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Personas que asisten a la ceremonia de finalización de la reubicación de la sala principal del Templo Yufo, también conocido como el Templo del Buda de Jade, en Shanghai. (STR/AFP/Getty Images)

El periodista Ian Johnson aborda en su libro cómo parte de la población china ha encontrado en la espiritualidad un antídoto contra el vacío moral del desarrollismo económico. El Partido Comunista quiere controlar este proceso.


souls of china goodSouls of China: The return of religion after Mao

Ian Johnson

Pantheon, 2017


Siendo solo un adolescente, Sun Yat-sen, padre fundador de la República China de 1912, inauguró una tradición china que perduraría hasta finales del siglo XX: se dirigió al templo de su pueblo natal y golpeó y destruyó las estatuas religiosas que contenía. En los años 20, las juventudes nacionalistas de su partido, el Kuomintang, se lanzaron a derribar templos tradicionales bajo el lema de “destruir la superstición”. A una escala mucho más brutal, a mitades de los 60, la Revolución Cultural impulsada por Mao Zedong intentó destruir todos los edificios religiosos y tradicionales que encontraba a su paso. Aunque en momentos históricos distintos, el pensamiento de fondo era similar: la religión era un fenómeno –estrechamente vinculado con la vida social y política– que mantenía atrasada a China y a sus gentes, que debían liberarse mediante la ciencia, la modernidad o el marxismo-leninismo. Destruir lo religioso era un paso esencial para que China renaciera.

Décadas después de este fervor antiespiritual, China presenta un panorama muy diferente, aunque marcado por estas cicatrices del pasado. Para Ian Johnson, autor de Souls of China: The return of religion after Mao, la religión vuelve a ser un tema central para los ciudadanos chinos. En un momento de dudas morales y crisis espiritual consecuencia del fuerte desarrollismo económico y la sociedad de consumo, Johnson considera que buena parte de la población china ha optado por la religión para guiar su vida y obtener respuestas. Ya sea por el fuerte auge del cristianismo protestante, la recuperación de la religión popular tradicional china o la práctica privada del taoísmo o budismo en las grandes ciudades, este crecimiento espiritual marcará –según el autor– la China del futuro y, por tanto, el camino que el Partido Comunista debe tomar para mantenerse en el poder.

Souls of China es un libro que, a primera instancia, puede parecer extraño. Está escrito con estilo periodístico –Johnson llegó por primera vez a China en los 80, y ha escrito en varios medios anglosajones de prestigio– pero los acontecimientos que narra son lo opuesto a un hecho noticioso. Se trata, más bien, de una observación minuciosa de las prácticas religiosas que actualmente están llevándose a cabo en el país. Que Johnson dedique decenas de páginas a una peregrinación o a la celebración de un entierro puede parecer raro –y tedioso– al principio, pero al ir avanzando las páginas uno se da cuenta que gracias a estos detalles se puede entender muy bien en qué consiste la espiritualidad china, más allá de la mera teoría antropológica o teológica. A esa observación se suman las tesis de Johnson, que son interesantes y ahondan en un tema crucial que a veces se presenta de manera un poco tópica y folclórica en los medios de comunicación.

La estructura del libro está dividida en diversos personajes y familias que ejemplifican las ramas que forman esta nueva espiritualidad. Por ejemplo, Johnson describe la comunidad protestante china –el grupo religioso que más está aumentando en el país, bastante por delante de los católicos– a través del pastor Wang Yi y su comunidad en la ciudad de Chengdu, en la occidental provincia de Sichuan. Se trata de una iglesia que, por un lado, ayuda económicamente a familiares de disidentes encarcelados pero, al mismo tiempo, defiende unos fuertes valores conservadores y una estructura jerárquica que, irónicamente, tiene algunos paralelismos con el Partido Comunista. Hacen encuentros de discusión teológica donde acuden espías del Gobierno chino; Wang realiza sermones donde, veladamente, realiza críticas al monopolio autoritario-político del poder. Se trata de una de las iglesias protestantes que no pertenecen a la rama aprobada por el Partido Comunista, pero que a la vez no son ilegales, y se mantienen haciendo equilibrios con la policía y las autoridades, siempre vigilantes.

