La disrupción y la multiplicación de las amenazas para cadenas de suministro están redefiniendo la integración comercial, no destruyéndola.

Resulta tentador dejarse llevar por el paradigma de la desglobalización para explicarlo todo, pero la realidad es que, según las estadísticas comerciales de Naciones Unidas, el tráfico mundial de bienes ha avanzado en casi 40 puntos durante los últimos diez años, un periodo que incluye tanto el Brexit como el mandato de Donald Trump o su guerra comercial con China y, en un segundo plano, con México. 

Lo que sí está sucediendo es que el tejido de la antigua globalización se está deshaciendo y que eso se nota sobre todo en su columna vertebral: las cadenas de suministro. Si antes la clave de bóveda era la eficiencia, entendida como el máximo abaratamiento posible en el acceso, transporte y almacenamiento de los productos, ahora lo es la resiliencia, que es la búsqueda del equilibrio entre la disponibilidad de unos bienes a precios atractivos y el diseño de unas cadenas de suministro capaces de absorber los shocks geopolíticos y avanzar hacia la sostenibilidad.

El camino hacia la resiliencia (y el abandono de la mera eficiencia) está empedrado con los graves reveses que han dejado noqueados a los defensores de lo que podríamos llamar la vieja globalización. Se ha vuelto insostenible la idea de que la integración comercial mundial es un fenómeno inevitable que, apoyado en una creciente configuración de bloques comerciales y monedas cada vez más grandes, puede contar con el aval, como mínimo, de las dos principales potencias globales y por supuesto de unos inmensos países emergentes que están sacando a millones de personas de la pobreza gracias a ella. 

Tanto la crisis de deuda soberana que puso el euro al borde de la extinción entre 2010 y 2012 como la salida pactada de Reino Unido del bloque comunitario demostraron que ni el principal bloque comercial del planeta ni la segunda moneda más poderosa del planeta tienen asegurada la supervivencia. Las certezas del mundo como lo conocíamos están desapareciendo y los operadores logísticos ya lo sufrieron en carne propia después de que la pandemia se sumase al Brexit en Reino Unido y ambos paralizasen las cadenas de suministro, creasen graves carencias de personal y provocasen importantes retrasos en el abastecimiento del comercio minorista. 

Imagen macro borrosa de una fila de microchips.

Por otra parte, el éxito del modelo chino de capitalismo de estado, que ha servido como guía a decenas de países emergentes en todo el mundo, ha obligado a potencias como Estados Unidos o la Unión Europea a revertir parte de su defensa y justificación del comercio libre internacional. Donald Trump exprimió a conciencia, dentro de su agenda proteccionista, el discurso de que China estaba robando como un delincuente los empleos industriales a EE UU con grandes subsidios públicos y la manipulación de su moneda. Además, la guerra comercial que inició con la segunda potencia mundial le perjudicó menos que a su rival, sembró el terror a China entre la opinión pública americana y, en consecuencia, creó incentivos para la siguiente guerra comercial y bloqueó la pacificación de las relaciones que hubiera intentado, probablemente, la administración Biden. 

La política proteccionista de Trump también dañó a la UE y su actitud le demostró a Bruselas que, en muchos aspectos como la lucha contra el cambio climático, Washington había dejado de ser un socio estable para convertirse en un adversario a tiempo parcial. La globalización ya no podía contar ni con la supuesta superioridad ideológica del modelo liberal estadounidense, que se había impuesto en la Guerra Fría frente al intervencionismo de la URSS, ni con el concierto de las dos potencias, Europa y EE UU, que habían creado el marco de la globalización desde el final de la II Guerra Mundial. 

