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Bandera estadounidense en Nueva York. Brett Carlsen/Getty Images

Da igual que los próximos presidentes estadounidenses sean republicanos o demócratas, EE UU tendrá que compartir el orden global con otras potencias.

Exit from Hegemony

Alexander Cooley & Daniel Nexon

OUP, 2020

Los observadores de la política internacional y los medios de comunicación están hoy inmersos en los debates sobre el trumpismo. Durante la reciente campaña presidencial en EE U, la problemática personalidad del 45º presidente estadounidense quedó todavía más en evidencia. Donald Trump consiguió imponer su personaje de reality show y sus incesantes tuits en detrimento de análisis más en profundidad de lo que está sucediendo en este país y el mundo. Pero el orden global existente desde la Segunda Guerra Mundial estaba erosionándose e incluso socavándose desde mucho antes de que Trump fuera presidente. Las noticias falsas y la información como entretenimiento no son fenómenos nuevos. La intención de Alexander Cooley y Daniel Nexon con el detallado análisis que es Exit from Hegemony consiste en explicar de la forma más racional posible el síntoma que subyace bajo el declive relativo de la hegemonía estadounidense desde hace dos décadas. El orden liberal internacional se debilita desde principios de este siglo y, con él, la posición unipolar de EE UU en los asuntos internacionales, que se remonta a su influencia determinante en la reconstrucción del mundo después de 1945. En Europa y Japón, ese papel fue esencialmente benévolo, pero, para Irán, Chile o Palestina, no tanto.

Los retos para Estados Unidos y el orden internacional que sustentaba se entremezclaron y reforzaron mutuamente. Muchos analistas fueron incapaces de verlos porque, en el año 2000, las autoridades estadounidenses respetaban como artículo de fe que la forma occidental de democracia y orden económico liberal globalizado eran el modelo que debía seguir el resto del mundo. El optimismo incondicional por el triunfo de las formas occidentales de gobierno y globalización resultó ser un espejismo, una trampa intelectual. Los autores señalan que, tras la caída de la Unión Soviética, “las autoridades estadounidenses pensaron que la Federación Rusa sería un socio estratégico importante. El aparato norteamericano de política exterior se convenció de que incorporar a China a la economía global empujaría a Pekín hacia la liberalización política y sentaría las bases de una cooperación permanente. Muchos predijeron un orden mundial duradero basado en el liberalismo internacional y la economía de mercado, en el que EE UU mantendría su posición de liderazgo global; lo que los especialistas en relaciones internacionales llaman hegemonía”.

Como consecuencia, quizá inevitable, los estrategas políticos occidentales adoptaron “ideas exageradas sobre la calidad de la democracia y las reformas de mercado, que se manifestaron en nuevas clasificaciones internacionales de comportamiento de los Estados, criterios y normas para pertenecer a nuevas organizaciones regionales como la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa”. A los países al margen de EE UU, la Unión Europea y Japón se quedaron sin opciones alternativas en cuestiones de seguridad y desarrollo económico, porque las democracias industrializadas avanzadas estaban de acuerdo en relación con la ayuda al desarrollo, los derechos humanos, las medidas anticorrupción y el comercio. Como era de esperar, en los años 90 y 2000 se volvieron más estrictas las condiciones del Fondo Monetario Internacional para conceder préstamos a estos países, “precisamente porque no disponían de protectores alternativos fiables y, por tanto, tenían pocas bazas para negociar”. Las redes de instituciones financieras internacionales y economistas se esforzaron en reforzar el consenso de las élites en favor del libre comercio y la circulación de capitales a través de las fronteras, pero quizá los autores exageran la importancia de dichas redes: cuando yo trabajé en el diario Financial Times, entre 1977 y 1995, se daba demasiada importancia al Banco Mundial. El desarrollo de las ONG defensoras de los derechos humanos, la igualdad de género y la protección del medio ambiente “permitió forjar alianzas con Estados, medios de comunicación y organismos internacionales favorables”. Estos poderosos nuevos actores internacionales se enfrentaban a menudo a la soberanía de los Estados en sus esfuerzos para impulsar las normas y los principios progresistas.

Tengo la impresión de que los autores restan importancia al hecho de que, ya mucho antes de la caída de la Unión Soviética, las ideologías etnonacionalistas y en especial religiosas y culturales habían empezado a sustituir al marxismo. Estas ideologías ya no hacían depender el éxito de la lucha antiimperialista de indicadores socioeconómicos sino de la reafirmación de la identidad étnica, cultural o religiosa. Si la élites de los países periféricos se suman al crecimiento económico para beneficiarse de la prosperidad material, es posible llegar a acuerdos o equilibrios de intereses. Pero si su principal preocupación es defender unas identidades amenazadas por los modos de vida de los centros imperiales (EE UU, Europa y Japón), no hay acuerdos ni equilibrios posibles. En los Estados periféricos ha habido grupos influyentes que se sintieron muy atraídos por los modos de vida de las metrópolis imperiales y desearon adoptarlos desde mucho antes de 1990. Pero otros no estaban de acuerdo, y numerosos analistas occidentales se equivocaron al analizar los motivos del ascenso de los partidos islamistas en Oriente Medio y el norte de África. Por consiguiente, la lucha de esos actores antiimperialistas comenzó como una guerra civil en sus propias sociedades por los valores que debían regirlos. La turbulenta historia de Irán y Argelia, por mencionar dos casos muy diferentes, se entiende mejor en este contexto.

