Las aspiraciones independentistas de Escocia podrían haber encontrado un nuevo y singular aliado: el auge del nacionalismo inglés. El debate sobre la implantación de un modelo federal en Gran Bretaña está abierto; sus consecuencias trascenderían al resto de la Unión Europea.

 

 

Cuando se habla de reforma constitucional en Gran Bretaña, la atención suele centrarse en Escocia y en el Partido Nacional Escocés (SNP). Pero, aunque resulte irónico, tal vez sean las quejas de los nacionalistas ingleses y las políticas del Partido Conservador las que ejerzan de catalizador. Una disposición poco conocida de los Acuerdos de Viernes Santo podría ser la vía para un nuevo orden constitucional en Gran Bretaña.

Después de que el SNP ganara las elecciones en 2007 y se hiciera con el Gobierno de Edimburgo, surgieron especulaciones sobre las implicaciones para la Constitución británica. El partido propugna la independencia de Escocia y en su programa electoral se comprometía explícitamente a celebrar un referéndum sobre el futuro escocés. Sin embargo, su líder, y hoy primer ministro, Alex Salmond, es un político astuto (muchos analistas, incluso ingleses, opinan que es el político británico con más talento de su generación). Salmond era consciente de que convocando el referéndum demasiado pronto se arriesgaba a una derrota humillante. Aunque una ajustada mayoría de escoceses no se opone a la independencia, son más los  que dudan si una Escocia sujeta a los subsidios de Londres, y en la que el petróleo del Mar del Norte es un activo cada vez menos abundante, puede ser un Estado independiente y económicamente viable. Por eso, la estrategia de Salmond consistió en dejar clara la capacidad de gobernar de su formación y en desarrollar un argumento económico convincente antes de convocar ninguna consulta.

En ambos aspectos ha logrado ciertos avances. El SNP obtiene buenos resultados en las encuestas; en las elecciones parciales ha conseguido uno de los escaños parlamentarios que el laborismo consideraba seguros, y amenaza con hacerse con otro. Mientras tanto, el propio Salmond ha dicho que Escocia debe desarrollar y exportar energías renovables (eólica, hidráulica y maremotriz) y convertirlas en el centro de su progreso económico. Pero sigue sin querer darse prisa con la cuestión de la independencia. Ni siquiera las claras provocaciones de Wendy Alexander, que dirigía el Partido Laborista Escocés (y que fue obligada por el premier británico, Gordon Brown, a dimitir), han conseguido distraerle de su estrategia de firmeza y precaución.

Mientras los escoceses se muestran precavidos, el impulso a la revolución constitucional podría surgir, irónicamente, de los ingleses. Ante todo, hay que comprender que la mayoría se toma el cambio constitucional con relativa tranquilidad. Los últimos años han visto el aumento del nacionalismo inglés: si antes los acontecimientos deportivos y las fiestas nacionales se adornaban con la bandera británica, la Union Jack, ahora van acompañados de la inglesa cruz de San Jorge. En los partidos, el público ha dejado de cantar el himno británico, Dios salve a la Reina, para entonar el Jerusalén, más inglés (“hasta que Jerusalén se construya aquí, en la verde y plácida tierra inglesa”). Esta renovada confianza en su identidad significa que a los ingleses, en general, les interesa menos lo que ocurre al otro lado de la frontera norte, o incluso en la otra orilla del Mar de Irlanda. Desde hace mucho, para desolación de los protestantes de Irlanda del Norte, la mayoría está a favor de la reunificación irlandesa, aunque sólo sea para quitarse el problema de encima. Del mismo modo, consideran que sólo a los escoceses les corresponde decidir sobre su independencia (es más, muchos la apoyarían si así se acabasen los subsidios ingleses a Edimburgo). La postura oficial del Gobierno británico es precavida, pero, con todo, un ministro escocés dijo a un periodista español que si en el referéndum sobre la independencia se obtenía una participación razonable y un voto a favor creíble, Escocia sería independiente: no habría nada que un Gobierno británico pudiera o quisiera hacer para impedirlo.

