Se supone que las teorías de las relaciones internacionales
nos explican cómo funciona el mundo. Es una tarea difícil y hasta
las mejores explicaciones se
quedan cortas. Pero sí pueden ver más allá de las etiquetas
simplistas que
dominan las discusiones sobre política exterior. Incluso en un mundo
en drástica transformación, las teorías clásicas
tienen mucho que decir.

La Administración Bush se ha sometido a dolorosas investigaciones para
intentar averiguar qué falló el 11 de septiembre de 2001. Se
exige que los servicios de información sufran una reestructuración
radical; el Ejército ha dado un giro brusco, dispuesto a enfrentarse
a un nuevo enemigo, y se ha creado un nuevo y amplio organismo federal encargado
de coordinar la seguridad del país. Pero ¿reveló el 11-S
un fracaso de la teoría equiparable a los fallos políticos y
de los servicios de información? Las teorías de siempre sobre
el funcionamiento del mundo siguen dominando el debate teórico. En vez
de cambiar por completo, los especialistas han adaptado las teorías
existentes a las nuevas realidades. ¿Ha dado resultado este método? ¿Todavía
tiene algo que decir la teoría de las relaciones internacionales a los
responsables políticos?

Hace seis años, el politólogo Stephen M. Walt publicó un
estudio muy citado sobre la materia (‘Un mundo, muchas teorías’).
En él distinguía tres enfoques dominantes: realismo, liberalismo
y una forma actualizada de idealismo que llamaba "constructivismo".
Walt afirmaba que estas teorías dan forma tanto al discurso público
como al análisis político. El realismo se centra en el cambio
del reparto de poder entre los Estados. El liberalismo destaca el número
creciente de democracias y la turbulencia de las transiciones democráticas.
El idealismo explica las reglas cambiantes de la soberanía, los derechos
humanos y la justicia internacional, además de la fuerza cada vez mayor
de las ideas religiosas en la política.

La influencia de estas concepciones intelectuales va mucho más allá de
las aulas universitarias y los claustros. Los responsables políticos
y los analistas aluden a elementos de todas estas teorías cuando proponen
soluciones para los problemas de la seguridad mundial. El presidente George
W. Bush promete luchar contra el terrorismo mediante la propagación
de la democracia a Oriente Medio y afirma que los escépticos "que
se llaman a sí mismos ‘realistas’… han perdido contacto
con una realidad fundamental", que "EE UU siempre está más
seguro cuando la libertad está en camino". Con un tono más
ecléctico, la consejera nacional de Seguridad, Condoleezza Rice, antigua
profesora de Ciencia Política en la Universidad de Stanford, explica
que la doctrina de Bush es una amalgama de realismo pragmático y liberalismo
wilsoniano. John Kerry dijo algo muy parecido: "Nuestra política
exterior sólo ha alcanzado niveles de grandeza", ha declarado, "cuando
ha combinado realismo e idealismo".

La teoría sobre las relaciones internacionales también impregna
las ideas de los intelectuales que traducen y divulgan las ideas en el mundo
académico. Por ejemplo, durante el pasado verano, dos influyentes artífices
del pensamiento neoconservador en Estados Unidos, el columnista Charles Krauthammer
y el politólogo Francis Fukuyama, se enfrentaron sobre las repercusiones
de estos paradigmas conceptuales en la política estadounidense respecto
a Irak. Krauthammer defendió la política del Gobierno Bush y
propuso una mezcla agresiva de liberalismo y realismo que llamó "realismo
democrático". Fukuyama afirmó que la fe de Krauthammer
en el uso de la fuerza y la viabilidad del cambio democrático en Irak
le impide ver la falta de legitimidad de la guerra, un fallo que "perjudica
tanto a la parte realista de nuestro programa, al disminuir nuestro poder real,
como a la parte idealista, porque disminuye nuestro atractivo como encarnación
de determinados valores e ideas".

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En realidad, cuando el realismo, el liberalismo y el idealismo se incorporan
al terreno de las decisiones políticas y el debate público, pueden
acabar siendo meros adornos que esconden unas concepciones simplistas del mundo.
No obstante, debidamente interpretados, sus repercusiones políticas
son sutiles y contienen múltiples aspectos. El realismo infunde una
apreciación pragmática de la función del poder, pero también
advierte de que los Estados sufrirán si caen en excesos. El liberalismo
destaca las posibilidades de colaboración de las democracias estables,
sobre todo cuando se unen a través de instituciones realmente activas,
pero también previene sobre la tendencia de las democracias a emprender
cruzadas contra las tiranías y la facilidad de las democracias incipientes
para caer en un caos étnico lleno de violencia. El idealismo subraya
que todo orden político estable debe apoyarse en un consenso sobre los
valores, pero, al mismo tiempo, reconoce que, para forjar dicho consenso, a
veces es necesaria una lucha ideológica que puede provocar conflictos.

¿ES REALISTA EL REALISMO?
La base del realismo es la idea de que las relaciones internacionales son una
lucha por el poder entre Estados que defienden sus propios intereses. Si
bien algunas de las estrellas del realismo son muy pesimistas al hablar de
la naturaleza humana, ésta no es una teoría de la desesperación.
Los Estados perspicaces pueden atenuar las causas de la guerra si encuentran
formas de disminuir el peligro que representan unos para otros. Además,
el realismo no tiene por qué ser amoral; sus defensores subrayan que,
de hecho, un pragmatismo despiadado puede crear un mundo más pacífico,
aunque no sea perfecto.

En las democracias liberales,
el realismo es la teoría que todos dicen odiar. Pretende ser un
antídoto
contra la fe ingenua en que las instituciones y las leyes internacionales
bastan para mantener la paz

En las democracias liberales, el realismo es la teoría que todos dicen
odiar. El realismo, nacido en Europa al terminar la Segunda Guerra Mundial,
pretendía ser un antídoto contra la fe ingenua en que las instituciones
y leyes internacionales bastaban para mantener la paz, una idea equivocada
que, según la nueva generación de estudiosos, había preparado
el terreno para la guerra. En las últimas décadas, el enfoque
realista lo han expresado, sobre todo, teóricos estadounidenses, pero
también cuenta con numerosos seguidores fuera del país. El influyente
escritor y editor alemán Josef Joffe ha hecho elocuentes comentarios
sobre las sólidas tradiciones realistas de su país. (Consciente
de la desmesurada importancia del poder de Estados Unidos para el desarrollo
europeo, Joffe dijo en una ocasión que EE UU era "el chupete de
Europa"). La actual política exterior de China se basa en ideas
realistas que se remontan a varios milenios. Al mismo tiempo que moderniza
su economía y se incorpora a instituciones internacionales como la OMC,
se comporta de una manera que los realistas conocen bien: desarrolla su Ejército
a ritmo lento pero seguro, a medida que aumenta su poder económico,
y evita un enfrentamiento con las fuerzas de Estados Unidos, que son superiores.

El realismo tiene razón en algunos de sus análisis del mundo
posterior al 11-S. A los realistas no les sorprenden ni la ininterrumpida importancia
de la fuerza militar ni la persistencia de los conflictos, incluso en esta época
de interdependencia mundial. La virtud más visible de esta teoría
es su capacidad de explicar la enérgica respuesta militar de EE UU a
los atentados terroristas contra las Torres Gemelas. Cuando un Estado se hace
mucho más poderoso que todos sus rivales, los realistas creen que llegará un
momento en el que utilice ese poder para ampliar su dominio, ya sea por motivos
de seguridad, para obtener riquezas o debido a otras razones. Estados Unidos
utilizó su poder militar, a juicio de algunos de manera imperial, en
gran parte porque podía hacerlo.