No hizo falta mucho tiempo para que el prometedor futuro que se preveía en Washington a partir de 1990 pareciera “cada vez más improbable”. Rusia y China trataron de revisar, de una u otra forma, el orden internacional. Eso permitió que regímenes de todo el mundo, “desde Ecuador hasta Tayikistán, pasando por Sri Lanka,[…] prefirieran acudir a proveedores alternativos, precisamente para evitar las consecuencias y condiciones políticas que exigían Occidente y los actores respaldados por Occidente”. Los autores explican a la perfección cómo los medios y los gobiernos occidentales presentaron las revoluciones de color del espacio postsoviético y la Primavera Árabe como unas revoluciones de inspiración democrática. Pero eso hizo sonar todas las alarmas en los regímenes autoritarios, porque Rusia, China y muchas dictaduras árabes tomaron nota de la amenaza geopolítica que constituían la democracia y la defensa de los derechos humanos. Para muchos de esos regímenes, “las normas de la democracia y sus adalides en la sociedad civil dejaron de ser una deseable vía de entrada al orden occidental y se convirtieron en una amenaza para su seguridad”. A mediados de la década de 2010, eran cada vez más numerosas las redes iliberales que empezaban a enfrentarse al consenso político de Occidente. George Soros pasó de ser ángel a ser demonio. Y la gran recesión de 2008 y la crisis de los refugiados en Europa aceleraron las tendencias populistas ya existentes.

Entre las clases dirigentes europeas, muchos interpretaron que, con su declive relativo ya antes de Trump, EE UU tendría menos capacidad de rivalizar con el poder blando de la UE, que se calificaba con orgullo como el mayor mercado del mundo. Pero estaban pasando por alto o infravalorando dos factores; la erosión o el derrumbe del liderazgo mundial estadounidense iba a causar a Europa mayores problemas de los que iba a resolver. Los autores destacan que las salidas de la hegemonía de EE UU quedaron demasiado a menudo “ignoradas o descartadas por ‘la masa’ (el consenso general sobre política internacional vinculado a los grandes think tanks y responsables políticos de tendencia conservadora) y los estudiosos de las relaciones internacionales en Estados Unidos”. La “masa” europea también permaneció ciega a las consecuencias de los rápidos cambios mundiales.

Estados Unidos, ahora, “va cada vez más por su cuenta, cuando no se encierra en sí mismo”. El orden liberal dirigido por ellos está muy debilitado. Después de los atentados del 11-S, “las políticas de Washington aumentaron los incentivos para que las potencias autocráticas buscaran formas de esquivar el sistema hegemónico norteamericano y supeditaron (pese a la posible paradoja) los derechos humanos y la democratización a las políticas antiterroristas”. La crisis de 2008 impulsó a nuevos donantes como China a asumir la función de proporcionar créditos de emergencia y ayuda al desarrollo. La iniciativa china de la Ruta de la Seda muestra una profundidad estratégica de pensamiento que la política exterior de la UE no puede igualar.

Los autores explican por qué “el campo de las relaciones internacionales tiende a dar prioridad al estudio de las grandes potencias, en detrimento de los Estados más pequeños”. Sin embargo, la nueva ecología de las relaciones internacionales da a los Estados medianos y pequeños mucha más capacidad de desarrollar “su parte de los bienes económicos, culturales y de seguridad”. Las protestas occidentales contra el trato que aplica China a los uigures o el que India aplica a Cachemira caen en saco roto. Mientras tanto, en Occidente, el internacionalismo de extrema derecha está convirtiéndose en movimientos antisistema. Las élites han tardado en adaptarse a los cambios imprevistos del clima político internacional. Muchas veces se han mostrado desconcertados. En relación con la OTAN, el presidente electo Joe Biden será un alivio después de Trump. Pero la idea de que Estados Unidos puede seguir teniendo la hegemonía de los grandes presupuestos militares se remonta a los 90, cuando muchos que después trabajarían en la Administración de Bush pensaron que invertir grandes cantidades de dinero en el Departamento de Defensa disuadiría a otros países incluso de intentarlo. La expansión militar de China y la política exterior de Rusia han demostrado hasta qué punto se equivocaban. La rivalidad cada vez mayor entre Washington y Pekín “parece inevitable”, aunque los autores advierten que no hay que hablar de una nueva guerra fría.

La conclusión del libro es que “una característica destacada del orden internacional liberal es la relativa facilidad con que las élites autoritarias, los cleptócratas y los oligarcas utilizan sus instituciones, leyes y órganos con fines nada liberales, en especial para blanquear su dinero y su reputación en todo el mundo”. En retrospectiva, “la liberalización financiera se llevó a cabo sin unas salvaguardas adecuadas, y dio pie a una infraestructura internacional construida para facilitar la corrupción a una escala global sin precedentes”. El mercado global de concesiones de nacionalidad y permisos de residencia para inversores permite que las clases poderosas de un país obtengan la residencia a cambio de dinero”. Por otra parte, diversos estudios muy documentados revelan que “el 0,1% más rico de los hogares en el Reino Unido, España y Francia tienen entre el 30 y el 40% de sus bienes a resguardo en paraísos fiscales, una cifra que en Rusia sube al 60%”. Se ha actuado contra la transparencia, la democratización y la sociedad liberal mundial. Una crítica que puede hacerse a este libro elegantemente escrito es que presta demasiada atención a Rusia y el nacionalismo populista en Occidente. Es indudable que China es hoy una fuerza anti-orden mucho más poderosa gracias a su inmenso crecimiento económico y su capacidad de planear a largo plazo.

Los autores no se atreven a opinar si el hecho de que Estados Unidos pierda su hegemonía anunciará un mundo mejor o no. Lo que sugiere es que, independientemente de que los próximos presidentes estadounidenses sean republicanos o demócratas, EE UU tendrá que aceptar a otras potencias mucho más de lo que está acostumbrado a hacer desde 1945. En otras palabras, el futuro, en todo el mundo y en particular en Europa, es el más lleno de incertidumbres que hemos tenido desde hace mucho tiempo.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia