El proceso de paz entre israelíes y palestinos ha fracasado. Ha llegado el momento de elegir otro camino.

En su discurso ante la reciente conferencia internacional en Egipto para discutir la ayuda a la franja de Gaza, la secretaria de Estado estadounidense, Hillary Clinton, dejó claro que su intención es continuar exactamente la línea emprendida por la Administración Bush, utilizar la ayuda para reforzar al Ejecutivo palestino con sede en Ramala, ignorar al Gobierno de Hamás en Gaza y confiar en que la Autoridad Palestina (AP) tenga el éxito suficiente para ayudar a reabrir el camino hacia una solución de dos Estados.

 
CRIS BOURONCLE/AFP/Getty Images
¿Una paz posible? La secretaria de Estado de EE UU habla sobre la situación en Gaza.

Pero, si los últimos dos años han dejado algo patente, es que ofrecer ayuda a espuertas al presidente Mahmud Abbas y el primer ministro Salam Fayyad de la AP, con la esperanza de que Hamás vaya a desaparecer, al tiempo que se cumple con las formalidades de la diplomacia de dos Estados, sólo abre paso a un futuro más negro.

Ha llegado el momento de escoger otro camino.

Lejos de los focos, oculto tras la fanfarria de la conferencia de Annapolis en 2007, en el último año de la Administración de Bush nació un proceso diplomático menos ambicioso. Hubo negociaciones serias, difíciles y descarnadas entre Israel y Hamás, que Estados Unidos acabó tolerando. Eran unos tratos indirectos y apenas confesados, que excluían de manera específica el reconocimiento y la permanencia. Pero que tal vez sean un punto de partida más realista para Obama.

Las negociaciones abarcan algunos aspectos conocidos: las condiciones para la retirada israelí, cómo debe ser el cese de las hostilidades, el papel de las fuerzas internacionales, la puesta en libertad de los prisioneros, la circulación de mercancías, la vigilancia de las fronteras y el abastecimiento de armas. Sin embargo, están salpicadas de violencia, en vez de planteadas como alternativa, y las dos partes, mientras tanto, proclaman con orgullo su rechazo de la legitimidad del adversario.

Quizá no haya premios Nobel, abrazos triunfantes ni apretones de mano en un estrado rodeado de fotógrafos. Pero trabajar para garantizar el éxito de estas verdaderas negociaciones -y no preocuparse por el siguiente paso hasta inmediatamente después- es un enfoque mucho más prometedor que el de pretender que es posible convencer, presionar y forzar a las partes para lograr un acuerdo amplio en un plazo razonable.

El primer paso debe consistir en establecer un alto el fuego que aproveche el interés común de Israel y Hamás en evitar los combates a corto plazo. El último alto el fuego de este tipo, negociado en junio de 2008, se preparó muy mal, como dejó claro la reciente guerra en Gaza. Se trataba de un acuerdo no escrito y las dos partes tenían distintas interpretaciones de su contenido. El nuevo alto el fuego debe acordarse de manera clara y quizá incluso sobre el papel. Los mediadores deben estar dispuestos a elaborar un pacto que resulte más atractivo a ambos bandos (se puede persuadir a Hamás con cierta apertura de la frontera con Egipto; Israel exigirá serios esfuerzos para detener el suministro de armas al grupo islamista).

Desde luego, dicho alto el fuego sería más difícil de firmar que el anterior. Porque podemos extraer una enseñanza general: en todas partes, Estados Unidos está teniendo que luchar sólo para recuperar lo que podía haber tenido con un coste mucho menor y mucho menos esfuerzo anteriormente. El Gobierno de Bush despilfarró la tranquilidad proporcionada por el último alto el fuego en una labor diplomática superflua, llevada a cabo entre líderes débiles y sin poder. El Ejecutivo de Obama debe tener cuidado de no cometer el mismo error.

En vez de perseguir una paz difícil de alcanzar, el enviado especial de Estados Unidos para Oriente Medio, George Mitchell, debe centrarse en prolongar un alto el fuego a corto plazo para convertirlo en un armisticio a medio plazo, un modus vivendi en el que los israelíes y los palestinos coexistan sin hacerse daño mutuamente durante un periodo de entre cinco y 10 años. Un armisticio tendrá que legalizar una situación que sea tolerable para ambos bandos durante una temporada. Hamás podría actuar con libertad y gobernar; Israel viviría sin miedo a los cohetes y otros ataques contra la población civil. Y ninguno de los dos podría aprovechar ese periodo para imponer cambios permanentes: Israel tendría que aceptar la paralización real de los asentamientos y la organización islamista tendría que aceptar un embargo de armas vigilado por la comunidad internacional.





























           
Tanto los israelíes como los palestinos, cuando tienen varias opciones, están acostumbrados a escoger todas
           

Como es natural, este cambio de estrategia por parte de EE UU provocaría inmediatamente severas críticas por infringir el tabú tradicional de la no negociación con una organización terrorista. Un tabú que, como tantos otros, enturbia las ideas, en lugar de aclararlas.

En primer lugar, el argumento inicial para negarse a negociar con Hamás es que es una forma de fomentar el terrorismo. Sin embargo, Israel sólo estuvo dispuesto a negociar un alto el fuego cuando esta organización lanzó cohetes contra las ciudades israelíes. Lo absurdo es que, cuando Hamás desea ejercer la diplomacia normal en vez de chantaje contra la población civil, se le trata como a un paria.

Pero más grave aún es que el argumento contra “dialogar con Hamás” pierde de vista lo fundamental. Lo importante no es que Washington entable o no discusiones formales con el grupo islamista, sino lo que EE UU dice y hace cuando otros países intentan hablar con él. A este respecto, la propia Administración de Bush dio un discreto giro el año pasado, cuando decidió respaldar la mediación egipcia entre Hamás y Al Fatah.

Un armisticio es lo máximo a lo que se puede aspirar por ahora, pero no puede ser algo definitivo. Por consiguiente, debería servir para que los encargados de negociar la paz se centren en dos tareas a largo plazo.

La primera es fomentar un esfuerzo para reconstruir un sistema político palestino capaz de tomar decisiones. Eso quiere decir tolerar la reconciliación entre Hamás y Al Fatah, siempre que, a la larga, desemboque en elecciones y la alternancia en el gobierno, y no en el reparto permanente del poder y la parálisis.

La segunda prioridad es dejar claro a cada una de las partes que necesita tomar decisiones difíciles. Tanto los israelíes como los palestinos, cuando tienen varias opciones, están acostumbrados a escoger todas. Israel se ha apresurado a construir asentamientos al mismo tiempo que hablaba de la solución de dos Estados; Hamás ha llevado a cabo una labor diplomática y de gobierno mientras continuaba con su sanguinaria versión de la “resistencia”. A corto plazo, muchas veces tiene sentido que los políticos mantengan todas sus opciones. Pero, a la larga, el resultado es fatal para cualquier proceso diplomático.

La única alternativa que se ofrece en la actualidad es negociar una solución de dos Estados como si hubiera una AP capaz de gobernar, sin Hamás, sin guerra civil palestina y sin asentamientos. Y ya hemos visto el resultado.

 

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