Una constitución federal podría reducir la resistencia
a una política europea exterior y de defensa más sólida

Lo que sí preocupa cada vez más en Inglaterra es la llamada “cuestión de West Lothian”: quizá sea este asunto, en teoría técnico, el que provoque una revolución constitucional británica. Se trata de que, mientras los miembros escoceses del Parlamento británico pueden votar sobre decisiones que sólo atañen a Inglaterra, además de las que conciernen a toda Gran Bretaña, sus homólogos ingleses no tienen derecho a votar sobre cuestiones que afectan únicamente a Escocia. Estas últimas se debaten en exclusiva en Edimburgo. Esta diferencia adquiere importancia, por ejemplo, cuando los diputados escoceses votan a favor de pagar matrícula en las universidades inglesas, pero el Parlamento escocés decide abolir esta medida en Escocia. Y aún añade más leña al fuego la percepción de que esas medidas sociales y educativas, más generosas, las subvencionan los votantes ingleses. Si “ningún impuesto sin representación” fue el toque a rebato de los revolucionarios norteamericanos en el siglo XVIII, “ningún gasto con representación” se ha convertido, cada vez más, en el grito de guerra de los nacionalistas ingleses en el siglo XXI.

Ha habido muchas propuestas para resolver la cuestión de West Lothian. Hace poco, una comisión parlamentaria sugirió que no se permita a los diputados escoceses votar sobre asuntos que sólo afecten a Inglaterra o a Gales; para ello, se crearía un Gran comité de asuntos ingleses, al que sólo pertenecerían parlamentarios de ese origen. El inconveniente sería que los ministros que fueran escoceses o que ocuparan escaños escoceses no podrían votar sobre políticas que ellos mismos habrían ayudado a formular. En estos momentos uno de ellos sería, por supuesto, Gordon Brown. Las dificultades para resolver la cuestión de West Lothian han aumentado ante las presiones de los nacionalistas ingleses para crear un Parlamento inglés separado que sirva de contrapeso al escocés.

El Partido Conservador abraza cada vez más esa idea. Aunque todavía no forma parte de su programa oficial, y su líder, David Cameron, actúa con cautela, ésa fue la recomendación de un comité interno encabezado por el ex ministro de Exteriores (y escocés) Malcolm Rifkind. Sin embargo, no está claro si ni siquiera un político tan notable como Rifkind es plenamente consciente de las connotaciones de la propuesta. La creación de un Parlamento inglés significaría que, dentro de las islas Británicas, Inglaterra, Escocia e Irlanda del Norte tendrían parlamentos con los mismos poderes (sería inconcebible de otra manera). Aunque la Asamblea de Gales es en la actualidad un organismo menor, habría que elevarlo a la categoría de los otros. Entonces, la Cámara baja británica sólo se ocuparía de cuestiones de ámbito británico (como las grandes infraestructuras), de los asuntos exteriores y de la defensa. Es decir, Gran Bretaña se convertiría en una federación de gobiernos nacionales.

Esta constitución federal podría resolver la cuestión de la independencia de Escocia. La reestructuración de competencias que supondría la creación de un Parlamento inglés dejaría fuera de las asignaciones del Gobierno escocés sólo la defensa y los asuntos exteriores. No está claro si el Partido Nacional Escocés quiere tener independencia en estos ámbitos, sobre todo porque, cada vez más, éstos suelen llevarse a  cabo en el espacio europeo (una tendencia que se reforzará si, por fin, se aprueba el Tratado de Lisboa). En cualquier caso, como dijo en una ocasión un político británico medio en broma, dada la gran proporción de escoceses en las Fuerzas Armadas británicas, si Escocia insistiera en tener un ejército independiente, Inglaterra se quedaría prácticamente indefensa.

 

LA OPORTUNIDAD DEL ULSTER

 

 

 

 

 

 

El rostro de la independencia de Escocia: el primer ministro escocés, Alex Salmond, pasa por ser, para muchos, el político más astuto de Gran Bretaña.