Más difícil les resulta a los realistas, que parten del Estado
como base, explicar por qué la única superpotencia del mundo
anunció una guerra contra Al Qaeda, una organización terrorista
sin Estado. ¿Cómo pueden interpretar la importancia que tienen
los individuos poderosos y violentos en un mundo formado por Estados? Lo que
destacan los realistas es que las batallas fundamentales de la guerra
contra el terror
se libraron contra dos Estados (Afganistán e Irak) y que son
los Estados, no Naciones Unidas o Human Rights Watch, los que encabezan la
lucha contra el terrorismo. Aunque reconocen la importancia de los actores
independientes y saben que representan una contradicción de sus hipótesis,
la teoría sigue teniendo cosas fundamentales que decir sobre el comportamiento
y la motivación de esos grupos. Por ejemplo, el experto realista Robert
Pape ha dicho que el terrorismo suicida puede ser una estrategia racional y
realista desde la perspectiva de los movimientos de liberación nacional,
que intentan expulsar a las fuerzas democráticas que ocupan su territorio.
Otros especialistas aplican las teorías habituales sobre el conflicto
en la anarquía para explicar el conflicto étnico en los Estados
en desintegración. Los análisis del realismo político –una
tradición intelectual con raíces en la imperecedera filosofía
de Tucídides, Nicolás Maquiavelo y Thomas Hobbes– no están
obsoletos porque algunos grupos no estatales puedan recurrir hoy a la violencia.

Podría considerarse
que la oposición francesa y alemana a la reciente política
estadounidense es un caso clásico de equilibrio, pero no presentan
resistencia militar al dominio de la superpotencia

Los acontecimientos posteriores al 11-S parecen restar fuerza a uno de los
conceptos fundamentales del realismo: el equilibrio de poder. La doctrina realista
habitual predice que los Estados más débiles se alían
para protegerse de los más fuertes y, de esa manera, forman una y otra
vez equilibrios de poder. Así, cuando Alemania se unificó, a
finales del siglo xix, y se convirtió en la principal potencia militar
e industrial de Europa, Rusia y Francia (y, más tarde, Gran Bretaña)
se aliaron para contrarrestar su poder. Sin embargo, ninguna combinación
de Estados o potencias de otro tipo es capaz de desafiar militarmente a EE
UU y no existe ninguna coalición de equilibrio inminente. Los realistas
se desviven por encontrar una manera de llenar el hueco que se ha abierto en
el centro de su teoría. Algunos teóricos especulan que la distancia
geográfica de Estados Unidos y sus intenciones relativamente benignas
han atenuado el instinto de compensación. Las potencias de segunda categoría
tienden a estar más preocupadas por sus vecinos inmediatos e incluso
consideran a
EE UU como una fuente de estabilidad en regiones como el Este de Asia. Otros
insisten en que la resistencia armada en Irak, Afganistán y otros lugares,
más la lentitud de los aliados a la hora de actuar, constituyen un principio
de equilibrio frente a la hegemonía estadounidense. Las tensas relaciones
de Washington con Europa ofrecen pruebas ambiguas: se podría considerar
que la oposición francesa y alemana a la reciente política estadounidense
es un caso clásico de equilibrio, pero no presentan resistencia militar
al dominio de la superpotencia. Lo que estos países han hecho ha sido
intentar socavar la legitimidad moral de EE UU y obligarle a respetar los límites
de una red de instituciones multilaterales y regímenes de tratados;
no lo que predice la teoría realista convencional. No obstante, el realismo
sigue vivo y coleando. A pesar de los cambios en las configuraciones de poder,
los realistas siguen defendiendo que las decisiones políticas deben
basarse en posiciones de fuerza real, no en bravuconerías huecas ni
falsas esperanzas de un mundo sin conflictos.

La escuela liberal en la teoría de las relaciones internacionales,
cuyos más famosos defensores fueron el filósofo alemán
Emmanuel Kant y el presidente estadounidense Woodrow Wilson, sostiene que el
realismo posee una visión atrofiada, incapaz de explicar el progreso
en las relaciones entre países. Los liberales preven un alejamiento
lento pero inexorable del mundo anárquico de los realistas a medida
que el comercio y las finanzas forjen vínculos entre las naciones y
las reglas democráticas se extiendan. Como los dirigentes electos deben
responder ante el pueblo (que es el que soporta el peso de la guerra), los
liberales confían en que las democracias no se atacarán mutuamente.
Muchos liberales creen además que el Estado de Derecho y la transparencia
de los procesos democráticos facilitan la cooperación internacional,
especialmente cuando están consagrados en instituciones multilaterales.

EL LIBERALISMO DIVIDIDO
El liberalismo tiene una presencia tan poderosa que todo el espectro político
de Estados Unidos, desde los neoconservadores hasta los defensores de los derechos
humanos, lo considera evidente. Fuera de Estados Unidos también ha tomado
cuerpo la idea liberal de que los gobiernos elegidos son los únicos
legítimos y políticamente fiables. Por consiguiente, no extraña
que, como respuesta a los problemas de seguridad actuales, se invoquen constantemente
los principios liberales. Sin embargo, en los últimos años se
ha producido un tira y afloja permanente entre distintas corrientes del pensamiento
liberal. En especial, los partidarios y los detractores del Gobierno Bush han
destacado elementos muy distintos del canon liberal.

La Administración Bush considera prioritario promover la democracia
y, al mismo tiempo, da la espalda a las instituciones internacionales que defienden
casi todos los teóricos liberales. La Estrategia
de Seguridad Nacional
,
elaborada en septiembre de 2002 y famosa por su apoyo a la guerra
preventiva
,
también hace hincapié en la necesidad de promover la democracia
como forma de luchar contra el terrorismo y fomentar la paz. El programa de
los Retos del Milenio asigna parte de la ayuda exterior de Estados Unidos a
distintos países dependiendo de sus avances en relación con varias
medidas de democratización y el Estado de Derecho. El firme apoyo de
la Casa Blanca a la promoción de la democracia en Oriente Medio –a
pesar del caos de Irak y el antiamericanismo creciente en el mundo árabe– es
una muestra de la fuerza emocional y retórica del liberalismo.

En muchos aspectos, la afirmación de que el liberalismo es una guía
política sensata cuenta con muchos datos que la respaldan. Durante las
dos últimas décadas, la tesis de que las instituciones y los
valores democráticos ayudan a los Estados a cooperar entre sí ha
sido una de las que han merecido estudios más profundos en todas las
ciencias sociales y ha salido razonablemente bien parada. De hecho, se ha dicho
que la opinión de que las democracias nunca se enfrentan mutuamente
en guerras es lo más parecido que tenemos a una ley
de hierro
en las
ciencias sociales.

Pese a su enérgica
defensa de las virtudes de la democracia, la Administración Bush
ha demostrado poca paciencia con la importancia que el liberalismo otorga
a las instituciones internacionales

Pero la teoría tiene varios corolarios muy importantes, que la Administración
Bush ha pasado por alto al mismo tiempo que utiliza el aspecto de la promoción
de la democracia. Los influyentes artículos del politólogo de
la Universidad de Columbia Michael Doyle sobre la paz democrática advierten
de que, aunque las democracias nunca se enfrentan entre sí, tienen tendencia
a emprender luchas mesiánicas contra regímenes autoritarios y
guerreros para "hacer que la democracia esté segura en el mundo".
Fue precisamente la tendencia de Estados Unidos a oscilar entre la cruzada
farisaica y el aislacionismo cínico la que empujó a los realistas
de la guerra fría a proponer una política exterior más
calculada y prudente. Los países en transición hacia la democracia
y con instituciones políticas débiles tienen más probabilidades
que otros Estados de verse inmiscuidos en guerras internacionales y civiles.
En los últimos 15 años, los experimentos de democracia electoral
de masas se han visto seguidos de guerras o situaciones de violencia civil
a gran escala en países como Armenia, Burundi, Etiopía, Indonesia,
Rusia y la antigua Yugoslavia. En parte, esa violencia es producto de las exigencias
de autodeterminación nacional de grupos étnicos enfrentados,
un problema frecuente en las democracias nuevas y multiétnicas. Más
importante aún, las democracias incipientes suelen tener instituciones
políticas recién nacidas que no saben encauzar las demandas populares
en direcciones constructivas ni obligar a grupos rivales a alcanzar compromisos
creíbles. En esta situación, la responsabilidad democrática
es imperfecta y los políticos nacionalistas tienen capacidad para secuestrar
el debate público.

