Una sociedad mexicana estragada por la violencia ha dado a luz al Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, lidera por el escritor Javier Sicilia. Pero, ¿se convertirá este movimiento social en un grupo de presión contra la polémica guerra contra las drogas del gobierno de Calderón?

 









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Para comprender el ascenso en México del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad que encabeza el escritor y periodista Javier Sicilia, es necesario examinar los antecedentes históricos de este tipo de acción política.

Los movimientos sociales en México han sido, desde cuatro décadas atrás, la forma en que la sociedad excluida por el sistema político participa en la vida pública. El régimen de presidencialismo autoritario y partido único en el poder que duró poco más de setenta años y culminó en 2000, comenzó a resquebrajarse por los diversos movimientos sociales que buscaron una mayor apertura democrática y espacios inéditos de participación a favor de los sectores obreros, campesinos, clases medias y etnias, como fue el caso de la insurrección zapatista en Chiapas en 1994, que culminó con la Gran Marcha de 2001 a la Ciudad de México.

Dichos movimientos se han distinguido por su ideología de izquierda y su pretensión progresista, y casi han abandonado la vertiente revolucionaria que le dio carácter a la izquierda latinoamericana hacia mediados del siglo XX para adoptar un reformismo político de dos líneas: la popular a partir de organizaciones de activismo civil y reivindicaciones igualitarias (derechos humanos, defensa de las mujeres, causas ecológicas, sindicales, agrarias, eclesiales, etcétera) y la que mantiene lazos clientelares con partidos políticos registrados, en particular, de izquierda populista.

Debido a dicho enlace partidario, varios movimientos sociales han jugado de forma voluntaria o involuntaria el papel de grupos de presión, sobre todo, en tiempos de elecciones estatales y federales. En medio de la construcción democrática de México, que ha configurado una democracia formal o procedimental, distante de la democracia real, funcional y sustancial que la mayoría de los mexicanos demanda para vivir en una sociedad más igualitaria y menos estragada por la pobreza y la escasez institucional, los movimiento sociales han permitido no sólo acoger grandes causas, como las de sectores desposeídos o marginados, sino que han servido como foro participativo a multitudes y personas que carecen de lugar en la representación partidaria y las organizaciones progubernamentales.

Al ser estos movimientos un efecto del perfil antidemocrático de las instituciones políticas y de las cíclicas crisis económicas que padece el país desde hace cuatro décadas, su presencia en la esfera pública se asocia a tres acciones de expresión colectiva: plantones, protestas y manifestaciones locales y estatales. O bien, marchas interestatales.

Su dinámica de activismo depende casi siempre de algún liderazgo más o menos carismático alrededor del que se agrupa una presencia masiva de participantes de todas las edades. La capacidad de convocatoria que logre el líder de turno ...