La creación de un Parlamento inglés también tendría consecuencias para Belfast: su inclusión en una Gran Bretaña federada podría impulsarla evolución de la identidad de Irlanda del Norte o del Ulster, distinta de la de Gran Bretaña y de la de Irlanda, y fundamental para la estabilidad de la provincia a largo plazo. Tanto protestantes como católicos sufren crisis de identidad provocadas por el rechazo de las que consideraban sus comunidades madre. Resulta traumático, sobre todo para los primeros, que han pretendido reforzar su identidad mediante la unión con un país, Gran Bretaña, que no los quiere y queestá a su vez fragmentándose en identidades separadas, escocesa e inglesa (¿con cuál de los dos países, Inglaterra o Escocia, quieren mantener la unión los protestantes?). Los católicos también han visto con asombro hasta qué punto ha disminuido el entusiasmo por la reunificación en la República de Irlanda (en la que muchos opinan que los católicos del Norte podrían poner en peligro su reciente crecimiento económico), que ha culminado con la eliminación, en la Constitución irlandesa, de la cláusula acerca de la reivindicación de la soberanía sobre la zona. Rechazados por ambas orillas del mar de Irlanda, protestantes y católicos pueden forjar una nueva identidad del Ulster; en la medida en la que sean capaces de hacerlo, lograrán enterrar los horrores de los últimos cuarenta años y construir una comunidad próspera y estable.

Las propuestas para crear un Parlamento inglés pueden tener incluso repercusiones más allá de la propia Gran Bretaña. La creación de una federación británica de gobiernos nacionales a principios del siglo XX habría hecho seguramente innecesaria la independencia de Irlanda (el apoyo a esta opción se extendió cuando se quedó congelada una propuesta de autonomía mucho más débil, antes de la Primera Guerra Mundial). ¿Podría entrar hoy la República de Irlanda en una nueva federación de las islas Británicas? Aunque no parece probable que se puedan olvidar como si nada 80 años de historia, y aunque la neutralidad irlandesa podría ser un grave obstáculo para la incorporación a cualquier Federación Británica, la posibilidad está prevista, curiosamente, en los Acuerdos de Viernes Santo sobre Irlanda del Norte. Dichos acuerdos establecieron dos nuevas instituciones internacionales: el Consejo Norte-Sur, para coordinar políticas entre el Ejecutivo norirlandés y el Gobierno de Dublín, y el Consejo de las islas. Este último debía compensar a los protestantes por la creación del primero. Sin embargo, sus consecuencias podrían ser más drásticas. El Consejo está formado por representantes de los Gobiernos de Londres, Irlanda del Norte, Gales, Escocia, isla de Man, las islas del Canal y la República de Irlanda, y se supone que debe abordar asuntos que afecten a las islas británicas en su conjunto. En la práctica, debido a la problemática creación de un gobierno en Irlanda del Norte, el Consejo prácticamente no se ha reunido. Pero, si se sustituyera el Gobierno de Gran Bretaña por el de Inglaterra, equivaldría a un Consejo federal de las islas Británicas. No hay duda de que ésa no era la intención de los redactores de los Acuerdos de Viernes Santo.

No está claro cómo afectaría la creación de una federación de las islas Británicas a las relaciones con la Unión Europea. Tanto escoceses como irlandeses han sido tradicionalmente más proeuropeos que los euroescépticos ingleses. La República de Irlanda ya está en la eurozona. Se piensa que los escoceses también adoptarían el euro si pudieran. Una nueva federación británica plantearía cuestiones difíciles sobre los poderes del Consejo Federal: ¿hasta qué punto decidiría la política exterior? ¿Hasta qué punto tendría el control de unas Fuerzas Armadas en las que se integrasen las británicas y las irlandesas? ¿Cómo afectaría eso a la neutralidad y la no pertenencia a la OTAN de Irlanda? La larga historia del conflicto angloirlandés podría hacer que fuera difícil resolver estos aspectos en un contexto británico. En cambio, la promoción de una política exterior y de seguridad europea más integrada trasladaría las áreas más polémicas de Gran Bretaña a Bruselas. Además, en la medida en la que Inglaterra perdiera su poder sobre la política británica, con el contrapeso de una Irlanda reintegrada y una Escocia más segura de sí misma, su euroescepticismo podría debilitarse, y aumentarían las presiones para que, por ejemplo, todas las islas Británicas adoptaran el euro.

