Cómo la líder Aung San Suu Kyi excusa las acciones del Ejército.

 

AFP/Getty Images

 

El 27 de marzo, el Ejército birmano celebró el Día de las Fuerzas Armadas en Naypyidaw, la capital del país, con la habitual demostración de fuerza militar. Más de seis mil soldados desfilaron delante de la plana mayor del Ejército y el Gobierno, además de tanques, helicópteros y aviones de combate. El Tatmadaw, como se conoce al Ejército birmano, había mostrado en pocas ocasiones tanto armamento como este año, pero todos los ojos estaban puestos en otra cosa: en una mujer menuda y de aspecto frágil sentada en la primera fila del palco de honor, junto a varios endurecidos generales responsables de algunas de las peores violaciones de los derechos humanos cometidas durante las diversas guerras civiles que han arrasado el país desde su independencia en 1948.

Esa mujer era Aung San Suu Kyi, la hija del hombre que fundó el Tatmadaw, el general Aung San, la célebre líder de la Liga Nacional para la Democracia y, hasta hace muy poco, un icono mundial indudable de la lucha por los derechos humanos en Birmania y todo el mundo. La histórica imagen de Suu Kyi sentada entre los mismos generales que la mantuvieron bajo arresto domiciliario durante catorce años y detuvieron y torturaron a centenares de sus seguidores es uno de los símbolos más significativos de la transición a una “democracia disciplinada” que el régimen de Naypyidaw comenzó a poner en marcha hace dos años.

La reconciliación entre el régimen de Naypyidaw y Suu Kyi, que en abril del año pasado pasó a ser diputada tras unas elecciones parciales en las que arrasó su partido, ha suscitado el entusiasmo de algunos de sus correligionarios. Nyan Win, un alto cargo del partido declaró aquel día: “A juzgar por el acontecimiento de hoy, podemos decir que el Tatmadaw ya no está separado del pueblo.”

Nyan Win da por sentado lo que muchos habían pensado hasta hace poco: que Aung San Suu Kyi es la legítima representante política de los bimanos. Y no cabe duda de que ellas continúa disfrutando de una gran popularidad, sobre todo entre los bamar, la etnia mayoritaria del país y a la que pertenece, pero no es menos indudable que, por primera vez desde que inició su carrera política hace un cuarto de siglo, están apareciendo grietas en su, hasta ahora, inmaculada imagen pública.

Dos semanas antes del desfile de las Fuerzas Armadas, se pudo ver a Suu Kyi en una situación no menos insólita. En la población de Sarlingyi, en el centro de Birmania, centenares de personas le increparon y gritaron acusándola de traicionarles a ellos y al  legado de su padre. No se trataba de las turbas organizadas por el Estado para acosarla, tan frecuentes durante la dictadura militar, sino de los empobrecidos habitantes de la zona en la que se va a ampliar la mina de cobre de Letpaudaung, gestionada por una empresa propiedad de los militares y otra china, lo cual supondrá, como en muchos otros lugares del país, la expropiación en aras del “desarrollo económico”, de las tierras en las que han vivido durante generaciones.

A finales de noviembre, las autoridades reprimieron brutalmente una protesta contra la mina liderada por monjes budistas. Según algunos grupos de derechos humanos, la policía utilizó fósforo blanco para disolver las protestas y numerosos monjes sufrieron graves quemaduras. El Gobierno encomendó a Suu Kyi presidir una comisión de investigación y sus conclusiones no pudieron ser más decepcionantes para los habitantes de la zona. El informe achacaba los violentos métodos empleados por la policía a su “ingenuidad” y, pese a reconocer que la mina beneficiará poco a la población local, recomendaba seguir adelante con la ampliación, para no ahuyentar a posibles inversores extranjeros. Cuando Suu Kyi fue a explicarle el informe a la población local, ésta escuchó una postura prácticamente indistinguible de la del Gobierno y, para muchos, “la Dama” cayó del pedestal en el que había estado encumbrada durante decenios.

La estrategia de Aung San Suu Kyi en los dos últimos años parece consistir en tratar de apaciguar a toda costa a los generales, que continúan ejerciendo una enorme influencia en el país. Está previsto que se celebren unas elecciones generales en 2015, y es más que probable que su partido gane con una amplia mayoría, por lo que Suu Kyi estaría haciendo todo lo necesario para no asustar a los generales más reaccionarios. Su presencia en el desfile es la muestra más palpable de ello. Pero no son pocos los que creen que Suu Kyi se está alejando del pueblo a media que se acerca a los mismos militares que lo han reprimido con dureza durante cinco decenios.

