Por qué los humanos están volviéndose más pacíficos.

 

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Los anales de la violencia humana incluyen suficientes tipos de víctimas para llenar una página de un diccionario de rimas: homicidio, democidio, genocidio, etnocidio, politicidio, regicidio, infanticidio, neonaticidio, filicidio, siblicidio, ginecidio, uxoricidio, mariticidio, y terrorismo mediante el suicidio. Podemos encontrar la violencia a lo largo de toda la historia y la prehistoria de nuestra especie y no muestra signos de que fuera inventada en un lugar y se extendiera después a otros.

Al mismo tiempo, el estudio cuantitativo de la historia ofrece algunas agradables sorpresas. Costumbres abominables como los sacrificios humanos, la propiedad de esclavos y la tortura y ejecución por crímenes sin víctimas han sido abolidas. Las tasas de homicidios se han desplomado desde la Edad Media, y los índices de muerte en combate en los conflictos armados están en su mínimo histórico. Sea lo que sea lo que causa la violencia ya no es un impulso imperecedero como el hambre, el sexo o la necesidad de dormir. El declive histórico de la violencia nos permite por tanto despachar una dicotomía que se ha interpuesto en nuestra capacidad de comprender las raíces de la violencia durante milenios: si la humanidad es básicamente buena o mala, un simio o un ángel, un halcón o una paloma, el clásico bruto desagradable de Hobbes o el clásico noble salvaje de Rousseau. Abandonados a sus propios mecanismos, los humanos no van a caer en un estado de pacífica cooperación, pero tampoco poseen un ansia de sangre que deba ser regularmente aplacada. En la naturaleza humana tienen cabida motivos que nos empujan a la violencia, como el pillaje, la dominación y la venganza, pero también motivos que -bajo las circunstancias adecuadas- nos empujan hacia la paz, como la compasión, la justicia, el autocontrol y la razón.

La competencia por la dominación, incluso cuando no hay nada tangible en juego, está entre las más letales formas de enfrentamiento entre los humanos. En un extremo de la escala de magnitud, muchas guerras destructivas se han librado a causa de vagas demandas de superioridad nacional, incluyendo la I Guerra Mundial. En el otro extremo de la escala, el motivo más importante para el homicidio en los registros policiales son “los altercados con un origen relativamente trivial; insultos, palabrotas, empujones, etcétera”.

El que la naturaleza de la dominación sea de construcción social puede ayudar a explicar por qué los individuos asumen riesgos para defenderla. Quizá la más extraordinaria de las falsas concepciones populares sobre la violencia del último cuarto de siglo es que está causada por la baja autoestima. La autoestima puede ser medida, y los estudios muestran que son los psicópatas, los tipos duros de las calles, los matones,  los maridos maltratadores, los violadores en serie y los que cometen delitos “de odio” quienes se salen de los índices normales. Los psicópatas y otras personas violentas son narcisistas: piensan bien de sí mismos no en proporción a sus logros sino a causa de un sentido congénito de superioridad. Cuando la realidad se interpone, como sucede inevitablemente, tratan las malas noticias como una afrenta personal, y a quien las porta, poniendo en peligro su frágil reputación, como a un difamador malicioso.

Los rasgos de la personalidad propensos a la violencia son incluso más decisivos cuando infectan a mandatarios políticos, porque sus complejos pueden afectar a cientos de millones de personas en vez de a unos pocos desafortunados que viven cerca de ellos o se cruzan en su camino. Inimaginables cantidades de sufrimiento han sido causadas por tiranos que de manera cruel han presidido sobre la miseria de sus pueblos o han lanzado destructivas guerras de conquista. El Manual Diagnóstico y Estadístico de Desórdenes Mentales (DSM, en sus siglas en inglés) de la Asociación Psiquiátrica Americana define el desorden narcisista de personalidad como un “predominante patrón de ostentación, necesidad de admiración y ausencia de empatía”. Este trío de síntomas que se sitúan en el corazón del narcisismo -ostentación, necesidad de admiración y ausencia de empatía- se ajusta a los tiranos como un guante. Se manifiesta de forma más obvia en sus envanecidos monumentos, su iconografía hagiográfica y sus sumisas concentraciones de masas. Y con ejércitos y fuerzas policiales a su disposición, los dirigentes narcisistas dejan su impronta en algo más que las estatuas; también pueden autorizar enormes despliegues de violencia. Al igual que sucede con los matones y tipos duros del montón, esta autoestima no justificada de los tiranos es eternamente vulnerable a venirse abajo, por lo que cualquier oposición a su dictado es tratada no como una crítica sino como un crimen atroz. Al mismo tiempo, su falta de empatía elimina cualquier freno a los castigos que imponen a sus oponentes reales o imaginarios. Y tampoco permite cualquier consideración de los costes humanos de otro de sus síntomas del DSM: sus “fantasías de éxito, poder, genialidad, belleza o amor ideal ilimitados”, que pueden materializarse en ávidas conquistas, proyectos de construcción faraónicos o planes maestros utópicos.

