Los pesos pesados de la política exterior estadounidense, sobre todo de la derecha, aunque también de la izquierda, están reclamando una nueva Liga de Democracias. Según ellos, algún día podría reemplazar a la ONU. Pero sus defensores parten de un grave error. Piensan que en otros países la ven como una buena idea. Y, por eso, el plan será un sonado fracaso.

 

No hay ámbito con mayor escasez de ideas frescas que el de las instituciones globales, todavía dominadas por una serie de organizaciones multilaterales creadas al final de la Segunda Guerra Mundial. Pero ahora ha salido a la luz la grandiosa propuesta de crear una nueva estructura internacional. La idea es que el próximo presidente de EE UU debería intentar crear una Liga de Democracias (o Concierto de Democracias). Sería una institución independiente y diferente –con el tiempo, quizá incluso un sustitutivo– de la ONU.

Están promocionando esta liga diversos expertos en política exterior de la órbita demócrata y republicana, lo que es sorprendente, dada la polarización previa a las presidenciales de noviembre. Los primeros en proponerla fueron los demócratas moderados. En 2006, los expertos G. John Ikenberry y Anne-Marie Slaughter la publicaron en el informe final del Proyecto Princeton sobre Seguridad Nacional. Ivo Daalder y James Lindsay la desarrollaron en un artículo titulado Democracias del mundo, uníos. Luego se sumaron al coro los republicanos. El politólogo Robert Kagan pidió la creación de una liga como respuesta al creciente poder autoritario de China y Rusia. El columnista neoconservador Charles Krauthammer estuvo de acuerdo. Y el candidato del partido del elefante a la presidencia, John McCain, ha hecho de ella uno de los ejes de su programa en política exterior, situando la idea en el centro del debate estadounidense.

El abanico de propuestas sobre lo que en la práctica debería hacer la nueva organización no deja de crecer. Ikenberry y Slaughter la conciben como un medio seguro de lograr aprobación internacional para las intervenciones estadounidenses en el extranjero. McCain y otros conservadores tienen en mente algo más amplio: un “pacto mundial” que “utilizaría la enorme influencia de los más de cien países democráticos (…) para promover nuestros valores y defender nuestros intereses comunes… [y] reviviría la solidaridad democrática que unió a Occidente durante la Guerra Fría”. Desde este punto de vista, no sólo se responsabilizaría de la paz y la seguridad en el mundo, sino que también serviría para presionar a los regímenes autoritarios, imponer sanciones a Irán, aliviar el sufrimiento en Darfur y afrontar crisis como el sida o el calentamiento global.

Sus impulsores se basan en el reconocimiento de que, en los últimos años, EE UU ha actuado demasiado por su cuenta. Parten de la razonable tesis de que devolver la legitimidad a las autoridades de ese país requerirá un compromiso renovado con la cooperación internacional. No hay duda de que gran parte del mundo ansía que se produzca ese cambio de rumbo en la política exterior de Washington. Pero, por desgracia, aunque la Liga de Democracias parezca una idea nueva, no lo es. Responde a los mismos instintos que inspiran el multilateralismo por encargo del que el mundo ha acabado tan harto durante la era Bush. Entre ellos se encuentra el deseo de controlar quién forma parte del grupo, la falta de interés en los puntos de vista de los demás y la insistencia en aplicar las ideas de EE UU en países cada vez menos dispuestos a acatar su liderazgo. Lo más probable es que la propuesta caiga víctima del típico deseo de controlar el acceso a una organización para asegurarse una concurrencia amistosa. En los últimos años, elecciones libres y limpias celebradas en Argentina, Bolivia, Ecuador, Líbano, Nepal, Nicaragua, Palestina y Pakistán han dado la victoria a gobiernos muy distanciados de la Casa Blanca. Ante esta situación, probablemente intentaría que la pertenencia a la organización se circunscribiese a los Estados que apoyasen sus intereses, dejando fuera a otros países democráticos gobernados por líderes hostiles, como la Nicaragua de Daniel Ortega o el Ecuador de Rafael Correa. El problema es que, aceptando a ciertas democracias y cerrando la puerta a otras, se corrompería el fundamento inspirador de la organización para convertirse en una asociación de amigos de EE UU.

Tampoco parece que los llamamientos para fundarla nazcan de un esfuerzo sincero por tantear a los gobernantes de otros países y ver si la idea siquiera les interesa. Las declaraciones sobre la necesidad de su creación han sido respondidas en los demás países democráticos con un mutismo ostensible. Cuando Kagan quiso subrayar el apoyo que la liga cosecha en Europa, sólo consiguió la adhesión de un político conservador danés. El hecho de que no se consultara a los demás cuando se formuló la idea puede contribuir a explicar su falta de sintonía con el clima reinante en la escena internacional. Debido, en buena medida, a la insistencia de Bush en calificar a la guerra de Irak como el eje central de su plan para la libertad en el mundo, ahora en todas partes la gente considera la promoción de la democracia como una tapadera deshonesta y peligrosa que EE UU utiliza para canalizar su poder e influencia. Así las cosas, intentar tender puentes con el resto del mundo con otra iniciativa liderada por Washington y centrada en la democracia denota una ignorancia casi intencionada de cómo se percibiría y se recibiría una idea así en el extranjero.

