2018/01/04: Activistas paquistaníes de Tehreek-e-Labaik Yarasool Allah (TLY) corean consignas mientras escuchan el discurso del jefe de TLY, el Dr. Ashraf Asif Jalali, durante el mitin Tajdar-e-Khatm-e-Nabuwat celebrado frente a la Asamblea de Punjab, Pakistán. (Foto de Rana Sajid Hussain/Pacific Press/LightRocket vía Getty Images)

Un grupo yihadista local y un movimiento de protesta violento están reanimando las luchas sectarias en Pakistán. Para evitar caer en una nueva espiral, Islamabad debe garantizar que todo el peso de la ley caiga sobre quienes incitan a actos violentos y quienes los cometen y, al mismo tiempo, negar a los intolerantes el espacio cívico necesario para propagar su odio.

Las luchas sectarias siguen siendo un problema para el Estado paquistaní y un peligro para sus ciudadanos. Ahora son menos frecuentes los atentados sectarios a gran escala, que mataron a miles de personas en los 80 y 90, pero todo indica que la hostilidad entre sectas se está extendiendo a partes más amplias del entorno islamista suní. En décadas anteriores, los grupos suníes deobandíes, en particular Sipah e Sahaba Pakistan (SSP) y su rama Lashkar e Jhangvi, instigaban gran parte de la violencia. Pero ahora hay dos fuerzas nuevas, el Estado Islámico Salafi de la Provincia de Khorasan (ISKP) —la rama local del Estado Islámico— y Tehreek e Labaik Pakistán (Labaik, para abreviar) —un partido político de línea dura y un movimiento de protesta violento cuyos seguidores proceden sobre todo de la mayoría suní barelví de Pakistán —que dominan el terreno, lo que ha reconfigurado el carácter de la amenaza. Es necesario que todos los órganos gubernamentales con competencias actúen cuanto antes para que el problema no siga agravándose. Las dos cosas más urgentes son las medidas para evitar que los intolerantes dispongan del espacio necesario para difundir su odio y las medidas legales para demostrar que los violentos no pueden atacar —ni instigar a otros a hacerlo— a sus conciudadanos impunemente.

Los grupos violentos suníes se asentaron en Pakistán durante el gobierno militar del general Zia-ul-Haq (1977-1988). Las políticas de la era de Zia, como la yihad antisoviética en Afganistán, los intentos de frenar la violencia chií en respuesta a la revolución iraní de 1979 y el programa de islamización del régimen, prepararon el terreno para que florecieran organizaciones con programas sectarios. El SSP y más tarde su brazo armado y en apariencia separado, Lashkar e Jhangvi —que tienen sus bases entre los deobandíes, una secta suní ortodoxa y en general intolerante— llevaron a cabo una campaña violenta para excluir a los chiíes de la vida pública que llegó a los enfrentamientos directos con grupos militantes chiíes. En los 90, la insurgencia financiada por el Ejército en la Cachemira administrada por India permitió que estos grupos consolidaran su presencia. Lashkar e Jhangvi siguió atentando contra los chiíes hasta mediados de la década de 2010, cuando la actuación policial acabó con gran parte de sus líderes y los ataques sectarios disminuyeron.

Pero ese período de paz relativa ha dado paso a una nueva era de peleas sectarias, de características diferentes y, en algunos aspectos, más peligrosas. Muchos antiguos soldados rasos de Lashkar e Jhangvi se han pasado a la rama local del Estado Islámico. El núcleo original del ISKP en Afganistán estaba formado por muchos que habían sido militantes talibanes en Pakistán. Descontentos con sus dirigentes —a menudo por peleas sucesorias—, los combatientes, a pesar de ser en su mayoría deobandíes, también se unieron a la organización salafí. Junto con otros reclutas, incluidos los de Lashkar e Jhangvi, han contribuido a que el ultrasectario ISKP gane terreno en Pakistán. El ISKP se disputa la influencia y los reclutas con los talibanes paquistaníes, sobre todo en las provincias de Khyber Pakhtunkhwa y Baluchistán, que comparten largas fronteras con Afganistán. Ha reivindicado ataques sectarios en ambas zonas. Fue responsable del atentado del 4 de marzo de 2022 contra una mezquita chií en Peshawar, que se cobró más de 60 vidas. Al parecer, el grupo salafí también está haciendo incursiones en partes de las antiguas Áreas Tribales bajo la Administración Federal (fusionadas con Khyber Pakhtunkhwa en 2018).

