8 de enero de 1959: Fidel Castro saluda a los habaneros en su entrada a la ciudad. Apenas tenía 32 años.

Un número reciente de la revista Letras Libres convocó a un grupo de escritores e historiadores (David Brading, Friedrich Katz, John Coatsworth, José Emilio Pacheco, Fernando del Paso, Hugo Hiriart…) para que imaginaran pasados alternativos en la historia de México. La derrota de Cortés, la retención de los jesuitas, la autonomía novohispana, el triunfo de los conservadores en la guerra de reforma y la continuidad de la revolución maderista fueron algunos de los ejercicios contrafactuales propuestos. La tesis de la revista, en la línea de algunos teóricos de la historia virtual, como Niall Ferguson y Geoffrey Hawthorn, era que cuanto más plausible es un pasado alternativo más verosímil resulta su invención.

En el caso de la historia de la Revolución Cubana, la más socorrida alternativa ha sido siempre preguntar qué habría pasado si Fulgencio Batista no hubiera dado el golpe de Estado, del 10 de marzo de 1952, contra el saliente Gobierno de Carlos Prío Socarrás. El consenso historiográfico apunta a que si las elecciones de ese año se hubieran producido, habría ganado el candidato del Partido Ortodoxo, Roberto Agramonte, con un programa de gobierno socialdemócrata –semiparlamentarismo, reforma agraria, industrialización, alfabetización, combate de la corrupción, nacionalización de algunas compañías norteamericanas…– similar al de Rómulo Betancourt en Venezuela, José Figueres en Costa Rica o el PRI en México.

Un gobierno así, ubicado en el centro izquierda, que impulsara una democracia nacionalista, suscribiendo con mayor o menor énfasis el anticomunismo que Estados Unidos promovía en la región, difícilmente habría provocado una revolución radical. Como es sabido, la principal demanda de los revolucionarios cubanos, entre 1952 y 1958, provinieran éstos de la ortodoxia, el autenticismo, el Directorio Revolucionario o el Movimiento 26 de Julio, era el restablecimiento de la Constitución de 1940, una Carta Magna que recogía las expectativas fundamentales de aquel consenso socialdemócrata. Una sucesión presidencial pacífica, entre Prío y Agramonte, con alternancia en el poder, de los “auténticos” a los “ortodoxos”, pudo haber sido un pasado virtual de Cuba.

Otro, más difícil de imaginar, sería el de la posibilidad de una transición democrática a partir de las elecciones convocadas por Batista, en 1958, en medio de la confrontación militar entre la dictadura y las guerrillas de la Sierra Maestra y El Escambray. A diferencia de 1952, cuando las razones de Batista para dar el golpe eran poco convincentes y los partidarios del general eran escasos, en 1958 ya había una buena parte de la población –campesinos, estudiantes, obreros, clase media y hasta una porción considerable de las élites económicas– involucrada en el respaldo a la oposición violenta. Frente a los revolucionarios y sus simpatizantes se colocaban los partidarios del régimen y, en el medio, una minoría pacífica como la que apoyó a Carlos Márquez Sterling en las elecciones del 3 de noviembre de aquel año.

Desde 1957 o 1958 es complicado articular una historia contrafactual en Cuba que eluda la vía revolucionaria, debido al deterioro que experimentaron las instituciones republicanas, bajo la dictadura, y a las simpatías populares que despertaba un cambio violento. Habría entonces que desplazar la construcción de un pasado virtual hacia los dos primeros años de la revolución en el poder, es decir, al lapso que va de enero de 1959, cuando se forma el Gabinete de Manuel Urrutia Lleó, y abril de 1961, cuando se declara el “carácter socialista” del Gobierno de Fidel Castro. En esos dos años, la posibilidad de otra Cuba, diferente a la republicana (1902-1958) y diferente a la socialista (1961-2008), fue real.

