Madrid tiene la ocasión de estar en primera fila de la diplomacia
del siglo XXI
.

El nuevo Gobierno socialista de Madrid ha tomado ya dos medidas –la
retirada de las tropas españolas en Irak y el abandono de las objeciones a la
nueva Constitución Europea– que han realineado de forma significativa
la política exterior española, la han alejado de Washington y Londres y la han
acercado a París y Berlín. Estos pasos reflejan mejor la realidad geopolítica
de España y han alterado el equilibrio del debate sobre política exterior dentro
de la Unión Europea. Pero no basta con incorporarse al eje París-Berlín. España
tiene que desarrollar una estrategia exterior a medio plazo que pueda justificar
su presencia en el consejo de los grandes, ofrezca una verdadera alternativa
para abordar los problemas de seguridad internacional del siglo XXI y transforme
por completo su aparato diplomático y de política exterior.

El profesor estadounidense Joseph Nye establece una diferencia entre poder
duro
, o coactivo, y poder blando, que es la capacidad de atracción
e influencia. España es relativamente débil en el primero y seguramente lo seguirá
siendo. De no producirse un enorme aumento del gasto de defensa y un cambio
drástico en la actitud de la opinión pública respecto al Ejército, no parece
probable que la capacidad española de despliegue militar en el extranjero supere
nunca los 3.000 soldados. Y aunque, desde luego, los envíos de tropas españolas
han sido valiosos, no bastan para justificar una influencia determinante en
las decisiones sobre futuras intervenciones militares o sobre su marco político
general, ni en Washington ni en Bruselas. España tiene muchas más posibilidades
de ejercer un poder blando. Los vínculos históricos, lingüísticos y
culturales con Latinoamérica y las relaciones históricas con Marruecos son elementos
que es preciso desarrollar. España tiene que intentar ser el puente entre Latinoamérica
y Europa y, al mismo tiempo, el experto de Washington y Bruselas en el desarrollo
económico, social y político de Suramérica. Para ello debe desarrollar e intensificar
las relaciones políticas y culturales con Latinoamérica y no sólo, como en años
recientes, los lazos comerciales, que a menudo han hecho que las empresas españolas
dieran una imagen de expoliadoras y neoimperialistas comerciales.

Fotografía

Nueva sintonía entre Madrid y Berlín

Asimismo, España debe centrarse en desarrollar sus relaciones con Marruecos y otros Estados norteafricanos, y no sólo por motivos comerciales. España ya intentó en el pasado tomar la iniciativa en cuestiones mediterráneas, con acciones como la conferencia de Barcelona y el énfasis dado al proceso de Euromed o la importancia del flanco sur de la OTAN. Sin embargo, en muchas
ocasiones, se trataba de una actividad más centrada en la forma que en el contenido. El objetivo de España respecto a los países del
norte de África debe ser el de hacer propuestas prácticas para
desarrollar las relaciones entre dichos Estados y Europa y fomentar el desarrollo de democracias islámicas moderadas. Además, debe aprovechar la oportunidad de desarrollar y promover una estrategia alternativa para afrontar los grandes retos y amenazas que aguardan a Europa –y a Occidente en general–
a comienzos del siglo XXI. Entre ellos, el terrorismo, la degradación
ambiental, las enfermedades epidémicas, la emigración y el crimen
organizado, así como las relaciones de Europa con EE UU. Aunque esto
último dependerá, en parte, del resultado de las elecciones presidenciales
estadounidenses, una presidencia de Kerry no tiene por qué ser forzosamente
más fácil para los europeos que la de Bush. Es posible que Kerry
sea más favorable a una política exterior multilateral, pero su
atención a los empleos estadounidenses, unida a un Congreso proteccionista,
podría provocar nuevas tensiones en las relaciones transatlánticas.

Antes de la guerra de Irak, en Europa se propugnaban dos modelos de relaciones
transatlánticas que acabaron por dividir la UE. Los británicos
defendían la alianza con EE UU, con la esperanza de poder influir en
Washington. Los franceses eran partidarios de desarrollar la UE como un centro
que rivalizase en poder económico y político con Estados Unidos.
Irak ha hecho añicos ambas concepciones. La lealtad de Blair respecto
a Bush le ha proporcionado poca o ninguna influencia genuina en Washington y
le ha debilitado políticamente en su país. La idea francesa depende
de la coherencia de la UE y de que Europa tenga mayor capacidad militar y una
economía vibrante. Ninguna de estas cosas parece previsible a corto plazo.
Cualquier enfoque alternativo de las relaciones transatlánticas debe
ir unido a una estrategia alternativa para abordar los retos que afronta Occidente.
La clave es una política exterior europea diferente, pero complementaria,
de la política exterior de EE UU. Para convencer a Washington, dicha
política debe tener un valor añadido. Y eso requiere un cambio
en el paradigma de nuestra forma de concebir y ejercer la diplomacia.

Hace demasiado tiempo que los gobiernos occidentales deciden sus políticas
exteriores y luego intentan convencer a otros gobiernos de que las acepten o,
en el peor caso, se las imponen. En un mundo interdependiente y globalizado,
eso no es suficiente. Los retos son tales que se necesita la colaboración
de otros poderes regionales y otras sociedades, desde China hasta India, para
moderar al islam. Y no lo vamos a conseguir si primero anunciamos la solución
y luego exigimos a los demás que se apunten. La verdadera colaboración
sólo se consigue mediante un diálogo auténtico en el que
estemos dispuestos a escuchar y aceptar soluciones alternativas. Un diálogo
que no puede limitarse a esos gobiernos, sino que tiene que extenderse a la
sociedad civil. Incluso en el caso de la guerra contra el terrorismo, resulta
inútil contar con la cooperación de los gobiernos musulmanes si
el precio es la radicalización de la opinión pública islámica
y la caída de dichos gobiernos. Parafraseando a Unamuno, debemos convencer
además de vencer.

El Gobierno español debe aprovechar esta oportunidad para iniciar el
debate sobre una nueva estrategia en la política exterior europea. Ahora
bien, para ello, debe examinar con mirada crítica su propia política
exterior y su aparato diplomático. No porque este último sea especialmente
malo –sus problemas fundamentales: una burocracia jerárquica, una
mentalidad interestatal anticuada y una falta de debate político y análisis
estratégico, son comunes a todos los servicios exteriores europeos–,
sino porque no es posible ejercer la diplomacia en este nuevo mundo de redes
interdependientes y de múltiples niveles con una maquinaria diseñada
para el mundo jerárquico del pasado. Madrid tiene la ocasión de
estar en primera fila de la nueva diplomacia del siglo XXI.

 

Shaun Riordan ha sido diplomático británico, autor de The New Diplomacy (Polity Press, 2002), y es miembro del comité editorial de Foreign Policy edición española.