La teoría liberal contemporánea señala también
que la extensión de la marea democrática crea la suposición
de que todas las naciones tienen derecho a disfrutar de la autodeterminación.
Las que quedan al margen pueden iniciar campañas de violencia para garantizar
sus derechos democráticos. Algunos de estos movimientos orientan su
lucha contra Estados democráticos o semidemocráticos a los que
consideran potencias ocupantes: Argelia en los años 50, Chechenia, Palestina
o la región tamil en la Sri Lanka actual. La violencia también
puede ir dirigida contra demócratas que apoyan a regímenes represivos,
lo que ocurre con el respaldo de Estados Unidos a los Gobiernos de Arabia Saudí y
Egipto. Los regímenes democráticos constituyen buenos objetivos
para la violencia terrorista de los movimientos de liberación nacional
precisamente porque responden ante un electorado que se preocupa por los costes.

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Tampoco tienen claro los estudiosos contemporáneos del liberalismo
que la democracia y el liberalismo económico puedan siempre cohabitar.
El libre comercio y la globalización que promueven las democracias avanzadas,
a menudo, sacuden a las sociedades en transición. La penetración
en los mercados mundiales de sociedades que se rigen por el clientelismo y
el proteccionismo puede perturbar las relaciones sociales y provocar conflictos
y disputas entre posibles ganadores y perdedores. Hasta ahora, la expansión
de China, alimentada por el comercio, ha servido de incentivo para mejorar
sus relaciones con las democracias avanzadas, pero también ha preparado
el terreno para un posible enfrentamiento entre los empresarios de la costa,
relativamente ricos, y las masas rurales que aún viven en la pobreza.

A pesar de su enérgica defensa de las virtudes de la democracia, la
Administración Bush ha demostrado tener poca paciencia con estas complejidades
del pensamiento liberal o con la importancia que otorga a las instituciones
internacionales. En vez de intentar garantizar a otras potencias que Estados
Unidos iba a respetar un orden constitucional, Bush "retiró su
firma" del estatuto de la Corte Penal Internacional, rechazó el
Acuerdo de Kioto, dictó a Rusia unas modificaciones inapelables de los
tratados sobre armas nucleares e invadió Irak a pesar de la oposición
en Naciones Unidas y de varios de sus aliados.

La teoría liberal reciente hace unas críticas muy meditadas
a las decisiones políticas del gobierno. Poco antes del 11-S, el politólogo
G. John Ikenberry estudió los intentos de establecer un orden internacional
por parte de los vencedores en las luchas hegemónicas de 1815, 1919,
1945 y 1989. Su argumento era que hasta el vencedor más poderoso necesita
obtener la cooperación voluntaria de los vencidos y otros Estados débiles
mediante el ofrecimiento de un trato que resulte atractivo a las dos partes,
plasmado en un orden constitucional internacional. Los vencedores democráticos,
descubrió, tienen las mejores posibilidades de crear un orden constitucional
eficaz –como el sistema de Bretton Woods después de la Segunda
Guerra Mundial–, porque su transparencia y su respeto de la legalidad
dan credibilidad a sus promesas.

¿Desmiente la resistencia de la Administración Bush a desarrollar
instituciones la versión que ofrece Ikenberry de la teoría liberal?
Algunos realistas dicen que sí y que los últimos acontecimientos
muestran que las instituciones internacionales no bastan para contener a una
potencia hegemónica. No obstante, las instituciones internacionales
pueden ayudar a coordinar unos resultados que, a largo plazo, beneficien tanto
a la potencia hegemónica como a los Estados más débiles.
Ikenberry no afirmaba que las democracias hegemónicas sean incapaces
de cometer errores. Los Estados pueden actuar sin tener en cuenta los incentivos
que supone su posición en el sistema internacional, pero, en ese caso,
sufrirán
las consecuencias y probablemente aprenderán la vía apropiada.
Ante la postura unilateralista de Bush, Ikenberry escribió que los incentivos
para que EE UU encabece la creación de un orden constitucional multilateral
siguen siendo muy fuertes. Tarde o temprano, el péndulo regresará.

EL NUEVO DISFRAZ DEL IDEALISMO
El idealismo, la convicción de que la política exterior debe
guiarse por normas éticas y legales, también tiene honda raigambre.
Antes de que la Segunda Guerra Mundial obligara a Washington a reconocer que
la realidad no era tan impoluta, el secretario de Estado, Henry Stimson, denigraba
sin cesar el espionaje porque "un caballero no lee el correo de otro".
Durante la guerra fría, ese ingenuo idealismo cobró mala fama
en los pasillos kissingerianos del poder y entre los estudiosos de tendencia
realista. Hace poco, una nueva versión del idealismo –que sus
doctos defensores llaman constructivismo– volvió a ocupar un lugar
destacado en los debates sobre la teoría de las relaciones internacionales.
El constructivismo, que sostiene que la realidad social se construye a través
de debates sobre los valores, utiliza muchas veces los mismos temas que los
activistas de los derechos humanos y la justicia internacional. Los últimos
acontecimientos parecen justificar la reaparición de esta teoría.
Una teoría que da prioridad al papel de las ideologías, las identidades,
la persuasión y las redes transnacionales tiene que ser muy importante
a la hora de interpretar el mundo posterior al 11-S.

Las voces más notables en el desarrollo de la teoría constructivista
son estadounidenses, pero el papel de Europa es significativo. Las corrientes
filosóficas europeas ayudaron a establecer las bases intelectuales de
la teoría constructivista, y la publicación European
Journal of International Relations
es una de las principales vías de difusión
del trabajo constructivista. Pero lo más importante es quizá que
el enfoque de las relaciones internacionales que emplea Europa, cada vez más
legalista y reflejado en el proceso de formación de la Unión
Europea a partir de una serie de Estados soberanos, ofrece un terreno fértil
para las concepciones idealistas y constructivistas de la política internacional.

Los constructivistas creen que los debates sobre las ideas son los pilares
fundamentales de la vida internacional. Tanto los individuos como los grupos
adquieren poder si son capaces de convencer a otros para que acojan sus ideas.
Que la gente comprenda sus intereses depende de las ideas que defienda. A los
constructivistas les parece absurda la idea de un "interés nacional" inmutable
e identificable, que defienden algunos realistas. Los enfoques constructivista
y liberal se solapan, pero son cosas distintas. Los constructivistas dicen
que su teoría es más profunda que las otras porque explica los
orígenes del poder y los intereses que mueven a las teorías rivales.

Para los constructivistas, las transformaciones internacionales nacen de la
labor de empresarios intelectuales que hacen proselitismo de nuevas ideas y
consiguen avergonzar a los actores cuya conducta se aparta de las normas convencionales.
Como consecuencia, los constructivistas suelen estudiar el papel de las redes
activistas transnacionales –como Human Rights Watch o la Campaña
Internacional para la Prohibición de las Minas Antipersonas– en
los cambios. Son grupos que descubren y sacan a la luz información sobre
las violaciones de las normas legales o morales defendidas por las potencias
democráticas, al menos en teoría: las desapariciones durante
la junta militar argentina a finales de los 70, los campos de concentración
en Bosnia o la enorme cantidad de civiles muertos por culpa de las minas terrestres.
Después, utilizan esa publicidad para presionar a los gobiernos con
el fin de que aprueben remedios específicos, como la instauración
de un tribunal de crímenes de guerra para Yugoslavia y la aprobación
de un tratado sobre las minas antipersonas. A menudo emplean argumentos pragmáticos,
no sólo idealistas, pero su poder de convicción característico
nace de la capacidad de destacar las infracciones de las normas más
arraigadas de comportamiento apropiado. Las causas progresistas son las que
más atención reciben por parte de los constructivistas, pero
la teoría también ayuda a explicar la dinámica de las
fuerzas transnacionales antiliberales, como el nacionalismo árabe o
el extremismo islámico. El libro de Michael N. Barnett Diálogos
sobre políticas árabes: negociaciones sobre el orden regional,
de 1998, examina el hecho de que la divergencia entre las fronteras estatales
y las identidades árabes transnacionales de tipo político obliga
a los líderes árabes más vulnerables a disputarse la legitimidad
con los radicales en todo el mundo islámico, una dinámica que,
con frecuencia, deja a los moderados a merced de oportunistas que adoptan posturas
extremas.