Quizá es todavía más preocupante el hecho de que la militancia sectaria abarca ya toda la variedad de grupos islamistas suníes, incluidos los seguidores de lo que antes se consideraba la subsecta barelví más moderada, que se cree que constituye una escasa mayoría de la población de Pakistán. Labaik, un movimiento que actúa abiertamente en la sociedad paquistaní y que tiene sus principales apoyos entre los barelvíes, constituye una amenaza muy diferente a la red de células clandestinas del ISKP. No obstante, desde que se dio a conocer en 2017, Labaik ha sido responsable de instigar o dirigir algunos de los peores actos de violencia sectaria y justiciera. Moviliza a sus seguidores con su oposición a los supuestos insultos contra el profeta Mahoma. La consecuencia más brutal de la estrategia de Labaik hasta la fecha es el linchamiento por parte de la turba, el 3 de diciembre de 2021, de un director de fábrica de Sri Lanka acusado injustamente de blasfemia. Labaik ha asumido un programa antichií y con ello ha roto con la tradición de los barelvíes de compartir las prácticas rituales con los chiíes.

El objetivo de esta seria amenaza islamista suní es la minoría chií del país, que se siente cada vez más asediada y en peligro. Esta comunidad tiene que lidiar a menudo con la indignación de los servicios de seguridad, que desconfían de sus vínculos con Irán. Y también se recurre cada vez más a las leyes sobre la blasfemia también para dañar a los chiíes.

No cabe duda de que, con el uso de la fuerza contra grupos como Lashkar e Jhangvi, el Estado ha logrado éxitos a corto plazo —entre otros, la disminución de las matanzas sectarias después de que diezmaran la dirección de Lashkar e Jhangvi—, pero no ha acabado con las organizaciones sectarias más intransigentes. Mientras estos grupos dispongan de un espacio cívico para propagar el odio, crecerán. El hecho de que el Estado no persiga a los responsables de los ataques sectarios está fomentando un entorno legal permisivo. Hace falta un enfoque proactivo, no reactivo. Para ello se necesitará una gran inversión que permita reunir información para obtener pruebas sólidas contra los que predican, incitan y llevan a cabo actos de violencia sectaria. El Tribunal Supremo tiene un papel que desempeñar: entre otras cosas, debe pedir cuentas al Gobierno si no cumple las sentencias que exigen medidas para frenar el discurso del odio y proteger a las minorías.

Contrarrestar la influencia de Labaik es especialmente difícil porque su capacidad de atracción se basa en una cuestión tan emocional como la blasfemia. Seguro que sería deseable derogar las leyes discriminatorias sobre la blasfemia, pero políticamente es inconcebible en el Pakistán actual. No obstante, la Liga Musulmana de Pakistán (Nawaz), que encabeza el nuevo gobierno de coalición, y su socio menor, el Partido Popular de Pakistán, deberían reanimar los debates dentro y fuera del Parlamento para abordar el mal uso de las leyes. Para ello podrían exigir consultas entre los líderes de las comunidades religiosas —incluidas las minoritarias— y las administraciones de los distritos antes de que la policía pueda guardar registro de los casos de blasfemia; incluir castigos estrictos para las falsas acusaciones; y perseguir a los que se toman la justicia por su mano y cometen e instigan actos violentos contra las personas acusadas de insultar al islam.

Si no se toman medidas firmes, Pakistán puede muy bien sufrir la propagación del odio sectario en partes de la población que antes no estaban afectadas, así como un aumento de los ataques. En las circunstancias actuales, quienes cometen o instigan actos violentos en nombre de la religión ven más recompensas que riesgos. Una aplicación coherente de la ley sigue siendo la mejor manera de invertir esa ecuación y evitar que el país vuelva a caer en las terribles luchas sectarias de décadas pasadas.

La versión original de este artículo se publicó con anterioridad en International Crisis Group. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.