Una clase media hastiada de sobornos y corruptelas exige cambios al Gobierno indio.

 

AFP/Getty Images
Firmas de apoyo a la campaña anticorrupción lidera por el activista Anna Hazare, a la parte derecha la foto, en Amritsar, agosto de 2011.

 

Nueva Delhi. “¿Apoyas a Anna Hazare? Entonces deberías encender el taxímetro”, exige Shrikant, un joven ingeniero en la capital india, a un conductor de autorickshaw que pide el doble de la tarifa oficial para ir de la Vieja a la Nueva Delhi.

Anna Hazare, un activista anticorrupción indio de 74 años que se inspira en Gandhi, obligó al gobernante Partido del Congreso a volver a introducir en el Parlamento una ley contra la corrupción tras una huelga de hambre y la celebración de manifestaciones masivas por todo el subcontinente a finales de agosto pasado.

El conocido como “equipo Anna” hizo temblar a través de las redes sociales, las calles y los frenéticos 81 canales de televisión indios al triunvirato gobernante formado por el primer ministro, Manmohan Singh; la presidente del Partido del Congreso, Sonia Gandhi; y su hijo y heredero de la dinastía de la histórica agrupación política, Rahul Gandhi.

Pasar dos noches en la ominosa cárcel capitalina de Tihar y la detención de 1.300 seguidores también contribuyeron a la publicidad de su causa. Hazare quiere que se apruebe la ley de Lokpal (Defensor del Pueblo) exactamente en sus términos: crear una institución capaz de investigar, procesar y punir la corrupción  de todos los miembros de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, Primer Ministro incluido.

“Mejorar el funcionamiento de la democracia requiere mucho más que la ley. Necesitamos unas elecciones más transparentes y sin criminales, una reforma de los partidos para que no se identifiquen con los miembros de una familia y la independencia de la burocracia y la policía de la clase política”, señala el historiador Ramachandra Guha.

Pero los rumores capitalinos apuntan a que la parálisis que ha sufrido el Parlamento al comenzar su sesión de invierno no ha sido más que una maniobra política del Gobierno para evitar aprobar la Ley Lokpal. Una cortina de humo con el telón de fondo del rechazo a la apertura de la inversión extranjera directa en el comercio minorista, una medida liberalizadora que genera mucha polémica en India. Otros anteproyectos de la norma del ombudsman llevan más de 40 años acumulando polvo en los legajos de la institución.

Hazare ha vuelto a contraatacar con la amenaza de otra huelga de hambre indefinida a partir del 27 de diciembre si la Ley Lokpal no es aprobada antes de que termine la sesión de invierno del Parlamento a finales de ese mismo mes.

Lo que sí ha hecho el Gobierno indio, con el anciano Singh perdiendo fuelle con las reformas económicas, Sonia recién operada de cáncer en Estados Unidos, el joven Rahul todavía por demostrar su raza política y los inversores extranjeros perdiendo confianza en el país, es ratificar la Convención sobre Corrupción de Naciones Unidas. Parece difícil que el billón de euros que los indios guardan en los paraísos fiscales vuelvan para tributar en el subcontinente.

La escritora y activista india Arundhati Roy también teme que la nueva institución anticorrupción propuesta por el equipo Anna “se convierta  en una burocracia gigante, supuestamente erigida para equilibrar la que ya tenemos, suficientemente corrupta”, señala en un artículo en el diario The Hindu. “En lugar de una oligarquía, habrá dos”, añade.

Hazare es una figura polémica. Con su aura de santidad, también ha sido acusado de “dictador pueblerino”. Se ha convertido en un líder singular de la juventud y la clase media, con quienes no tiene mucho en común: antiguo conductor de un camión del Ejército, con la gandhiana gorra de almidón blanca cubriéndole la cabeza, sin cuenta corriente y con la austeridad rural como bandera.

En su pueblo nativo del Estado meridional de Maharastra, Ralegan Siddhi, además de reforestar la zona y mejorar el sistema de riego de los cultivos, Anna también prohibió el consumo de tabaco, alcohol, carne y la televisión por cable. Quien incumplía la ley era atado a un árbol y azotado en público. Pide la pena de muerte para los corruptos.

Sea como fuere, Hazare ha puesto el dedo en la llaga. El entusiasmo que ha generado este activista indio parece hablar más de una sociedad –y sobre todo, una clase media– harta de la corrupción.

Aunque Manmohan Singh es valorado por su honestidad, el resto del Partido Congreso no es visto con los mismos ojos. “Singh es una margarita en mitad de una pocilga de cerdos”, apunta el joven informático Deepak.

Durante los últimos cinco años los bienes declarados de los diputados del partido de la oposición BJP han aumentado un 288% y un 102% entre los miembros del gobernante Partido del Congreso, según un estudio de la Revista de Ciencias Sociales de Asia-Pacífico.