El pensamiento constructivista también puede ayudar a tener un conocimiento
más amplio de las ideas y los valores en el orden internacional actual.
En su libro Revoluciones en la soberanía: cómo las ideas determinan
las relaciones internacionales modernas, publicado en 2001, Daniel Philpott
demostraba que la Reforma protestante contribuyó a desintegrar el orden
político medieval y proporcionó una base conceptual para el sistema
moderno de Estados laicos soberanos.

Tras el 11-S, Philpott se centró en el desafío que el islam
político suponía para el orden laico internacional. "Los
atentados y, en general, la reaparición de la religión pública",
dice, deberían hacer que los grandes especialistas en relaciones internacionales "dediquen
muchas más energías a comprender lo que impulsa a unos movimientos
presentes en todo el mundo y que están reorientando objetivos y políticas".
Destaca que tanto los movimientos progresistas de derechos humanos como los
movimientos islámicos radicales poseen estructuras transnacionales y
se mueven por principios, lo cual contradice la tradicional supremacía
de los Estados que se mueven por propio interés en la política
internacional. Como los constructivistas creen que las ideas y los valores
ayudaron a construir el sistema moderno de Estados, suponen que los esfuerzos
intelectuales serán decisivos en su transformación, para bien
o para mal.

No obstante, a la hora de ofrecer consejo, el constructivismo señala
dos direcciones aparentemente incompatibles. La hipótesis de que los órdenes
políticos nacen de una interpretación común pone de relieve
la necesidad de diálogo entre las culturas sobre las reglas del juego
más adecuadas. Esta receta encaja con la importancia que da el liberalismo
a la creación de un orden constitucional internacional por consenso.
Sin embargo, la noción del diálogo entre culturas desentona con
el convencimiento de muchos idealistas de que saben lo que está bien
y lo que está mal. Los idealistas creen que, en esa situación,
su deber fundamental es avergonzar a quienes violan los derechos y convencer
a los actores más poderosos para que promuevan los valores debidos y
exijan responsabilidades a los infractores de acuerdo con las normas internacionales
(en general, occidentales).

Ninguna de las tres tradiciones teóricas tiene gran capacidad de explicar
el cambio, un fallo significativo en tiempos tan turbulentos. Los realistas,
por ejemplo, no predijeron el final de la bipolaridad de la guerra fría.
Incluso después de que se produjera, solían contar con que el
nuevo sistema regresaría a la multipolaridad ("de vuelta al futuro",
lo llamaba John J. Mearsheimer). Del mismo modo, la teoría de la paz
democrática ha acertado más al estudiar lo que ocurriría
cuando los Estados se democratizasen que a la hora de predecir el modelo de
transiciones y consolidaciones democráticas y mucho menos dar recetas
para realizar dichas transiciones de forma pacífica y con éxito.
A los constructivistas se les da bien describir los cambios de normas e ideas,
pero no hablar de las circunstancias materiales e institucionales necesarias
para que surga un consenso sobre nuevos valores e ideas.

Con unas orientaciones tan inciertas desde el ámbito de la teoría,
no es extraño que los responsables políticos, activistas y analistas
caigan presas de ideas simplistas o engañosas sobre cómo realizar
los cambios; por ejemplo, invadiendo Irak o creando una Corte Penal Internacional.

A falta de una buena teoría del cambio, lo más prudente es aprovechar
los análisis de las tres tradiciones teóricas para controlar
la exuberancia irracional de cada una de ellas. Los realistas deben explicar
si las políticas basadas en cálculos de poder poseen suficiente
legitimidad para perdurar. Los liberales tienen que plantearse si las instituciones
democráticas recién nacidas pueden defenderse de los poderosos
intereses que las acosan y de qué forma pueden las instituciones internacionales
controlar a una potencia hegemónica decidida a salirse con la suya.
A los idealistas hay que preguntarles por las condiciones estratégicas,
institucionales o materiales en las que es probable que arraiguen determinadas
ideas.

Las teorías pretenden explicar cómo funciona la política
internacional, pero ninguna lo consigue, ni mucho menos. Al final, una de sus
principales aportaciones no es la de predecir el futuro, sino proporcionar
el vocabulario y el marco conceptual que permitan interpelar con dureza a quienes
están en el poder y piensan que cambiar el mundo es fácil.

¿Algo más?
El artículo de Stephen M. Walt ‘International
Relations: One World, Many Theories’ (FP, primavera de 1998)
es un valioso estudio de este campo. Un ensayo más reciente
es el de Robert Jervis, Theories of War in
an Era of leading Power Peace
(American
Political Science Review
, marzo de 2002).Entre las aportaciones recientes al realismo destaca The
Tragedy of Great Power Politics
, de John J. Mearsheimer (Norton, Nueva
York, 2001). Hay varios análisis importantes de inspiración
realista sobre aspectos derivados del 11-S, entre ellos ‘The
Strategic Logic of Suicide Terrorism’, de Robert A. Pape
(American Political Science Review, agosto de 2003). Un esfuerzo
actual para inyectar realismo en la política exterior estadounidense
es el que se ve en la página web de la coalición
para una política exterior realista. Aunque en este campo,
como en otros, no hay nada mejor que recurrir a los clásicos:
El príncipe, de Nicolás Maquiavelo (Ed. Alianza,
Madrid, 1998), o Leviatán, de Thomas Hobbes (Ed. Alianza,
Madrid, 2004).

Algunas aportaciones recientes al canon liberal son las obras
de Bruce Russett y John R. Oneal, Triangulating
Peace: Democracy, Interdependence, and International Organizations
(Norton, Nueva
York, 2001), y G. John Ikenberry, After Victory:
Institutions, Strategic Restraint, and the Rebuilding of Order
After Major Wars
(Princeton University Press, Princeton, 2001). Para leer sobre
los peligros de la democratización en países con
instituciones débiles, ver Edward D. Mansfield y Jack Snyder,
Electing to Fight: Why Emerging Democracies
Go To War
(MIT Press,
Cambridge, 2005), y Fareed Zakaria, El futuro
de la libertad
(Ed.
Taurus, Madrid, 2003). Charles Krauthammer y Francis Fukuyama han
discutido a propósito de las corrientes del realismo: Krauthammer
argumenta a favor de extender la democracia en ‘Democratic
Realism: An American Foreign Policy for a Unipolar World’,
un discurso pronunciado en el American Enterprise Institute, y
Fukuyama responde en ‘The Neoconservative Movement’ (The
National Interest
, verano de 2004). La réplica de Krauthammer, ‘In
Defense of Democratic Realism’ (The
National Interest
, otoño
de 2004), rechaza las afirmaciones de Fukuyama.

Lean más sobre el constructivismo en Alexander Wendt, Social
Theory of International Politics
(Cambridge University Press, Nueva
York, 1999). Margaret E. Keck y Kathryn Sikkink analizan su funcionamiento
en Activists Beyond Borders: Advocacy Networks
in International Politics
(Cornell University Press, Ithaca, 1998). Más específico
es Mixed Messages: U.S. Human Rights Policy
and Latin America
(Cornell
University Press, Ithaca, 2004), de Sikkink. Una de las más
recientes visiones generales es el libro de Esther Barbé:
Relaciones Internacionales (Ed. Tecnos, Madrid, 2003).