Esa Cuba que no fue, ideológicamente ubicada en la izquierda no comunista latinoamericana de mediados del siglo xx, pudo haber seguido un itinerario más parecido al de la revolución mexicana. La tesis de que Estados Unidos no habría tolerado, en el Caribe, un gobierno que controlara algunos recursos estratégicos y nacionalizara ciertas empresas norteamericanas, además de alfabetizar a la población, distribuir la propiedad agropecuaria e industrializar el país, se ve cuestionada por las buenas relaciones que Washington mantuvo con el México de Lázaro Cárdenas o con la Venezuela de Acción Democrática. Quienes sostienen esa tesis recurren, casi siempre, al caso de la Guatemala de Jacobo Arbenz, pero la historia diplomática de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba en 1959 y 1960 apunta a que Eisenhower y Kennedy estaban dispuestos a mantener el vínculo con un gobierno nacionalista, democrático o autoritario, que no se aliara con la Unión Soviética.

No hay consenso sobre si el giro comunista en Cuba
fue resultado de una convicción ideológica, de un
cálculo geopolítico o de una estrategia defensiva

Los historiadores cubanos han debatido durante medio siglo cuál fue la principal motivación de Fidel Castro al girar hacia el comunismo y aliarse a la Unión Soviética. No hay consenso sobre si aquella maniobra audaz, que creaba un campo de batalla de la guerra fría a unos kilómetros de Florida, fue resultado de una convicción ideológica, de un cálculo geopolítico, de una estrategia defensiva o una mezcla de estas tres opciones. Lo cierto es que aquel camino, en 1961, no era el único y que quienes lo tomaron no respondían a una demanda popular, a una presión desde las élites políticas o a una expansión de la hegemonía soviética –Moscú, como Washington, se hubiera conformado con una revolución a la mexicana–. La ideología habanera en aquellos años gravitaba, mayoritariamente, hacia la izquierda nacionalista democrática, predominante en América Latina, y el marxismo-leninismo era una doctrina que, con mayor o menor flexibilidad, manejaba un pequeño círculo de intelectuales.

La elección del modelo comunista en Cuba fue, por tanto, un acto de voluntad, racional e indeterminado. Imaginar qué habría pasado si Fidel Castro y sus colaboradores más cercanos no hubieran elegido esa vía deja, entonces, de ser un tópico de la historia contrafactual y se convierte en un evento de la historia revolucionaria real. La mayoría de los líderes de la oposición y el exilio cubanos, en las dos primeras décadas del socialismo, es decir, de 1960 a 1980, por lo menos, pensaba que aquella revolución nacionalista y democrática, inscrita en la izquierda no comunista latinoamericana, era el curso natural que debió seguir la historia contemporánea de Cuba y que el giro al marxismo-leninismo era, en propiedad, una ruptura del consenso ideológico que había logrado la caída de Batista.
De no haberse producido ese golpe de timón, la historia, ya no de Cuba, sino de América Latina y sus relaciones con Estados Unidos y Europa, habría sido distinta. La guerra fría no habría tenido un capítulo latinoamericano tan intenso sin la Cuba socialista. A pesar de los graves problemas sociales y económicos de la región, es difícil imaginar que se hubiera producido un choque frontal, tan costoso, como el de las izquierdas revolucionarias y las dictaduras militares. Ambos fenómenos, el de las guerrillas latinoamericanas y el de los regímenes autoritarios, en los años 60 y 70, son inconcebibles sin la radicalización de las izquierdas populistas que impulsa el socialismo habanero y sin la reacción contra la misma que encabezan las élites, los ejércitos y Washington.

 

OTRA HISTORIA FUE POSIBLE

La esperanza, en el mar: durante los años 90 fueron muchos los cubanos que se hicieron al agua en busca de los cayos de Florida.

Sin un aliado de la Unión Soviética en el Caribe habría sido poco probable que la humanidad hubiera estado al borde de una tercera guerra mundial, esta vez atómica, en 1962, o que el Gobierno de Estados Unidos hubiera tenido que dar cobijo a cientos de miles de exiliados cubanos y a respaldarlos en sus intentos por retomar el hilo de aquella revolución originaria. Sin una Cuba soviética, seguramente, no habría habido embargo comercial, ni Ley de Ajuste Cubano, ni éxodo permanente hacia Florida, ni Alianza para el Progreso, ni una cultura y una política cubanoamericanas tan influyentes, ni un Miami hispano que es ya una zona de contacto entre las dos Américas.