No obstante, un proceso federal o confederal en Gran Bretaña no tiene por qué desembocar en más integración con el continente. Las actitudes proeuropeas en Irlanda y Escocia han sido, en general, consecuencia de la necesidad de identificarse frente a una Gran Bretaña dominadora. Dentro de una federación o de una confederación, en la que el Estado británico desaparezca e Inglaterra se convierta en un socio paritario, esta necesidad desaparecerá o disminuirá. Asimismo, el proeuropeísmo celta se ha visto alimentado por un flujo permanente de subsidios de la UE y otros beneficios tangibles, que están mermando con la crisis económica mundial. El sentimiento proeuropeo parece estar perdiendo fuerza y los irlandeses han enfurecido a sus primos continentales con el rechazo del Tratado de Lisboa. Sin esos incentivos proeuropeos quizá habría motivos para que una federación británica se alejara todavía más de Europa. Todas las islas Británicas comparten una cultura política de abajo arriba, que desconfía de cualquier gobierno, que contrasta por completo con la perspectiva de arriba abajo del continente. Al mismo tiempo, en las islas Británicas hay un mayor apego por el libre mercado y por la mínima injerencia del Gobierno en él. Ya hay muchos sectores preocupados por la posibilidad de que la Comisión Europea aproveche la crisis económica actual para impulsar una estrategia económica más corporativista. Con las diferencias fundamentales a propósito de las estrategias políticas y económicas, la evolución de unas islas Británicas federales podría dar a la nueva entidad la confianza necesaria para soltar sus amarras de Bruselas y buscar una relación más estrecha con Estados Unidos o incluso con una Escandinavia igualmente desilusionada.

Aunque parece pura especulación, la situación actual no es sostenible. Todo dependerá, en gran parte, del éxito electoral de los nacionalistas escoceses y los conservadores británicos, principales catalizadores del cambio. Como especie y como analistas, preferimos mucho más la continuidad que el giro radical. Y, como tales, nunca se nos ha dado muy bien prever las discontinuidades (ni las sorpresas geoestratégicas, como la caída de la URSS). En el caso de una revolución constitucional británica, los elementos clave están ahí, como también están las fuerzas impulsoras. Tanto si siguen el camino aquí esbozado como otros, las repercusiones serán profundas para el resto de Europa.

 

DIPLOMACIA PLURAL

Aunque rara vez resulta espectacular en sus formas o en sus contenidos, la proyección internacional de las regiones es una realidad que está transformando silenciosamente nuestra comprensión convencional de la diplomacia.

Pese a las resistencias de los Estados o, por decirlo con más propiedad, de sus gobiernos centrales al despliegue de esta realidad, lo cierto es que de Canadá a Italia, de México a Japón, de Suráfrica a Brasil, de Reino Unido a India, de Argentina a España, los Estados acaban aceptando, aunque siempre con reticencias, una realidad que, pese a su bajo perfil, se ha revelado muy difícil de contener. Por encima de las diferencias en sus ordenamientos constitucionales y de la naturaleza de los diversos sistemas políticos, este proceso adquiere invariablemente la siguiente secuencia: los gobiernos centrales reaccionan de manera airada a las primeras incursiones de sus regiones en el medio internacional, se produce una disputa política, la controversia acaba en los altos tribunales y la jurisprudencia establece unos límites que la realidad vendrá a desbordar y que finalmente, más tarde o más temprano, según la cambiante coyuntura política, serán revisados.