El plan se basa en la creencia ilusoria de que las democracias, por el mero hecho de serlo, comparten intereses hasta el punto de poder actuar al unísono frente a un amplio abanico de problemas mundiales. Una idea atractiva que, al menos en parte, es acertada. Sin embargo, la idea de que se alinean de forma natural es cierta sólo a medias y puede convertirse en una simplificación peligrosa. Sus políticas exteriores, como las de cualquier Estado, no vienen determinadas por la orientación  interna del país. Hay otros factores de mayor peso, como la identidad regional, la religión, la composición étnica, el tipo de economía o la historia. Europa no ha logrado actuar al unísono en política exterior. Lo mismo ocurre en la OTAN, donde EE UU se ha topado con la oposición de algunos de los principales miembros en un asunto fundamental: intentar que Georgia y Ucrania entren en la organización.

Y si hablamos de incluir a democracias tan distintas como Brasil, India, Indonesia, México, Mongolia y Suráfrica, las posibilidades de que Washington encuentre en esa liga un foro dispuesto a secundar sus posiciones son bastante escasas. Como bien apuntó recientemente el ex embajador británico en Naciones Unidas, David Hannay, el historial de voto en la ONU de Brasil, India y Suráfrica –algunas de las democracias más pujantes del mundo en desarrollo– pone de manifiesto que estos países “se encuentran entre los miembros menos intervencionistas y más reacios a autorizar el uso de la fuerza”. Sólo por poner un ejemplo: McCain cree firmemente en la legitimidad pasada, presente y futura de la intervención militar estadounidense en Irak. ¿Estaría dispuesto, como dice, a “respetar la voluntad” de la liga en lo referente al futuro de esa intervención, cuando muchos miembros cuestionarán la legalidad de esa presencia?

Quizá lo más peligroso de la idea es que amenaza con esquivar e incluso obstaculizar esfuerzos reales de cooperación internacional. La propuesta conlleva la pretensión de que la nueva institución desempeñe algunas de las principales funciones de Naciones Unidas, e incluso de que llegue a sustituirla en el futuro. De hecho, la propuesta surgió, en parte, a raíz de la frustración por la imposibilidad de conseguir que la ONU aprobase la invasión de Irak, y el temor a futuros enfrentamientos aún mayores en su seno. A muchos estadounidenses les parece que intentar impulsar una reforma seria de la ONU, como una ampliación del Consejo de Seguridad y un cambio de los mecanismos de toma de decisiones, sería una empresa demasiado lenta y de resultado incierto. Ikenberry y Slaughter defienden una organización con ciertos límites de actuación, que se centraría en la paz y en la seguridad mundiales, dejando que Naciones Unidas continúe trabajando en ámbitos como la educación, el desarrollo o la salud. Imaginan una coexistencia armoniosa entre ambas. Otros, como McCain, parecen esperar que la liga sea capaz de hundir a la ONU y sustituirla en todos los ámbitos. Krauthammer lo expresó sin demasiado tacto en una reciente entrevista: “Aparentemente, todo consiste en escuchar y reunirse con aliados, el típico rollo que propondría gente como John Kerry, con la diferencia de que aquí la idea que McCain no puede decir, pero yo sí, consiste en acabar con Naciones Unidas”.

Pocos se apuntarían a una iniciativa cuyo objetivo implícito es debilitar y, en último término, demoler a la ONU, para sustituirla por un organismo menos universal. Es precisamente su universalidad, por inoperante que pueda resultar, lo que tanto se valora en muchos países y lo que la liga destruiría. Es poco probable que este concierto llegue a crearse, incluso aunque el próximo presidente estadounidense fuera un firme partidario. Washington puede lograr ciertos avances presionando a otros países, pero las reticencias de las demás democracias seguramente sean considerables. En 2000, ya se realizó un ingente esfuerzo para poner en marcha la poco conocida Comunidad de Democracias. Entonces, EE UU gozaba de una buena imagen en el mundo, y aquella institución era mucho menos ambiciosa, pero aún así no prosperó. Está claro que en la política exterior estadounidense hacen falta nuevas ideas. La mala prensa internacional de EE UU está resultándole tremendamente dañina, y los problemas del planeta (el cambio climático, el precio de los alimentos, la energía o la salud) no hacen sino multiplicarse. Sin duda, los llamamientos para que se cree un Concierto de Democracias son bienintencionados, pero no dejan de estar asociados a unas costumbres y preferencias estadounidenses que pocos quieren, o siquiera aprecian.

 

¿Algo más?
El llamamiento para la creación de una Liga de Democracias se encuentra en el informe final del Proyecto Princeton sobre Seguridad Nacional, codirigido por G. John Ikenberry y Anne-Marie Slaughter Forging a World of Liberty under Law: U.S. National Security in the 21st Century (The Woodrow Wilson School of Public and International Affairs, Princeton, 2007). Ivo Daalder y James Lindsay secundan la idea en ‘Democracies of the World, Unite’ (The American Interest, noviembre/diciembre, 2006). Robert Kagan apoya la creación de una liga en ‘The Case for a League of Democracies’ (Financial Times, 13 de mayo, 2008). Para ver una muestra de las reacciones fuera de EE UU a la idea, lea ‘This Mini-League of Nations Would Cause Only Division’ (The Guardian, 27 de mayo, 2008), de Shashi Tharoor; ‘Obamamania Infects Germany’ (Der Spiegel, 26 de mayo, 2008), de Ralf Beste, y ‘Why McCain’s Big Idea Is a Bad Idea’ (Financial Times, 5 de mayo, 2008), de Gideon Rachman.