Tanto la pequeña corrupción diaria que sufren y practican todos los estratos sociales, como los grandes escándalos de corrupción política son cada vez más flagrantes. Recientemente, relacionados con las licencias de telefonía móvil de segunda generación que se regalaron a amiguetes a precio de ganga –y que acaban de sentar en un juicio al antiguo ministro de Telecomunicaciones– como el disparatado escándalo de corrupción en que consistió la celebración de los Juegos de la Commonwealth el pasado octubre –que ha llevado a la cárcel a su director, Suresh Kalmadi.

En India actividades cotidianas como la solicitud de un pasaporte o la obtención del certificado de viudedad pueden suponer fácilmente el pago de un soborno al burócrata de turno. La corrupción es una plaga que se extiende en los servicios de los hospitales, los juzgados, las cárceles, las funerarias, las universidades, la Policía, el Ejército.

El 80% de los subsidios del Gobierno para comida y combustible destinado a los más pobres se queda a mitad de camino en manos de funcionarios. Recientemente, 30.000 millones de euros para subvenciones de este tipo desaparecieron en el populoso Estado de Uttar Pradesh.

El antiguo presidente de la compañía de tecnología Infosys, Nandan Nikelani, se ha lanzado a dirigir un proyecto del Gobierno para otorgar un documento nacional de identidad biométrico a sus 1.200 millones de compatriotas y, de este modo, permitir que la ayuda gubernamental llegue directamente a las cuentas bancarias de sus destinatarios sin necesidad de que los funcionarios se enfanguen en el proceso.

Harto de que le exigieran cada vez más dinero por debajo de la mesa los diferentes administrativos de una oficina de impuestos de un pueblo del norte del país, un encantador de serpientes –ataviado con una larga blanca y un turbante verde sobre la cabeza– soltó 40 serpientes, entre ellas cuatro cobras, en el lugar para exigir su licencia.

“Sin un permiso no tengo espacio donde colocar las serpientes venenosas”, explica altivo a la cámara en un vídeo que reproducen diferentes diarios. El encantador de reptiles expone una experiencia que el 55% de los ciudadanos del país ha sufrido en oficinas públicas, según un estudio de Transparencia Internacional.

La corrupción ha existido siempre en India, pero conforme el país se enriquece a mayor velocidad, la lacra social y económica asola en mayor medida la tercera economía asiática. La compañía IndiaForensic ha calculado que la corrupción ha costado alrededor de 240.000 millones de euros en los últimos diez años en el subcontinente.

La corrupción ha costado alrededor de 240.000 millones de euros en los últimos diez años en el subcontinente

El 80% de los indios que viven con menos de dos dólares al día son los más perjudicados. Mientras la inflación ha superado el 9% durante los últimos once meses en el subcontinente de manera consecutiva, las 2.000 rupias de media que cada indio se vio obligado a pagar en sobornos en 2009 duelen más en el bolsillo de quienes menos tienen.

“Mis padres tuvieron que pagar dinero bajo mano para conseguirme una plaza en la Universidad de Delhi. La educación es un negocio corrupto en India. Aprende quien paga”, denuncia con acritud Sankeet Pratap,  consultor de la compañía de tecnología NIIT.

Pero ha sido principalmente la clase media, conocida por su apatía política, quien ha hecho un mayor alarde de su hartazgo. Cansados de verse obligados a generar electricidad alternativa cuando hay cortes de luz, hacer acopio privado del agua, y esperar 200 días para conseguir un permiso de construcción. Son los restos del “Licence Raj”, un sistema de regulaciones y licencias que le dieron un país un aspecto socialista tras la independencia, pero que básicamente asfixió a la empresa privada y favoreció la ineficiencia y las corruptelas en el aparato burocrático del Gobierno. La corrupción estatal ha logrado sobrevivir incluso a las reformas económicas de 1991.

“La aprobación de la ley anticorrupción sería un primer paso muy importante y ha existido una importante movilización social, pero no sé si me atrevería a definirlo como “una segunda lucha por la independencia”, explica Anil Bairwal, coordinador de la Asociación para Reformas Democráticas.

Los medios de comunicación internacionales se lanzaron enseguida a comparar las manifestaciones de la explanada de Ramlila en India con las revueltas de la Primavera Árabe. Los ciudadanos recuperaron el espacio público para demandar un gobierno mejor. Pero Ankit Lal, del equipo Anna, también se encarga de recordar las diferencias.

“La similitud con otros países es que tanto la juventud como la clase media ha salido a la calle en masa”, explica Lal. “Pero las diferencias son numerosas. Las protestas en India fueron absolutamente pacíficas. Además, el movimiento no trata de derrocar al Gobierno actual”, añade.

La clase media india ha comenzado a dar muestras de impaciencia con la deriva de su clase política y burocrática, aunque otra ley no parece que sea únicamente la respuesta a la corrupción que el informático Deepak describe como “el oxígeno con el que se respira en India”.

 

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