 

Se supone que las teorías de las relaciones internacionales
nos explican cómo funciona el mundo. Es una tarea difícil y hasta
las mejores explicaciones se
quedan cortas. Pero sí pueden ver más allá de las etiquetas
simplistas que
dominan las discusiones sobre política exterior. Incluso en un mundo
en drástica transformación, las teorías clásicas
tienen mucho que decir.
Jack Snyder

La Administración Bush se ha sometido a dolorosas investigaciones para
intentar averiguar qué falló el 11 de septiembre de 2001. Se
exige que los servicios de información sufran una reestructuración
radical; el Ejército ha dado un giro brusco, dispuesto a enfrentarse
a un nuevo enemigo, y se ha creado un nuevo y amplio organismo federal encargado
de coordinar la seguridad del país. Pero ¿reveló el 11-S
un fracaso de la teoría equiparable a los fallos políticos y
de los servicios de información? Las teorías de siempre sobre
el funcionamiento del mundo siguen dominando el debate teórico. En vez
de cambiar por completo, los especialistas han adaptado las teorías
existentes a las nuevas realidades. ¿Ha dado resultado este método? ¿Todavía
tiene algo que decir la teoría de las relaciones internacionales a los
responsables políticos?

Hace seis años, el politólogo Stephen M. Walt publicó un
estudio muy citado sobre la materia (‘Un mundo, muchas teorías’).
En él distinguía tres enfoques dominantes: realismo, liberalismo
y una forma actualizada de idealismo que llamaba "constructivismo".
Walt afirmaba que estas teorías dan forma tanto al discurso público
como al análisis político. El realismo se centra en el cambio
del reparto de poder entre los Estados. El liberalismo destaca el número
creciente de democracias y la turbulencia de las transiciones democráticas.
El idealismo explica las reglas cambiantes de la soberanía, los derechos
humanos y la justicia internacional, además de la fuerza cada vez mayor
de las ideas religiosas en la política.

La influencia de estas concepciones intelectuales va mucho más allá de
las aulas universitarias y los claustros. Los responsables políticos
y los analistas aluden a elementos de todas estas teorías cuando proponen
soluciones para los problemas de la seguridad mundial. El presidente George
W. Bush promete luchar contra el terrorismo mediante la propagación
de la democracia a Oriente Medio y afirma que los escépticos "que
se llaman a sí mismos ‘realistas’… han perdido contacto
con una realidad fundamental", que "EE UU siempre está más
seguro cuando la libertad está en camino". Con un tono más
ecléctico, la consejera nacional de Seguridad, Condoleezza Rice, antigua
profesora de Ciencia Política en la Universidad de Stanford, explica
que la doctrina de Bush es una amalgama de realismo pragmático y liberalismo
wilsoniano. John Kerry dijo algo muy parecido: "Nuestra política
exterior sólo ha alcanzado niveles de grandeza", ha declarado, "cuando
ha combinado realismo e idealismo".

La teoría sobre las relaciones internacionales también impregna
las ideas de los intelectuales que traducen y divulgan las ideas en el mundo
académico. Por ejemplo, durante el pasado verano, dos influyentes artífices
del pensamiento neoconservador en Estados Unidos, el columnista Charles Krauthammer
y el politólogo Francis Fukuyama, se enfrentaron sobre las repercusiones
de estos paradigmas conceptuales en la política estadounidense respecto
a Irak. Krauthammer defendió la política del Gobierno Bush y
propuso una mezcla agresiva de liberalismo y realismo que llamó "realismo
democrático". Fukuyama afirmó que la fe de Krauthammer
en el uso de la fuerza y la viabilidad del cambio democrático en Irak
le impide ver la falta de legitimidad de la guerra, un fallo que "perjudica
tanto a la parte realista de nuestro programa, al disminuir nuestro poder real,
como a la parte idealista, porque disminuye nuestro atractivo como encarnación
de determinados valores e ideas".

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En realidad, cuando el realismo, el liberalismo y el idealismo se incorporan
al terreno de las decisiones políticas y el debate público, pueden
acabar siendo meros adornos que esconden unas concepciones simplistas del mundo.
No obstante, debidamente interpretados, sus repercusiones políticas
son sutiles y contienen múltiples aspectos. El realismo infunde una
apreciación pragmática de la función del poder, pero también
advierte de que los Estados sufrirán si caen en excesos. El liberalismo
destaca las posibilidades de colaboración de las democracias estables,
sobre todo cuando se unen a través de instituciones realmente activas,
pero también previene sobre la tendencia de las democracias a emprender
cruzadas contra las tiranías y la facilidad de las democracias incipientes
para caer en un caos étnico lleno de violencia. El idealismo subraya
que todo orden político estable debe apoyarse en un consenso sobre los
valores, pero, al mismo tiempo, reconoce que, para forjar dicho consenso, a
veces es necesaria una lucha ideológica que puede provocar conflictos.

¿ES REALISTA EL REALISMO?
La base del realismo es la idea de que las relaciones internacionales son una
lucha por el poder entre Estados que defienden sus propios intereses. Si
bien algunas de las estrellas del realismo son muy pesimistas al hablar de
la naturaleza humana, ésta no es una teoría de la desesperación.
Los Estados perspicaces pueden atenuar las causas de la guerra si encuentran
formas de disminuir el peligro que representan unos para otros. Además,
el realismo no tiene por qué ser amoral; sus defensores subrayan que,
de hecho, un pragmatismo despiadado puede crear un mundo más pacífico,
aunque no sea perfecto.

En las democracias liberales,
el realismo es la teoría que todos dicen odiar. Pretende ser un
antídoto
contra la fe ingenua en que las instituciones y las leyes internacionales
bastan para mantener la paz

En las democracias liberales, el realismo es la teoría que todos dicen
odiar. El realismo, nacido en Europa al terminar la Segunda Guerra Mundial,
pretendía ser un antídoto contra la fe ingenua en que las instituciones
y leyes internacionales bastaban para mantener la paz, una idea equivocada
que, según la nueva generación de estudiosos, había preparado
el terreno para la guerra. En las últimas décadas, el enfoque
realista lo han expresado, sobre todo, teóricos estadounidenses, pero
también cuenta con numerosos seguidores fuera del país. El influyente
escritor y editor alemán Josef Joffe ha hecho elocuentes comentarios
sobre las sólidas tradiciones realistas de su país. (Consciente
de la desmesurada importancia del poder de Estados Unidos para el desarrollo
europeo, Joffe dijo en una ocasión que EE UU era "el chupete de
Europa"). La actual política exterior de China se basa en ideas
realistas que se remontan a varios milenios. Al mismo tiempo que moderniza
su economía y se incorpora a instituciones internacionales como la OMC,
se comporta de una manera que los realistas conocen bien: desarrolla su Ejército
a ritmo lento pero seguro, a medida que aumenta su poder económico,
y evita un enfrentamiento con las fuerzas de Estados Unidos, que son superiores.

El realismo tiene razón en algunos de sus análisis del mundo
posterior al 11-S. A los realistas no les sorprenden ni la ininterrumpida importancia
de la fuerza militar ni la persistencia de los conflictos, incluso en esta época
de interdependencia mundial. La virtud más visible de esta teoría
es su capacidad de explicar la enérgica respuesta militar de EE UU a
los atentados terroristas contra las Torres Gemelas. Cuando un Estado se hace
mucho más poderoso que todos sus rivales, los realistas creen que llegará un
momento en el que utilice ese poder para ampliar su dominio, ya sea por motivos
de seguridad, para obtener riquezas o debido a otras razones. Estados Unidos
utilizó su poder militar, a juicio de algunos de manera imperial, en
gran parte porque podía hacerlo.