Todo ello ya se está reflejando en la apuesta por la resiliencia y la diversificación de los riesgos en las cadenas de suministro. Ya no basta con producir barato en China, en México o en Corea del Sur, sino que hay que contar, por ejemplo, con factorías en Estados Unidos para cubrirse ante posibles represalias o vuelcos comerciales. A raíz de los subsidios que promete la nueva legislación estadounidense para incentivar la producción de semiconductores y depender menos de Taiwán o Corea del Sur, Samsung ha empezado a negociar ayudas para invertir casi 200.000 millones de dólares en la apertura de 11 fábricas de chips a largo plazo en Texas. Por cierto: Washington exige que las empresas que reciban los subsidios no incrementen la producción de chips avanzados en China. 

Paz eterna versus disrupción eterna

Uno de los pilares de legitimación del modelo globalizador liberal era que creaba las condiciones para un mundo más estable y pacífico, donde las sociedades, claramente beneficiadas por el aumento de su riqueza, se convertirían en garantes de una integración comercial cada vez mayor que, además, dejaría sin argumentos a unas guerras que podrían devolverlas a la pobreza. Y esta sensación de que nos aproximábamos cada vez más a una paz y estabilidad duraderas, sobre todo entre las grandes potencias, también convenció a los operadores logísticos de que había que apostar por reducir costes y no tanto por diversificar riesgos y crear redes de suministro alternativas. La guerra entre EE UU y China era inconcebible sencillamente porque les perjudicaría a los ciudadanos de ambas. Y lo mismo cabía decir de una guerra que enfrentase a Rusia directamente con la UE. 

La guerra comercial que inauguró Trump entre Pekín y Washington tiene ahora su correlato en la nueva confrontación que deberá gestionar Joe Biden tras la visita de la congresista Nancy Pelosi a Taiwán. Y la invasión de Rusia en Ucrania, que tuvo su precedente exitoso para Vladímir Putin en la ocupación de la Península de Crimea, ya ha forzado la participación de la UE y de algunos de sus miembros no solo en la defensa del Gobierno de Kiev sino también en la emancipación acelerada a la que aspira el bloque comunitario frente al gas ruso. 

Vista en ángulo alto de un buque cisterna de GNL amarrado al muelle para suministrar gas natural licuado a la central eléctrica.

Por supuesto, lo más eficiente no era enfrentar a la primera y a la segunda potencia mundial y tampoco intentar hundir la economía rusa con sanciones o reducir el flujo de gas del que dependen países como Alemania. Los operadores logísticos, sin embargo, han comenzado a diversificar a marchas forzadas la exposición europea al combustible ruso (y de ahí el nuevo protagonismo de Catar, Argelia y el aumento del flujo del gas de esquisto americano) para que el suministro sea mucho más resiliente y capaz de soportar shocks de oferta como el que estamos sufriendo ahora mismo. 

Al mismo tiempo, ahora, con la confrontación entre Pekín y Washington en carne viva, resulta más fácil entender la carísima estrategia logística china de los últimos años: financiar puertos amigos a lo largo del Océano Índico para proteger sus exportaciones e importaciones, atraer a todos los países que podrían facilitar un embargo marítimo de sus bienes (como las autoridades de Singapur en el Estrecho de Malaca) y desplegar, por fin, una ruta terrestre alternativa para los productos… y patrocinada por una entidad financiera auspiciada por China e independiente del Banco Mundial, controlado más o menos por EE UU. Es evidente que al gigante asiático le salía más barato a corto plazo aprovechar sin más las viejas rutas de navegación… y que ha preferido no seguir dependiendo de las reglas de cortesía de la antigua globalización… para apostar con fuerza por la resiliencia de sus cadenas de suministro.   

Desabastecimiento

La crisis de abastecimiento también está redefiniendo el tejido logístico de la antigua globalización. Las factorías y las redes de suministro existentes han sido incapaces de adaptarse con rapidez al rugido de la recuperación pospandémica y eso ha contribuido a alimentar la inflación disparatada, que ha empobrecido a millones de hogares, y la recesión. 

