ansiedad porque, como decía el historiador Eric Hobsbawm, sólo sabemos que la historia nos ha traído hasta este punto, pero no sabemos a dónde vamos.

Francesc Badia pone de manifiesto algo que ya el físico Albert Einstein tuvo claro, pero que el peso de las ideas establecidas se empeña en sepultar: no podemos esperar resolver los problemas con las mismas ideas que nos han llevado hasta aquí –es decir, que nos han llevado a tenerlos. Y lo tenía claro también el propio Hobsbawm, a quien Badia cita en más de una ocasión, para el que el futuro no puede ser una mera prolongación del pasado o del presente, “si lo que se quiere es evitar el fracaso” –cuyo precio, según él, no es otro que “la oscuridad”.

Mucho de lo que hemos heredado del siglo XX y anteriores simplemente ya no sirve para gobernar el orden internacional –y tampoco, habría que añadir, los órdenes de ámbito nacional. Y el empecinamiento en defender esas herencias como válidas, a pesar del énfasis con que suele hacerse, no conlleva la certeza de ninguna salvación, sino que denota la inseguridad creciente que provoca comprobar la aparente facilidad con la que los hechos las hacen saltar por los aires –tanto figurada como literalmente. De ahí que un concepto como el de la ansiedad se haya incorporado, como dice Badia, con fuerza al análisis de las relaciones internacionales.

Lo curioso del caso es que, aparentemente, existe un consenso bastante amplio acerca de lo que debería hacerse, a saber: preservar unas sociedades abiertas en el marco de una progresiva pero decidida integración política, que supere de una vez el modelo periclitado de los Estados-nación, en el que buscan amparo y se atrincheran repetidamente nuestros gobernantes, temerosos e inseguros ante el reto de lo nuevo y, por lo tanto, incapaces de gestionar el cambio sobre unas bases distintas a las consuetudinarias.

Un ejemplo paradigmático de la situación en la que nos hallamos es, sin duda, la Unión Europea, otrora referencia mundial de integración regional exitosa, cuyo desgaste está dejando transparentar los patrioterismos locales y aquel pensar pequeño que tantas desventuras nos han acarreado, a lo largo de la historia, a los sufridos ciudadanos europeos –si es que puede sostenerse que, a la luz de la gestión austericida de la Gran Recesión, de la falta de reacción ante la crisis de los refugiados o del recorte de libertades en aras a la seguridad como respuesta a la presión terrorista, la categoría de ciudadanos europeos existe realmente.

Para el autor de Orden y desorden en el siglo XXI, la cuestión fundamental que nos toca resolver es ésta: aunque los verdaderos problemas tienen una dimensión global, la política sigue siendo fundamentalmente una cuestión local –y ello “produce ansiedad, incapacidad y desorden”. Siguiendo con Europa como ejemplo y metáfora: las tensiones nacionalistas y los populismos que reinterpretan la democracia a todos los niveles –desde el local al supranacional–, amenazan con fragmentar y liquidar el sueño europeo de unidad, justicia y libertad. A menos que se resuelvan las ansiedades locales, no habrá gobernanza global y el sueño quedará en eso: un sueño, si no se convierta en una pesadilla.

Decía el político checo Václav Havel, en los años de resistencia y de lucha contra el totalitarismo en Checoslovaquia, que la política (con mayúsculas) no puede limitarse a ser el arte de lo posible, sino que debe ser el arte de lo imposible –el arte de transformar las cosas, de hacer posible lo que parecía imposible, de responder con creatividad a los desafíos y superar los impedimentos. En este mismo sentido se expresaba el diplomático brasileño Sergio Vieira de Mello cuando decía que “a menos que nuestro objetivo sea lo que parece inalcanzable, corremos el riesgo de conformarnos con la mediocridad”, cita que Badia coloca como mascarón de proa de su libro.

Se sabe que la condena de Sísifo consistía en empujar una piedra cuesta arriba por una ladera y que la piedra, una vez en lo alto, volvía a caer hasta el pie de la montaña, una y otra vez. ¿Una condena? No. Sostenía el escritor Albert Camus que debemos imaginarnos a Sísifo contento, empujando la piedra una y otra vez, no por fatalismo, sino porque en su afán reside su razón de ser, que también es la nuestra. Dice Badia: “Como en otros momentos cruciales de la historia, quizá haya llegado el momento de repensar el mundo. Sabemos que nada es irreversible y que es arriesgado despertar a los fantasmas de la barbarie que habitan Europa. Las condiciones de la democracia, del humanismo y del cosmopolitismo deben, en palabras de los filósofos Edgar Morin y Mauro Ceruti, regenerarse permanentemente, si no quieren degenerar”.

La ansiedad se relaciona con el miedo y el miedo es uno de los antídotos más eficaces contra las libertades democráticas. El otro son los prejuicios. El autor tiene claro que no nos podemos permitir ni lo uno ni lo otro, porque el miedo y los prejuicios acaban con las sociedades abiertas, hacen enmudecer el debate, sustituyen las lógicas prioridades de la sociedad por otras, tergiversan el sentido del bien común y alimentan actitudes contrarias a los valores democráticos y los derechos humanos. El miedo y los prejuicios impiden la construcción de un mundo plausible. Esto es a lo que nos enfrentamos, en una suerte de déjà vu, en los primeros años de este siglo.

Y es a esto a lo que debemos dedicarnos, por imperativo moral. Porque, como dice Badia, “cada generación tiene la responsabilidad de pensar, comprender y actuar en el mundo, si no para cambiarlo, sí, por lo menos, para evitar que se venga abajo”.  Su libro es una contribución a imaginar cómo tenerlo en pie.