Más difícil les resulta a los realistas, que parten del Estado
como base, explicar por qué la única superpotencia del mundo
anunció una guerra contra Al Qaeda, una organización terrorista
sin Estado. ¿Cómo pueden interpretar la importancia que tienen
los individuos poderosos y violentos en un mundo formado por Estados? Lo que
destacan los realistas es que las batallas fundamentales de la guerra
contra el terror
se libraron contra dos Estados (Afganistán e Irak) y que son
los Estados, no Naciones Unidas o Human Rights Watch, los que encabezan la
lucha contra el terrorismo. Aunque reconocen la importancia de los actores
independientes y saben que representan una contradicción de sus hipótesis,
la teoría sigue teniendo cosas fundamentales que decir sobre el comportamiento
y la motivación de esos grupos. Por ejemplo, el experto realista Robert
Pape ha dicho que el terrorismo suicida puede ser una estrategia racional y
realista desde la perspectiva de los movimientos de liberación nacional,
que intentan expulsar a las fuerzas democráticas que ocupan su territorio.
Otros especialistas aplican las teorías habituales sobre el conflicto
en la anarquía para explicar el conflicto étnico en los Estados
en desintegración. Los análisis del realismo político –una
tradición intelectual con raíces en la imperecedera filosofía
de Tucídides, Nicolás Maquiavelo y Thomas Hobbes– no están
obsoletos porque algunos grupos no estatales puedan recurrir hoy a la violencia.

Podría considerarse
que la oposición francesa y alemana a la reciente política
estadounidense es un caso clásico de equilibrio, pero no presentan
resistencia militar al dominio de la superpotencia

Los acontecimientos posteriores al 11-S parecen restar fuerza a uno de los
conceptos fundamentales del realismo: el equilibrio de poder. La doctrina realista
habitual predice que los Estados más débiles se alían
para protegerse de los más fuertes y, de esa manera, forman una y otra
vez equilibrios de poder. Así, cuando Alemania se unificó, a
finales del siglo xix, y se convirtió en la principal potencia militar
e industrial de Europa, Rusia y Francia (y, más tarde, Gran Bretaña)
se aliaron para contrarrestar su poder. Sin embargo, ninguna combinación
de Estados o potencias de otro tipo es capaz de desafiar militarmente a EE
UU y no existe ninguna coalición de equilibrio inminente. Los realistas
se desviven por encontrar una manera de llenar el hueco que se ha abierto en
el centro de su teoría. Algunos teóricos especulan que la distancia
geográfica de Estados Unidos y sus intenciones relativamente benignas
han atenuado el instinto de compensación. Las potencias de segunda categoría
tienden a estar más preocupadas por sus vecinos inmediatos e incluso
consideran a
EE UU como una fuente de estabilidad en regiones como el Este de Asia. Otros
insisten en que la resistencia armada en Irak, Afganistán y otros lugares,
más la lentitud de los aliados a la hora de actuar, constituyen un principio
de equilibrio frente a la hegemonía estadounidense. Las tensas relaciones
de Washington con Europa ofrecen pruebas ambiguas: se podría considerar
que la oposición francesa y alemana a la reciente política estadounidense
es un caso clásico de equilibrio, pero no presentan resistencia militar
al dominio de la superpotencia. Lo que estos países han hecho ha sido
intentar socavar la legitimidad moral de EE UU y obligarle a respetar los límites
de una red de instituciones multilaterales y regímenes de tratados;
no lo que predice la teoría realista convencional. No obstante, el realismo
sigue vivo y coleando. A pesar de los cambios en las configuraciones de poder,
los realistas siguen defendiendo que las decisiones políticas deben
basarse en posiciones de fuerza real, no en bravuconerías huecas ni
falsas esperanzas de un mundo sin conflictos.

La escuela liberal en la teoría de las relaciones internacionales,
cuyos más famosos defensores fueron el filósofo alemán
Emmanuel Kant y el presidente estadounidense Woodrow Wilson, sostiene que el
realismo posee una visión atrofiada, incapaz de explicar el progreso
en las relaciones entre países. Los liberales preven un alejamiento
lento pero inexorable del mundo anárquico de los realistas a medida
que el comercio y las finanzas forjen vínculos entre las naciones y
las reglas democráticas se extiendan. Como los dirigentes electos deben
responder ante el pueblo (que es el que soporta el peso de la guerra), los
liberales confían en que las democracias no se atacarán mutuamente.
Muchos liberales creen además que el Estado de Derecho y la transparencia
de los procesos democráticos facilitan la cooperación internacional,
especialmente cuando están consagrados en instituciones multilaterales.

EL LIBERALISMO DIVIDIDO
El liberalismo tiene una presencia tan poderosa que todo el espectro político
de Estados Unidos, desde los neoconservadores hasta los defensores de los derechos
humanos, lo considera evidente. Fuera de Estados Unidos también ha tomado
cuerpo la idea liberal de que los gobiernos elegidos son los únicos
legítimos y políticamente fiables. Por consiguiente, no extraña
que, como respuesta a los problemas de seguridad actuales, se invoquen constantemente
los principios liberales. Sin embargo, en los últimos años se
ha producido un tira y afloja permanente entre distintas corrientes del pensamiento
liberal. En especial, los partidarios y los detractores del Gobierno Bush han
destacado elementos muy distintos del canon liberal.

La Administración Bush considera prioritario promover la democracia
y, al mismo tiempo, da la espalda a las instituciones internacionales que defienden
casi todos los teóricos liberales. La Estrategia
de Seguridad Nacional
,
elaborada en septiembre de 2002 y famosa por su apoyo a la guerra
preventiva
,
también hace hincapié en la necesidad de promover la democracia
como forma de luchar contra el terrorismo y fomentar la paz. El programa de
los Retos del Milenio asigna parte de la ayuda exterior de Estados Unidos a
distintos países dependiendo de sus avances en relación con varias
medidas de democratización y el Estado de Derecho. El firme apoyo de
la Casa Blanca a la promoción de la democracia en Oriente Medio –a
pesar del caos de Irak y el antiamericanismo creciente en el mundo árabe– es
una muestra de la fuerza emocional y retórica del liberalismo.

En muchos aspectos, la afirmación de que el liberalismo es una guía
política sensata cuenta con muchos datos que la respaldan. Durante las
dos últimas décadas, la tesis de que las instituciones y los
valores democráticos ayudan a los Estados a cooperar entre sí ha
sido una de las que han merecido estudios más profundos en todas las
ciencias sociales y ha salido razonablemente bien parada. De hecho, se ha dicho
que la opinión de que las democracias nunca se enfrentan mutuamente
en guerras es lo más parecido que tenemos a una ley
de hierro
en las
ciencias sociales.

Pese a su enérgica
defensa de las virtudes de la democracia, la Administración Bush
ha demostrado poca paciencia con la importancia que el liberalismo otorga
a las instituciones internacionales

Pero la teoría tiene varios corolarios muy importantes, que la Administración
Bush ha pasado por alto al mismo tiempo que utiliza el aspecto de la promoción
de la democracia. Los influyentes artículos del politólogo de
la Universidad de Columbia Michael Doyle sobre la paz democrática advierten
de que, aunque las democracias nunca se enfrentan entre sí, tienen tendencia
a emprender luchas mesiánicas contra regímenes autoritarios y
guerreros para "hacer que la democracia esté segura en el mundo".
Fue precisamente la tendencia de Estados Unidos a oscilar entre la cruzada
farisaica y el aislacionismo cínico la que empujó a los realistas
de la guerra fría a proponer una política exterior más
calculada y prudente. Los países en transición hacia la democracia
y con instituciones políticas débiles tienen más probabilidades
que otros Estados de verse inmiscuidos en guerras internacionales y civiles.
En los últimos 15 años, los experimentos de democracia electoral
de masas se han visto seguidos de guerras o situaciones de violencia civil
a gran escala en países como Armenia, Burundi, Etiopía, Indonesia,
Rusia y la antigua Yugoslavia. En parte, esa violencia es producto de las exigencias
de autodeterminación nacional de grupos étnicos enfrentados,
un problema frecuente en las democracias nuevas y multiétnicas. Más
importante aún, las democracias incipientes suelen tener instituciones
políticas recién nacidas que no saben encauzar las demandas populares
en direcciones constructivas ni obligar a grupos rivales a alcanzar compromisos
creíbles. En esta situación, la responsabilidad democrática
es imperfecta y los políticos nacionalistas tienen capacidad para secuestrar
el debate público.

