El control parlamentario como clave para el funcionamiento del Tratado de Libre Comercio.

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AFP/Gettyimages

No sé si se trata tanto de renovar como de establecer de verdad o, al menos, transformar en algo real para la ciudadanía la relación transatlántica, porque a veces tengo la impresión de que si no lo hacemos la cosa puede derivar en una segunda special relationship como la que los británicos dicen tener con Estados Unidos. Subrayo los británicos, porque parece que al otro lado ni los gobernantes ni los habitantes lo tienen tan claro.

Todos hablamos de valores compartidos, de una historia común, de un espacio geopolítico y geoestratégico (Occidente), de un, cada vez más importante, flujo comercial y económico –a potenciar con el Tratado de Libre Comercio, el TAFTA-, pero considero imprescindible plantearnos iniciativas que la UE ha puesto en marcha con otras zonas del mundo, aunque no todavía con Estados Unidos, o porque nunca se han pensado o porque, sencillamente, se sospecha que allí no interesaría.

Tienen ya años de vida, por ejemplo, el Parlamento Eurolatinoamericano o la Asamblea Parlamentaria Euromediterránea. Pues bien, la aprobación del TAFTA debería implicar un control parlamentario no solo bilateral sobre cada uno de los gobiernos (el estadounidense y el europeo) llamado a aplicarlo, sino también un seguimiento conjunto a llevar a cabo por una cámara compartida. La cámara estaría formada en una proporción similar (50%/50%) por el Congreso de Estados Unidos y el Parlamento Europeo o, en este último caso, por la suma de las delegaciones de la Eurocámara y de los 28 parlamentos nacionales de los Estados miembros.

No estaríamos hablando de un macroparlamento que se reuniese varias veces al año, sino de una asamblea parlamentaria reducida (todavía más si la parte europea se considera representada por el Parlamento de Estrasburgo), con un reglamento ligero y que sesionara una vez cada doce meses con una agenda que incluiría las competencias derivadas del TAFTA y un diálogo político sobre temas de interés común: la democracia y los derechos humanos; la situación internacional; los asuntos culturales, con dos poderes básicos: la comparecencia de los ejecutivos respectivos y la adopción de recomendaciones a los mismos.

El coste sería limitado, nada que temer: de hecho, ya existen multitud de intercambios entre delegaciones parlamentarias de las dos orillas por doquier, protagonizadas en la UE por el Parlamento Europeo o los legislativos nacionales, que incluso podrían aligerarse (o no) a la vista de una ocasión fijada en el calendario en la que todos puedan relacionarse al mismo tiempo sobre temas concretos. Más allá de la abstracción que muchas veces llena –y, en realidad, vacía- las agendas bilaterales.

Claro que dicha Asamblea tendría una Mesa conjunta y dos copresidentes. Ambos órganos garantizarían la continuidad de los trabajos y las decisiones y, en muchos casos, jugarían un papel especialmente útil en momentos relevantes. Por ejemplo, en asuntos de actualidad (como el de espionaje) en los que la esperanza de un lenguaje más claro protagonizado por parlamentarios, menos de madera que el hablado por los gobiernos, obligados –eso al menos piensan ellos- a comunicarse de otro modo.

¿Otro órgano para nada?, pensarán algunos, quizás la gran mayoría de los lectores de este artículo, temerosos de lo que pagarán por vuelos en primera y hoteles de cinco estrellas (ambos evitables, desde luego). Pero yo les digo que es difícil compartir un pensamiento político común entre países si los electos por la ciudadanía no se relacionan de forma regular para ponerlo en práctica. Y eso, en democracia, les corresponde hacerlo a ellas y a ellos.

 

 

 

 

 

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