Entre las características pacificadoras de las democracias está el que su proceso de selección de líderes penaliza la falta de empatía absoluta, y sus sistemas de control limitan los daños que un líder vanidoso puede ocasionar.

Los dirigentes narcisistas dejan su impronta en algo más que las estatuas; también pueden autorizar enormes despliegues de violencia

El impulso de dominación no se encuentra sólo en individuos narcisistas, no obstante. Puede también ser manifestado en una lealtad narcisista a un grupo, como una banda, tribu, equipo, grupo étnico, religión o nación, y el impulso para que ese grupo se imponga a sus rivales. Una parte de la identidad personal de un individuo está entremezclada con la identidad de los grupos a los que está afiliado. La lealtad a grupos que compiten, como equipos deportivos o partidos políticos, nos anima a desarrollar nuestros instintos para la dominación de una forma indirecta a través de ellos. Jerry Seinfeld señaló una vez que los atletas de hoy desfilan por las filas de  los equipos deportivos a tal velocidad que un fan ya no puede apoyar a un grupo de jugadores. Se ve reducido a tener que animar al logo y los uniformes de su equipo: “Tú estás allí de pie jaleando y gritando para que tu camiseta venza a la camiseta de otra ciudad”. Pero levantarnos para jalear sí es algo que hacemos: el estado de ánimo de un hincha deportivo se eleva o decae junto a la fortuna de su equipo.

El nacionalismo, dijo Albert Einstein, es “el sarampión de la raza humana”. Eso no es siempre cierto -algunas veces es sólo un resfriado- pero puede volverse virulento cuando se le añade el equivalente a nivel de grupos del narcisismo en el sentido psiquiátrico, concretamente un gran ego, aunque frágil, y una no justificada reivindicación de superioridad. Recordemos que el narcisismo puede disparar la violencia cuando el narcisista se enoja por una insolente señal de la realidad. Combine narcisismo con nacionalismo y lo que se obtiene es un letal fenómeno de resentimiento: la convicción de que la nación o la civilización de uno tiene un derecho histórico a la grandeza a pesar de su bajo estatus, que puede ser solo explicado por la malevolencia de un enemigo interno o externo.

La ambición a nivel de grupo también determina el destino de etnias que tienen que convivir en cercanía. Los expertos en etnicidad descartan la tradicional convicción de que odios ancestrales hacen que pueblos vecinos se lancen unos a la garganta de los otros. Después de todo, en el planeta hay unos 6.000 idiomas, de los cuales al menos 600 tienen un sustancial número de hablantes. A todas luces, el número de conflictos étnicos mortíferos que de verdad estallan es una minúscula fracción del número de los que podrían estallar. Los grupos étnicos vecinos pueden ponerse muy nerviosos entre sí, pero no necesariamente matarse entre ellos. Ni eso debería ser tan sorprendente. Incluso si los grupos étnicos son como la gente y constantemente maniobran para lograr un estatus, la mayor parte del tiempo la gente tampoco llega a las manos.

El politólogo Stephen Van Evera sugiere que una importante causa de los conflictos étnicos es la ideología. Las cosas se ponen feas cuando grupos étnicos entremezclados anhelan lograr Estados propios, esperan reunirse con la diáspora en otros países, conservan antiguos recuerdos de los daños cometidos por los ancestros de sus vecinos mientras que no muestran ningún arrepentimiento por los daños cometidos por los suyos, y viven bajo gobiernos ineptos que mitifican la gloriosa historia del grupo propio mientras excluyen a los otros del contrato social.

Muchos países pacíficos se encuentran hoy en el proceso de redefinir el Estado-nación purgándolo de psicología tribal: India, Canadá, Nueva Zelanda, Suráfrica y Holanda son ejemplos que vienen rápidamente a la cabeza. El gobierno ya no se define a sí mismo como una cristalización de los anhelos que residen en el alma de un grupo étnico particular, sino como un elemento compacto que recoge a todas las personas y grupos que resultan encontrarse en un terreno contiguo. La maquinaria de gobierno es a menudo todo un complicado mecanismo que incluye complejos acuerdos de devolución, estatus especial, reparto de poder y medidas a favor de las minorías; y el artilugio se mantiene unido gracias a unos cuantos símbolos nacionales, como un equipo de fútbol. La gente anima a la camiseta en vez de jalear su ansia de sangre y tierra. Es un desorden en justa correspondencia con el caos de divisiones internas que habita en el interior de las personas.

 

 

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