La teoría liberal contemporánea señala también
que la extensión de la marea democrática crea la suposición
de que todas las naciones tienen derecho a disfrutar de la autodeterminación.
Las que quedan al margen pueden iniciar campañas de violencia para garantizar
sus derechos democráticos. Algunos de estos movimientos orientan su
lucha contra Estados democráticos o semidemocráticos a los que
consideran potencias ocupantes: Argelia en los años 50, Chechenia, Palestina
o la región tamil en la Sri Lanka actual. La violencia también
puede ir dirigida contra demócratas que apoyan a regímenes represivos,
lo que ocurre con el respaldo de Estados Unidos a los Gobiernos de Arabia Saudí y
Egipto. Los regímenes democráticos constituyen buenos objetivos
para la violencia terrorista de los movimientos de liberación nacional
precisamente porque responden ante un electorado que se preocupa por los costes.

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Tampoco tienen claro los estudiosos contemporáneos del liberalismo
que la democracia y el liberalismo económico puedan siempre cohabitar.
El libre comercio y la globalización que promueven las democracias avanzadas,
a menudo, sacuden a las sociedades en transición. La penetración
en los mercados mundiales de sociedades que se rigen por el clientelismo y
el proteccionismo puede perturbar las relaciones sociales y provocar conflictos
y disputas entre posibles ganadores y perdedores. Hasta ahora, la expansión
de China, alimentada por el comercio, ha servido de incentivo para mejorar
sus relaciones con las democracias avanzadas, pero también ha preparado
el terreno para un posible enfrentamiento entre los empresarios de la costa,
relativamente ricos, y las masas rurales que aún viven en la pobreza.

A pesar de su enérgica defensa de las virtudes de la democracia, la
Administración Bush ha demostrado tener poca paciencia con estas complejidades
del pensamiento liberal o con la importancia que otorga a las instituciones
internacionales. En vez de intentar garantizar a otras potencias que Estados
Unidos iba a respetar un orden constitucional, Bush "retiró su
firma" del estatuto de la Corte Penal Internacional, rechazó el
Acuerdo de Kioto, dictó a Rusia unas modificaciones inapelables de los
tratados sobre armas nucleares e invadió Irak a pesar de la oposición
en Naciones Unidas y de varios de sus aliados.

La teoría liberal reciente hace unas críticas muy meditadas
a las decisiones políticas del gobierno. Poco antes del 11-S, el politólogo
G. John Ikenberry estudió los intentos de establecer un orden internacional
por parte de los vencedores en las luchas hegemónicas de 1815, 1919,
1945 y 1989. Su argumento era que hasta el vencedor más poderoso necesita
obtener la cooperación voluntaria de los vencidos y otros Estados débiles
mediante el ofrecimiento de un trato que resulte atractivo a las dos partes,
plasmado en un orden constitucional internacional. Los vencedores democráticos,
descubrió, tienen las mejores posibilidades de crear un orden constitucional
eficaz –como el sistema de Bretton Woods después de la Segunda
Guerra Mundial–, porque su transparencia y su respeto de la legalidad
dan credibilidad a sus promesas.

¿Desmiente la resistencia de la Administración Bush a desarrollar
instituciones la versión que ofrece Ikenberry de la teoría liberal?
Algunos realistas dicen que sí y que los últimos acontecimientos
muestran que las instituciones internacionales no bastan para contener a una
potencia hegemónica. No obstante, las instituciones internacionales
pueden ayudar a coordinar unos resultados que, a largo plazo, beneficien tanto
a la potencia hegemónica como a los Estados más débiles.
Ikenberry no afirmaba que las democracias hegemónicas sean incapaces
de cometer errores. Los Estados pueden actuar sin tener en cuenta los incentivos
que supone su posición en el sistema internacional, pero, en ese caso,
sufrirán
las consecuencias y probablemente aprenderán la vía apropiada.
Ante la postura unilateralista de Bush, Ikenberry escribió que los incentivos
para que EE UU encabece la creación de un orden constitucional multilateral
siguen siendo muy fuertes. Tarde o temprano, el péndulo regresará.

EL NUEVO DISFRAZ DEL IDEALISMO
El idealismo, la convicción de que la política exterior debe
guiarse por normas éticas y legales, también tiene honda raigambre.
Antes de que la Segunda Guerra Mundial obligara a Washington a reconocer que
la realidad no era tan impoluta, el secretario de Estado, Henry Stimson, denigraba
sin cesar el espionaje porque "un caballero no lee el correo de otro".
Durante la guerra fría, ese ingenuo idealismo cobró mala fama
en los pasillos kissingerianos del poder y entre los estudiosos de tendencia
realista. Hace poco, una nueva versión del idealismo –que sus
doctos defensores llaman constructivismo– volvió a ocupar un lugar
destacado en los debates sobre la teoría de las relaciones internacionales.
El constructivismo, que sostiene que la realidad social se construye a través
de debates sobre los valores, utiliza muchas veces los mismos temas que los
activistas de los derechos humanos y la justicia internacional. Los últimos
acontecimientos parecen justificar la reaparición de esta teoría.
Una teoría que da prioridad al papel de las ideologías, las identidades,
la persuasión y las redes transnacionales tiene que ser muy importante
a la hora de interpretar el mundo posterior al 11-S.

Las voces más notables en el desarrollo de la teoría constructivista
son estadounidenses, pero el papel de Europa es significativo. Las corrientes
filosóficas europeas ayudaron a establecer las bases intelectuales de
la teoría constructivista, y la publicación European
Journal of International Relations
es una de las principales vías de difusión
del trabajo constructivista. Pero lo más importante es quizá que
el enfoque de las relaciones internacionales que emplea Europa, cada vez más
legalista y reflejado en el proceso de formación de la Unión
Europea a partir de una serie de Estados soberanos, ofrece un terreno fértil
para las concepciones idealistas y constructivistas de la política internacional.

Los constructivistas creen que los debates sobre las ideas son los pilares
fundamentales de la vida internacional. Tanto los individuos como los grupos
adquieren poder si son capaces de convencer a otros para que acojan sus ideas.
Que la gente comprenda sus intereses depende de las ideas que defienda. A los
constructivistas les parece absurda la idea de un "interés nacional" inmutable
e identificable, que defienden algunos realistas. Los enfoques constructivista
y liberal se solapan, pero son cosas distintas. Los constructivistas dicen
que su teoría es más profunda que las otras porque explica los
orígenes del poder y los intereses que mueven a las teorías rivales.

Para los constructivistas, las transformaciones internacionales nacen de la
labor de empresarios intelectuales que hacen proselitismo de nuevas ideas y
consiguen avergonzar a los actores cuya conducta se aparta de las normas convencionales.
Como consecuencia, los constructivistas suelen estudiar el papel de las redes
activistas transnacionales –como Human Rights Watch o la Campaña
Internacional para la Prohibición de las Minas Antipersonas– en
los cambios. Son grupos que descubren y sacan a la luz información sobre
las violaciones de las normas legales o morales defendidas por las potencias
democráticas, al menos en teoría: las desapariciones durante
la junta militar argentina a finales de los 70, los campos de concentración
en Bosnia o la enorme cantidad de civiles muertos por culpa de las minas terrestres.
Después, utilizan esa publicidad para presionar a los gobiernos con
el fin de que aprueben remedios específicos, como la instauración
de un tribunal de crímenes de guerra para Yugoslavia y la aprobación
de un tratado sobre las minas antipersonas. A menudo emplean argumentos pragmáticos,
no sólo idealistas, pero su poder de convicción característico
nace de la capacidad de destacar las infracciones de las normas más
arraigadas de comportamiento apropiado. Las causas progresistas son las que
más atención reciben por parte de los constructivistas, pero
la teoría también ayuda a explicar la dinámica de las
fuerzas transnacionales antiliberales, como el nacionalismo árabe o
el extremismo islámico. El libro de Michael N. Barnett Diálogos
sobre políticas árabes: negociaciones sobre el orden regional,
de 1998, examina el hecho de que la divergencia entre las fronteras estatales
y las identidades árabes transnacionales de tipo político obliga
a los líderes árabes más vulnerables a disputarse la legitimidad
con los radicales en todo el mundo islámico, una dinámica que,
con frecuencia, deja a los moderados a merced de oportunistas que adoptan posturas
extremas.