El caso de la mina de Letpaudaung, en el que subyace el modelo de desarrollo económico que habrá de adoptar Birmania ahora que está abriendo su economía a las inversiones extranjeras, no es el único en el que Aung San Suu Kyi ha mostrado estar más de acuerdo con el Gobierno de lo que, en principio, cabría de esperar de una líder de la oposición. La Premio Nobel de la Paz se ha negado a condenar la guerra que el Tatmadaw está librando contra los rebeldes autonomistas de la etnia kachín en el norte del país, en la que está en juego el modelo territorial de Estado para Birmania, alegando que desconoce si el Ejército está cometiendo violaciones de los derechos humanos allí, lo cual ha creado no poco resentimiento entre los kachín.

Suu Kyi también ha guardado un desconcertante silencio sobre la limpieza étnica de la minoría musulmana rohingya en el Estado de Arakan, en el noroeste del país. Considerados inmigrantes ilegales por una inmensa mayoría de la población birmana, incluyendo a destacados miembros de la Liga Nacional para la Democracia, los rohingya llevan sufriendo la persecución del Gobierno desde que comenzó la dictadura militar en 1962. El año pasado se produjeron sucesivos estallidos de violencia entre la mayoría budista local y los musulmanes, dejando centenares de muertos, miles de casas arrasadas y decenas de miles de refugiados, la inmensa mayoría musulmanes. Lo que subyace bajo esa violencia es la idea de identidad nacional birmana, fuertemente vinculada a la etnia y la religión budista; otra cuestión en la que la oposición y el Gobierno parecen compartir las mismas ideas.

Hay que señalar que Aung San Suu Kyi siempre ha enfatizado la necesidad de iniciar un proceso de reconciliación nacional y se ha mostrado dispuesta a hablar con los militares. Pero lo cierto es que, desde que su partido ha sido aceptado por el régimen birmano, prácticamente no ha ejercido ningún tipo de oposición, los cambios políticos están totalmente controlados por los militares (y ex militares, como el presidente Thein Sein) y la Liga Nacional para la Democracia no ha aportado ninguna propuesta, en una transición diseñada y ejecutada hasta el mínimo detalle por el antiguo régimen. El papel de Suu Kyi, que ha realizado diversos viajes al extranjero, parece consistir casi exclusivamente en dotar de legitimidad al nuevo Gobierno con su autoridad moral y carisma. Entretanto, es un misterio cuál es el programa político de su partido, más allá de una serie de vaguedades sobre el “imperio de la ley”, los derechos humanos y la democracia.

Recientemente la violencia interreligiosa entre budistas y musulmanes se ha extendido a otras regiones del país. Pocos días antes del desfile militar en Naypyidaw, turbas de extremistas budistas, en ocasiones lideradas por monjes armados atacaron los barrios musulmanes de Meikhtila, en el centro del país, y otros lugares. Durante los ataques murieron decenas de personas, la gran mayoría musulmanes. En este caso las víctimas no han sido los apátridas rohingyas, sino ciudadanos birmanos de pleno derecho.

Muchos medios, e incluso el think tank International Crisis Group, han descrito esos sucesos como estallidos espontáneos de “violencia sectaria” y han llegado a afirmar que, con la transición a la democracia, están saliendo a la superficie viejos odios reprimidos durante cinco decenios de dictadura militar, lo cual es manifiestamente falso, teniendo en cuenta que los militares han fomentado activamente el odio interreligioso durante años y este tipo de violencia no es nueva en absoluto. La comunidad internacional, desde Obama hasta el Gobierno noruego, parece estar más que dispuesta a exonerar de culpa al Gobierno por estos episodios, en aras de mejorar las relaciones con un país que desean alejar de la poderosa órbita china y que se está convirtiendo en la última frontera para inversores deseosos de explotar sus ricos recursos naturales y un mercado virgen.

Pero hay razones para creer que la violencia sectaria podría ser algo mucho más inquietante. Según Tomás Ojea Quintana, el relator especial de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en Birmania, que viajó recientemente a la zona, la policía y el Ejército no hicieron nada para detener la violencia, los ataques estaban cuidadosamente organizados y es muy posible que detrás de ellos se hallen altos cargos del Gobierno. Numerosos observadores, como el politólogo de la London School of Economics Maung Zarni, creen que elementos del Ejército han organizado la violencia. En cualquier caso, la confrontación entre budistas y musulmanes le está brindando la oportunidad al Ejército de demostrar que es la única institución capaz de mantener el orden. Entretanto, Aung San Suu Kyi sólo ha roto su silencio para disculpar la inacción de las fuerzas de seguridad alegando que no saben cómo reaccionar ante este tipo de situaciones en el marco de una democracia incipiente.

 

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