Porque el Partido Comunista, si ve que la situación puede escaparse de su control, aplica su puño de hierro sin miramientos. El caso más relevante sucedió en 1999, cuando el grupo de qigong –mezcla de prácticas espirituales y físicas de base taoísta– Falun Gong realizó la protesta más grande que ha visto China desde las manifestaciones de 1989 en la plaza de Tiananmen. Miles de seguidores de este grupo rodearon Zongnanhai, sede del poder político en Pekín, en protesta por artículos que habían aparecido donde se les acusaba de ser una secta. El Gobierno chino reprimió y eliminó la actividad de Falun Gong, cosa que también hizo desaparecer de la escena pública otros practicantes de qigong que no tenían que ver con el grupo, que dejaron de agruparse en parques y jardines públicos –donde antes se reunían en gran número– por miedo a represalias. A pesar de eso, Souls of China muestra cómo todavía hay gente –buena parte de ellos de la élite china– que se reúne en casas particulares para realizar estos ejercicios, en los que el mismo Johnson participa para entender su pensamiento.

Pese a estos dos ejemplos anteriores, este renacimiento espiritual chino no es una confrontación o modelo alternativo al sistema dominante. Precisamente, muchas de las prácticas que han reaparecido están plenamente vinculadas a la tradición china que el Partido quiere recuperar. Desde los templos taoístas o budistas, hasta prácticas tradicionales de la religión popular china, el pasado espiritual del país vuelve a apelar a muchos individuos. A decir verdad, no se trata de compartimentos separados, tal y como entendemos las religiones monoteístas occidentalizadas: tradicionalmente, los chinos no han establecido barreras entre espiritualidades, y uno puede acudir a un templo confucionista, poner una estatua taoísta en su casa o negocio, rezar a una divinidad local o acudir a presentar ofrendas a un bodhisattva budista.

En el libro, Johnson presencia fenómenos como la peregrinación religiosa a una montaña, un concierto funerario, la adivinación de un maestro yingyang o la comunicación con los espíritus de una medium. Son fenómenos que a nosotros –acostumbrados a las imágenes de las modernizadas ciudades chinas– nos pueden parecer extraños y antiguos, pero que forman parte de la realidad de muchas personas del país, sean jóvenes o viejos.

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Fieles católicos que asistieron a una misa el Sábado Santo, parte de las celebraciones de Pascua que el gobierno de Pekín sancionó en la Catedral del Sur. (GREG BAKER/AFP/Getty Images)

Esta espiritualidad tradicional es, en parte, bien vista por el Partido Comunista. Especialmente desde la llegada de Xi Jinping al poder, la religión ha sido pensada como un elemento que puede aportar estabilidad a la sociedad, algo prioritario para el Gobierno chino. El mismo Xi tiene una interesante relación con la espiritualidad: como explica Johnson, el actual mandatario chino fue destinado en su juventud política –los años 80– al pequeño pueblo de Zhengding, donde apostó por reconstruir un templo budista zen, algo que pocos dirigentes del Partido –oficialmente deben ser ateos– se habrían atrevido a hacer en aquella época, apenas unos años después de la Revolución Cultural. Posteriormente, aunque fue destinado a otras provincias, volvió a visitar este templo en varias ocasiones. Por ello hay quienes dicen que Xi podría tener ciertas simpatías por el budismo. El mismo padre del actual presidente, Xi Zhongxun, fue uno de los promotores de ciertas libertades religiosas una vez muerto Mao.

Para el Gobierno chino, parece que el retorno de las religiones y prácticas espirituales tradicionales autóctonas no sería algo mal visto –otra cosa son las religiones extranjeras como el cristianismo, un culto que, según Johnson, Xi ve con suspicacia, o también el islam–. A pesar de que el Partido Comunista sea oficialmente ateo, la actitud furibunda de Mao contra la religión ya no tiene cabida. El Ejecutivo chino actual no quiere revolución, sino todo lo contrario: estabilidad y tensión social mínima. Tal como apunta Johnson, Xi se planteó un gran reto al asumir el liderazgo del país: superar la crisis de confianza espiritual posterior al maoísmo, consecuencia del desarrollo espectacular del país. Sus dos herramientas han sido: una campaña anticorrupción para limpiar el Partido y la recuperación de valores tradicionales para ordenar la moral social.

Pero –y aquí radica la gran duda respecto al futuro– la religión puede ir generando un campo autónomo de vivencias y valores al margen del poder político. Que el Partido pueda controlar este proceso no es algo seguro. Y hacia donde podrían desembocar estos valores recuperados, tampoco.