El triunfo de la Revolución Cubana coincidió con el proceso de descolonización en África y Asia, con la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos y con la articulación de una nueva izquierda occidental, como la que protagonizó el movimiento estudiantil de 1968. La relación del socialismo cubano con esos fenómenos no siempre fue fluida, ya que la alianza con Moscú limitaba a La Habana en la práctica de una izquierda heterodoxa. Esa relación se produjo, en buena medida, a través de la figura del Che Guevara, quien desde finales de 1963 desempeñaba un papel marginal dentro de la clase política cubana. El guevarismo fue un movimiento de la izquierda latinoamericana que compartía sólo una parte del programa del socialismo cubano, toda vez que la sovietización de este último era rechazada por el Che ¿Habría existido guevarismo en América Latina sin una Cuba socialista? Tal vez.

Otro tópico recurrente en los discursos de la izquierda latinoamericana contemporánea es el que atribuye al socialismo cubano la emergencia, en la última década, de movimientos y liderazgos como el de Lula en Brasil, Chávez en Venezuela o Morales en Bolivia. Algo de cierto hay en tal percepción, sobre todo, si se toma en cuenta que esos tres líderes son amigos de Fidel Castro desde antes de llegar al poder y viajaron con frecuencia a La Habana mientras formaban parte de la oposición en sus respectivos países. Pero, a diferencia del Chile de Allende o de la Nicaragua del Frente Sandinista, las nuevas izquierdas latinoamericanas, incluida la chavista, se reconocen ideológica e institucionalmente más en la tradición del nacionalismo democrático que en la del marxismo-leninismo. De ahí que el vínculo genealógico de esas izquierdas con el socialismo cubano no pase de ser un gesto retórico de “solidaridad con Cuba”.

En las ideas políticas y en la estrategia pública, las nuevas izquierdas latinoamericanas deben más a la revolución mexicana que a la cubana. Ninguna de esas izquierdas ha propuesto la estatalización de la economía, la creación de un partido único, la ilegitimidad de la oposición, la ausencia de libertades públicas o el enfrentamiento con Estados Unidos. Ninguna de esas izquierdas ha adoptado el marxismo-leninismo como ideología de Estado ni ha acomodado sus políticas educativas y culturales a una rígida filiación doctrinal. Sin embargo, los líderes de esas izquierdas, con el fin de satisfacer a los sectores más radicales que los apoyan y de marcar distancia con Washington, se presentan como herederos de la Revolución Cubana.

Desde otro ángulo de la historia política, es posible pensar que, aunque el socialismo insular deja un legado inservible para los gobiernos latinoamericanos, aún funciona como símbolo de un proyecto de equidad social y resistencia a la hegemonía de Estados Unidos. Ese símbolo no está exento de negatividad, puesto que para los gobiernos de la izquierda latinoamericana, Cuba representa lo que no se debe hacer con tal de avanzar en materia de justicia y soberanía: poner toda la economía en manos del Estado y enfrentarse a Washington. Pero aún así, el símbolo funciona, sobre todo, como una manera expedita de controlar a las oposiciones internas de la izquierda radical y de proyectar una diplomacia autónoma.

Cuando los ideólogos de la isla insisten en que, gracias al socialismo cubano, las nuevas izquierdas latinoamericanas han logrado constituir opciones de gobierno responsable, no dejan de tener razón. Sólo que en la afirmación de una paternidad simbólica ante esas izquierdas, los socialistas cubanos ocultan la discontinuidad institucional que esos gobiernos manifiestan con respecto al modelo insular. El socialismo cubano, con su partido único y su economía de Estado, no pertenece a la familia política de las nuevas izquierdas latinoamericanas sino a la vieja estirpe de los comunismos de Europa del Este. Si ese socialismo finalmente se decide a parecerse a sus izquierdas vecinas, entonces aquel pasado virtual se volverá real y Cuba dejará de ser una excepción latinoamericana.