¿Por qué es preocupante la actual crisis en la traducción literaria?
Uno de los mejores corresponsales de guerra, un personaje increíble que pasó 20 años en Afganistán y que obtuvo casi todos los premios literarios otorgados en Italia; un erudito humanitario de origen turco-francés que ha buscado un punto intermedio entre el islam y el secularismo; un escritor de Eritrea cuya saga épica sobre la historia turbulenta de su país socava las bases de las dos versiones oficiales, la etíope y la estadounidense. Son algunas de las voces más importantes en la actualidad, intelectuales reputados en sus propios países. Sin embargo, seguramente los estadounidenses no hayan oído hablar de Ettore Mo, Abdelwahab Meddeb o Alemseged Tesfai, porque rara vez han sido traducidos al inglés. En el mundo anglosajón, de hecho, las editoriales más importantes son inexplicablemente reacias a cualquier material literario traducido. Las traducciones son sorprendentes en esta época conocida como “la era de la globalización”: en Estados Unidos y en Reino Unido, sólo entre el 2% y el 3% de los libros publicados cada año son traducciones, mientras que en América Latina y en Europa Occidental alcanzan el 35%. Horace Engdahl, cuando era secretario de la Academia sueca, reprendió a Estados Unidos por su literatura pueblerina: “El país está demasiado aislado, demasiado cerrado. No traducen lo suficiente, y apenas participan en el gran diálogo de la literatura”.
Pero esto no es una simple vergüenza nacional: la escasez de traducciones literarias en el mundo anglosajón representa una nueva forma de telón de acero que hemos construido a nuestro alrededor. Hemos elegido bloquear el acceso a la escritura de una gran y significativa parte del mundo, incluidos movimientos y sociedades cuyo potencial impacto político en nuestro país es todavía más amenazador debido a nuestra escasa familiaridad con ellos. Nuestra terca y deliberada ignorancia podría acarrear –y quizás ya lo ha hecho– consecuencias peligrosas. El problema comienza en el sector editorial anglosajón, en el que no sólo se evita la traducción de libros, sino que se rechaza activamente. Éstas pueden llegar a tener éxito comercial (véase el ejemplo de títulos como En el nombre de la rosa o La chica del dragón tatuado, o cualquier novela de Roberto Bolaño), y aun así la mayoría de los editores británicos o estadounidenses se resisten a la idea de publicar traducciones. Hace unos años, un editor de una prestigiosa editorial con gran experiencia me dijo que no podía ni plantearse el hecho de publicar otra traducción, porque ya tenía dos en su catálogo.
Los editores ponen sus propias excusas, por supuesto. Una explicación bastante común pero no muy convincente es que los lectores de libros en inglés se ven, por alguna razón, decepcionados por las traducciones. Esto es sólo un dogma literario que nos hace pensar en la adivinanza “¿qué fue primero, la gallina o el huevo?”: el motivo por el que se publican tan pocas traducciones en el mundo anglosajón ¿se debe a que el público lector de estas traducciones es limitado? No hay duda de que el número de lectores de literatura –en cualquier idioma– está en declive, y por ello aquellos grandes editores entregados a la publicación de obras literarias se enfrentan a grandes dificultades para traer buenos libros al mercado. Pero esto no es culpa de la traducción. Y el hecho de ignorar la literatura traducida no ayuda mucho a solucionar el problema.
La crisis de la traducción literaria no sólo afecta a los lectores de lengua inglesa, afecta a cualquier persona interesada en el conocimiento mundial. Por un lado, el mercado anglosajón es inmenso y está localizado en zonas donde la población tiende a ser lo suficientemente cultivada y próspera como para comprar libros. Además, ya es sabido que un texto debe ser traducido al inglés antes de que un autor pueda ser elegido para el Premio Nobel de Literatura, porque es cierto, quizás con razón, que el inglés es el único idioma que todos los miembros del jurado son capaces de leer y de comprender. Más significativo es el hecho de que el inglés a menudo sirve como puente lingüístico para la traducción de un libro a un gran número de idiomas asiáticos o africanos. Por ejemplo, para que un libro escrito en español pueda acceder al enorme mercado chino, normalmente se traduce primero al inglés. Al limitar la traducción al inglés de muchos libros estamos cerrando un grifo que fluye no sólo para nosotros, sino también para el resto del mundo.
Lo más importante es que al reducir el número de publicaciones de traducciones literarias nos enfrentamos a una amenaza constante a las libertades civiles. La libertad de intercambio de ideas, entendimientos e intuiciones –una reciprocidad de pensamiento facilitada por los trabajos de la traducción de otras culturas– es fundamental para la existencia de una sociedad libre. Los dictadores lo saben bien: dan una gran importancia al idioma, cómo se utiliza, para qué fines y por quién. Autores encarcelados, libros prohibidos, censura mediática, restricciones en las traducciones, incluso varios intentos de abolir lo que se conoce como lenguas “minoritarias”, son indicaciones claras de que las tiranías se toman muy en serio el acceso a los libros, a los idiomas, a la información y a los distintos pensamientos. Las democracias tienen la obligación de tomarse estos temas incluso más en serio, y en este momento el mundo anglosajón está fracasando en ese aspecto.
Estaría bien que en el mejor de los mundos posibles –el mundo que precede a la construcción de la Torre de Babel– todos los humanos fueran capaces de comunicarse entre ellos y la función de los traductores fuera algo literalmente impensable. Pero vivimos en un mundo en el que cada vez hay menos idiomas, apenas 6.000, un mundo en el que el aislamiento y el nacionalismo devastador están en ascenso y los países están comenzando a construir muros reales y metafóricos a su alrededor.
No creo que esté exagerando cuando digo que la traducción puede ser, tanto para lectores como para escritores, una de las formas de superar el murmullo amenazante de los idiomas incomprensibles y de las fronteras cerradas, para alcanzar el entendimiento mutuo. No es una posibilidad a la que podamos dar la espalda de forma segura.