El pensamiento constructivista también puede ayudar a tener un conocimiento
más amplio de las ideas y los valores en el orden internacional actual.
En su libro Revoluciones en la soberanía: cómo las ideas determinan
las relaciones internacionales modernas, publicado en 2001, Daniel Philpott
demostraba que la Reforma protestante contribuyó a desintegrar el orden
político medieval y proporcionó una base conceptual para el sistema
moderno de Estados laicos soberanos.

Tras el 11-S, Philpott se centró en el desafío que el islam
político suponía para el orden laico internacional. "Los
atentados y, en general, la reaparición de la religión pública",
dice, deberían hacer que los grandes especialistas en relaciones internacionales "dediquen
muchas más energías a comprender lo que impulsa a unos movimientos
presentes en todo el mundo y que están reorientando objetivos y políticas".
Destaca que tanto los movimientos progresistas de derechos humanos como los
movimientos islámicos radicales poseen estructuras transnacionales y
se mueven por principios, lo cual contradice la tradicional supremacía
de los Estados que se mueven por propio interés en la política
internacional. Como los constructivistas creen que las ideas y los valores
ayudaron a construir el sistema moderno de Estados, suponen que los esfuerzos
intelectuales serán decisivos en su transformación, para bien
o para mal.

No obstante, a la hora de ofrecer consejo, el constructivismo señala
dos direcciones aparentemente incompatibles. La hipótesis de que los órdenes
políticos nacen de una interpretación común pone de relieve
la necesidad de diálogo entre las culturas sobre las reglas del juego
más adecuadas. Esta receta encaja con la importancia que da el liberalismo
a la creación de un orden constitucional internacional por consenso.
Sin embargo, la noción del diálogo entre culturas desentona con
el convencimiento de muchos idealistas de que saben lo que está bien
y lo que está mal. Los idealistas creen que, en esa situación,
su deber fundamental es avergonzar a quienes violan los derechos y convencer
a los actores más poderosos para que promuevan los valores debidos y
exijan responsabilidades a los infractores de acuerdo con las normas internacionales
(en general, occidentales).

Ninguna de las tres tradiciones teóricas tiene gran capacidad de explicar
el cambio, un fallo significativo en tiempos tan turbulentos. Los realistas,
por ejemplo, no predijeron el final de la bipolaridad de la guerra fría.
Incluso después de que se produjera, solían contar con que el
nuevo sistema regresaría a la multipolaridad ("de vuelta al futuro",
lo llamaba John J. Mearsheimer). Del mismo modo, la teoría de la paz
democrática ha acertado más al estudiar lo que ocurriría
cuando los Estados se democratizasen que a la hora de predecir el modelo de
transiciones y consolidaciones democráticas y mucho menos dar recetas
para realizar dichas transiciones de forma pacífica y con éxito.
A los constructivistas se les da bien describir los cambios de normas e ideas,
pero no hablar de las circunstancias materiales e institucionales necesarias
para que surga un consenso sobre nuevos valores e ideas.

Con unas orientaciones tan inciertas desde el ámbito de la teoría,
no es extraño que los responsables políticos, activistas y analistas
caigan presas de ideas simplistas o engañosas sobre cómo realizar
los cambios; por ejemplo, invadiendo Irak o creando una Corte Penal Internacional.

A falta de una buena teoría del cambio, lo más prudente es aprovechar
los análisis de las tres tradiciones teóricas para controlar
la exuberancia irracional de cada una de ellas. Los realistas deben explicar
si las políticas basadas en cálculos de poder poseen suficiente
legitimidad para perdurar. Los liberales tienen que plantearse si las instituciones
democráticas recién nacidas pueden defenderse de los poderosos
intereses que las acosan y de qué forma pueden las instituciones internacionales
controlar a una potencia hegemónica decidida a salirse con la suya.
A los idealistas hay que preguntarles por las condiciones estratégicas,
institucionales o materiales en las que es probable que arraiguen determinadas
ideas.

Las teorías pretenden explicar cómo funciona la política
internacional, pero ninguna lo consigue, ni mucho menos. Al final, una de sus
principales aportaciones no es la de predecir el futuro, sino proporcionar
el vocabulario y el marco conceptual que permitan interpelar con dureza a quienes
están en el poder y piensan que cambiar el mundo es fácil.

¿Algo más?
El artículo de Stephen M. Walt ‘International
Relations: One World, Many Theories’ (FP, primavera de 1998)
es un valioso estudio de este campo. Un ensayo más reciente
es el de Robert Jervis, Theories of War in
an Era of leading Power Peace
(American
Political Science Review
, marzo de 2002).Entre las aportaciones recientes al realismo destaca The
Tragedy of Great Power Politics
, de John J. Mearsheimer (Norton, Nueva
York, 2001). Hay varios análisis importantes de inspiración
realista sobre aspectos derivados del 11-S, entre ellos ‘The
Strategic Logic of Suicide Terrorism’, de Robert A. Pape
(American Political Science Review, agosto de 2003). Un esfuerzo
actual para inyectar realismo en la política exterior estadounidense
es el que se ve en la página web de la coalición
para una política exterior realista. Aunque en este campo,
como en otros, no hay nada mejor que recurrir a los clásicos:
El príncipe, de Nicolás Maquiavelo (Ed. Alianza,
Madrid, 1998), o Leviatán, de Thomas Hobbes (Ed. Alianza,
Madrid, 2004).

Algunas aportaciones recientes al canon liberal son las obras
de Bruce Russett y John R. Oneal, Triangulating
Peace: Democracy, Interdependence, and International Organizations
(Norton, Nueva
York, 2001), y G. John Ikenberry, After Victory:
Institutions, Strategic Restraint, and the Rebuilding of Order
After Major Wars
(Princeton University Press, Princeton, 2001). Para leer sobre
los peligros de la democratización en países con
instituciones débiles, ver Edward D. Mansfield y Jack Snyder,
Electing to Fight: Why Emerging Democracies
Go To War
(MIT Press,
Cambridge, 2005), y Fareed Zakaria, El futuro
de la libertad
(Ed.
Taurus, Madrid, 2003). Charles Krauthammer y Francis Fukuyama han
discutido a propósito de las corrientes del realismo: Krauthammer
argumenta a favor de extender la democracia en ‘Democratic
Realism: An American Foreign Policy for a Unipolar World’,
un discurso pronunciado en el American Enterprise Institute, y
Fukuyama responde en ‘The Neoconservative Movement’ (The
National Interest
, verano de 2004). La réplica de Krauthammer, ‘In
Defense of Democratic Realism’ (The
National Interest
, otoño
de 2004), rechaza las afirmaciones de Fukuyama.

Lean más sobre el constructivismo en Alexander Wendt, Social
Theory of International Politics
(Cambridge University Press, Nueva
York, 1999). Margaret E. Keck y Kathryn Sikkink analizan su funcionamiento
en Activists Beyond Borders: Advocacy Networks
in International Politics
(Cornell University Press, Ithaca, 1998). Más específico
es Mixed Messages: U.S. Human Rights Policy
and Latin America
(Cornell
University Press, Ithaca, 2004), de Sikkink. Una de las más
recientes visiones generales es el libro de Esther Barbé:
Relaciones Internacionales (Ed. Tecnos, Madrid, 2003).

 

Jack Snyder ocupa la cátedra
Robert y Renée Belfer de Relaciones Internacionales en la Universidad
de Columbia.