El próximo 27 de junio comenzará el segundo y más importante juicio a los Jemeres Rojos. Sin embargo, el tribunal internacional ha fallado a la hora de cerrar las heridas creadas por el genocidio.

AFP/Getty Images

Una confesión. Es todo lo que necesita Sok Leang para sentir que se ha hecho justicia. Después de tantos años, la rabia se ha ido, pero no el deseo de saber por qué. “Sólo queremos saber sus razones, por qué mataron a su pueblo así”, asegura. Leang perdió a su marido y a cuatro de sus hijos, muertos de fatiga y falta de alimentos, en uno de los campos de trabajo que instauraron los Jemeres Rojos durante el régimen que gobernó Camboya entre 1975 y 1979. Como ellos, cerca de dos millones de personas, un cuarto de la población del país en aquella época, murieron como consecuencia de las hambrunas, la falta de asistencia sanitaria o las purgas políticas.

Leang Kon, una menuda mujer de 59 años, supo hace poco que su hermano había sido víctima de una de esas purgas, cuando encontró su fotografía colgada de una de las paredes del S-21, el centro de torturas más importante durante el régimen. “No sabía que se lo habían llevado allí. Un día desapareció y no volvimos a saber de él”, afirma. La imagen de su hermano con la mirada asustada sosteniendo su número de prisionero la llevó a querer constituirse como parte civil en el tribunal internacional que está juzgando actualmente a los principales responsables de los Jemeres Rojos.

Las Cámaras Extraordinarias en las Cortes de Camboya, nombre oficial del órgano judicial, abrieron sus puertas en 2006 con dos características únicas: era el primer tribunal mixto de la historia, creado dentro del sistema judicial nacional pero con asistencia de la ONU, y permitía por primera vez la participación directa de las víctimas en un juicio internacional a través de su constitución como parte civil.  Esta última novedad fue interpretada por muchos analistas como una oportunidad para reforzar el sentimiento de justicia, ya que las víctimas serían reconocidas oficialmente como tal y podrían pedir reparaciones simbólicas.

Los camboyanos se mostraron, sin embargo, menos entusiasmados. En febrero de 2009, 30 años después de la caída de los Jemeres Rojos, comenzaba el primer juicio, con Duch, el director del S-21, como único acusado. Se investigaba la muerte de tan sólo 14.000 personas y, a pesar de su carácter simbólico, generó poco interés entre la población camboyana. Así, un mes antes de la vista oral, el 85% de los camboyanos no conocía o tenía un conocimiento muy vago sobre la existencia de las Cámaras, según un estudio de la Universidad de California. El Tribunal respondió a este desconocimiento preparando un programa de visitas a ciudades y zonas rurales para popularizar el trabajo de la corte, algo que también resultaba novedoso entre los tribunales internacionales.

El segundo juicio a los Jemeres Rojos, el que pondrá en el banquillo a los principales líderes aún con vida, comenzará el próximo 27 de junio con mayor expectación. Se espera que Nuon Chea, número dos y principal ideólogo del régimen, Khieu Samphan, presidente de Kampuchea democrática, Ieng Sary, ministro de Asuntos Exteriores, e Ieng Thirith, ministra de Asuntos Sociales, puedan ofrecer algo de luz sobre aquellos años y aliviar así la sed de explicaciones de la sociedad camboyana.

A pesar de la importancia de las investigaciones, Leang y Kon han sido de las pocas personas que se han involucrado en el proceso y sólo 4.000 de los 5 millones de supervivientes del régimen se han presentado como parte civil. “El proceso es complejo, porque primero tienen que depositar una petición y luego presentar las pruebas necesarias que les identifiquen directamente como víctimas o familias de víctimas”, asegura Pich Ang, uno de los abogados coordinadores de estas peticiones. Sin embargo, según el mismo estudio de la Universidad de California, el 50% de los supervivientes del régimen sí que desea ver a los responsables sentados en un banquillo, aunque un 13% les desea la muerte y un 6%, la tortura.

La mayor polémica llega a la hora de definir la palabra “responsable”. La muerte en 1998 de Pol Pot, líder del régimen, sin haber sido juzgado ha complicado la creación de una imagen colectiva de máximo culpable, mientras que la interpretación de la expresión “máximos responsables” incluida en el reglamento del tribunal como personas enjuiciables no termina de encontrar un consenso. Los camboyanos se muestran, sin embargo, más preocupados por castigar a los mandos intermedios, que ejecutaron directamente los asesinatos y que ahora son vecinos de sus víctimas. Tras cinco años de actividad de la corte, aún no está claro a quién se debe juzgar o si se deben abrir nuevos casos.

La propia andadura del tribunal también ha dejado a muchos insatisfechos, especialmente a las víctimas que han sido rechazadas como parte civil, por no poder demostrar los vínculos familiares con los fallecidos o las torturas padecidas. Tampoco ha mejorado la imagen del tribunal la primera sentencia pronunciada el pasado mes de julio contra Duch, que le condenó a 35 años de prisión, de los que sólo tendrá que cumplir 19 más. “Esperábamos que este tribunal diera un golpe contra la impunidad, pero si se puede matar a 14.000 personas y pasar sólo 19 años en prisión, 11 horas por cada vida arrancada, ¿qué es esto? ¿Es una broma?”, aseguró nada más salir de la vista Theary Seng, una de las principales representantes de las víctimas, quien además perdió a su padre dentro del S-21.

A pesar de los esfuerzos, el concepto de justicia en Camboya sigue siendo vago y las dispares visiones son a menudo irreconciliables. “No hay ni habrá una única definición de justicia”, asegura Youk Chhang, director del Centro de Documentación de Camboya, una organización que trabaja por preservar la memoria de aquellos años. “Durante los últimos 30 años, cada superviviente ha creado su propia idea y no todos van a sentirse satisfechos con los juicios. Pero será la capacidad que tenga el tribunal de ser útil en el futuro del país lo que determinará su verdadera justicia”.

 

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