Las dinámicas que impulsan este fenómeno son, sin embargo, profundas y muy variadas. Entre ellas destaca el impacto sobre las economías locales y regionales de la reestructuración productiva global y de las nuevas condiciones de competencia, así como la necesidad de reaccionar y de posicionarse ante tales procesos. Ello explicaría el activismo internacional en las últimas décadas de Ohio, Renania del Norte, Lombardía o Asturias, y de tantas otras regiones de Europa y América del Norte. Todas ellas se vieron obligadas a reaccionar contra su declive industrial. Como también tuvieron que reaccionar Baleares; Sicilia, ante sus nuevos competidores del sur del Mediterráneo en la industria del turismo mundial; Canarias, ante el nuevo régimen comercial del plátano, y otras muchas, envueltas en similares problemas como resultado de sus economías altamente especializadas.

En segundo lugar, la creación de nuevos esquemas de regulación e integración internacional ha tenido importantes implicaciones institucionales sobre los diversos modelos de organización territorial del Estado, particularmente en los Estados de estructura compleja. Las regiones han visto cómo sus competencias constitucionales se veían afectadas por la Unión Europea, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte o el Mercosur, o incluso, con carácter general, por el nuevo régimen global del comercio que establece la OMC. Así, por ejemplo, regiones con fuerte tradición pesquera como Galicia o Terranova se ven enfrentadas por la nueva regulación de las pesquerías en el Atlántico Norte, que escapan a su control e influencia.

Además, las regiones de todo el mundo observan con preocupación cómo les afectan las nuevas dinámicas de seguridad, como el incremento de riesgos medioambientales, los desafíos tecnológicos, la extensión del crimen organizado, la problemática de la inmigración ilegal, entre otros. Tal es la preocupación de las regiones fronterizas entre Bolivia y Chile, que éstas buscan afanosamente el espacio de cooperación económica y medioambiental y de concertación política que no acaban de encontrar sus respectivos gobiernos. Por último, muchas regiones ven, además, con especial atención el impacto sociocultural de tales transformaciones, y deciden desplegar diversas acciones dirigidas a proteger su propia cultura y sus señas de identidad. Éste es el caso de Euskadi en España, Schleswig-Holstein en Alemania, o Bolzano en Italia, pero también Tatarstán en Rusia, Rajastán en India, o Xinjiang en China, entre tantos otros.

 

COMPETENCIA ENTRE REGIONES

Por lo demás, en un contexto de fuerte liberalización económica, la competencia entre regiones de un mismo Estado adquiere tarde o temprano un nuevo perfil internacional. En Canadá, por ejemplo, Alberta y la Columbia Británica se muestran en contra de los compromisos de Kyoto, mientras Ontario y Québec ofrecen su apoyo al Gobierno federal. De igual modo, los Estados del Pacífico mexicano, como Jalisco o Michoacán, intentan competir internacionalmente con el atractivo turístico de Yucatán o Quintana Roo, y para ello buscan sus propios aliados en el exterior. Esto se nota con especial intensidad en los contextos de mayor inestabilidad o polarización política. En Bolivia, las regiones de Beni, Pando o Tarija buscan apoyo internacional frente al proceso constituyente impulsado por el presidente Morales, mientras en Venezuela el nuevo gobernador de Zulia atiende a la prensa internacional que se interesa por la oposición a Chávez.

Pero el conflicto en España rara vez se centra en ámbitos materiales o sustantivos. Aquí el conflicto es sobre todo de orden simbólico. La propia controversia terminológica que rodea la cuestión es reveladora de la tensión inevitable entre las posiciones que dan por válida la centralización característica de las relaciones internacionales y aquellas otras que, por el contrario, cuestionan precisamente esa centralización y, con ello, el sistema de valores sobre el que se edifica. La acción exterior de las regiones parecería cuestionar la política exterior de los Estados, y una nueva paradiplomacia se entrometería en su diplomacia. Aunque eso rara vez sucede de verdad, lo cierto es que en un contexto de creciente complejidad, en el que la multiplicación de las demandas sociocultural de reconocimiento se despliega en el seno de una nueva economía política global integrada, parece imposible detener este impulso hacia la pluralización de la diplomacia. Noé Cornago