Y todo ello nos ha demostrado que la rigidez de las cadenas de suministro les impedía transformarse rápidamente y responder al nuevo desafío. Además, la excesiva concentración de la producción en regiones específicas, que era en teoría lo más eficiente hasta ahora, también se ha revelado contraproducente cuando esas áreas atraviesan dificultades. Un ejemplo obvio: las exportaciones de trigo ucraniano tras la invasión rusa. Y otro más sutil: en medio de la crisis sanitaria y de la búsqueda desesperada de vacunas que asolaba Europa durante la pandemia, los europeos descubrimos que el 80% de los principios activos de los fármacos que consumimos procedían de China e India. 

El avance hacia la sostenibilidad tampoco puede separarse de la revolución que está sufriendo la antigua globalización. Y donde realmente se está notando es en el cambio de sensibilidad primero de la Unión Europea y después de Estados Unidos. A partir del año próximo, va a coincidir en el tiempo el enorme plan de transición ecológica de la UE (el Pacto Verde), ya en marcha, con el prometedor plan de casi 740.000 millones de dólares con el que Joe Biden quiere reducir las emisiones el 40% hasta 2030. Estos planes, además de incentivar transformaciones con dinero público, exigen que los operadores logísticos cambien muchas de sus prácticas para reducir su huella de carbono, incluyan y descarten proveedores y den preferencia a unos bienes y medios de fabricación frente a otros.  

Un cartel en un estante vacío de una tienda de comestibles (en este caso, un estante que normalmente tendría cajas de cereales) dice: "Disculpe las molestias. Repondremos este artículo en cuanto esté disponible".

La resiliencia y la sostenibilidad de las cadenas de suministro tienen dos aspectos muy relevantes en común: son una manera de reemplazar los costes bajos como el único criterio principal del comercio internacional y, en segundo lugar, la resiliencia logística, conforme el cambio climático aumente la frecuencia de fenómenos meteorológicos extremos o la elevación de las aguas, cada vez tendrá más en cuenta las consecuencias de la ausencia de sostenibilidad. La nueva globalización, anclada en cadenas de suministro resilientes y cada vez más sostenibles, no es una desglobalización, pero sí refleja la transición hacia un modelo que encarna las prioridades y urgencias del mundo (disruptivo, belicoso y contaminado) que nos ha tocado vivir en el siglo XXI.   

Y todo parece indicar que tanto la robótica como la inteligencia artificial, alimentadas por la increíble capacidad de almacenamiento y análisis de datos masivos en la nube, por el galope del internet de las cosas y por la conectividad hiperveloz de las redes 5G, van potenciar la resiliencia y la sostenibilidad de las cadenas de suministro incrementando su eficacia y reduciendo sus costes.

Porque a eso conducen la información en tiempo real, las decisiones automatizadas, las alertas tempranas sobre fallos o los nuevos escenarios para abaratar los costes o reducir los riesgos que proponen los sistemas informatizados. Y lo mismo cabe decir de la expansión de factorías y vehículos autónomos, la transformación de los medios de producción con los que se trabaja en las fábricas (brazos robóticos de última generación, etcétera) o la interacción autónoma de la inteligencia artificial de los almacenes, los proveedores y los clientes apoyándose en bases de datos inexpugnables como Blockchain o Ethereum.  

En definitiva, es cierto que asistimos al ascenso del nacionalismo proteccionista y a sus clásicas barreras contra las exportaciones de países que ayer se consideraban rivales y hoy se consideran enemigos. Pero también lo son que el comercio internacional ha aumentado significativamente en los últimos diez años… y que lo que reflejan las nuevas tendencias logísticas es la transición de una globalización anclada en la obsesión con la eficiencia (entendida como la persecución casi exclusiva de los bajos costes) a otra que incorpora objetivos como la resiliencia y la sostenibilidad, así como los nuevos medios de la revolución industrial 4.0, para adaptarse a la nueva complejidad de un mundo trufado de guerras, graves amenazas comerciales y climáticas y pugnas entre las grandes potencias.