Irán e Israel están atrapados en una relación disfuncional de la que ninguno de los dos puede escapar por sí solo. Este es el modo de acabar con su lucha.

El Comité Estadounidense de Asuntos Públicos de Israel (AIPAC, en sus siglas en inglés) —el poderoso grupo del lobby proisraelí— celebró hace poco en Washington su conferencia anual sobre política, que discurrió como cabía esperar. El candidato presidencial republicano, el senador John McCain, arengó a apretar la soga en torno a Irán y se burló de quienes están a favor de un enfoque más diplomático. La secretaria de Estado de EE UU, Condoleezza Rice, explicó que negociar con los ayatolás sería inútil “mientras continúen en su lento avance para conseguir un arma nuclear bajo la tapadera de las palabras”. El primer ministro israelí, Ehud Olmert, hizo un llamamiento al uso de “todos los medios posibles” para detener a Teherán en su propósito de obtener una bomba atómica. Unos días más tarde, el ministro de Transporte de Israel, Saul Mofaz, advirtió de que un ataque a Irán es “inevitable”, mientras Teherán “continúe con su programa para desarrollar armas nucleares”.

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¿Más humo que fuego? La ideología antiisraelí iraní es real, pero no insalvable.

Como si quisiera dar más énfasis a estos argumentos, el presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, interpretó gustosamente el papel de villano, prediciendo desde Teherán que Israel “pronto desaparecerá del panorama geográfico”. Con este telón de fondo, pocos en el AIPAC se mostraron convencidos del llamamiento del candidato presidencial demócrata Barack Obama a que Estados Unidos entable conversaciones directas con el régimen de los ayatolás (aunque el senador por Illinois ganó nuevos amigos en la conferencia este año). De hecho, el AIPAC y los líderes israelíes temen que cualquier negociación entre Washington y Teherán se produzca a su costa y han elevado en consecuencia su retórica.

No tiene porqué ser así. Aunque Irán e Israel no van a firmar ningún pacto de defensa mutua en un futuro cercano, los dos países no están destinados a ser enemigos implacables. En todo caso, Israel podría convertirse en uno de los principales beneficiarios de un acercamiento entre Washington y Teherán.

Podría sonar inconcebible que la República Islámica, cuyos líderes desde 1979 han usado el más venenoso de los discursos contra el “pequeño Satán”, pudieran moderar alguna vez su posición hacia Israel. Sin embargo, una revisión detenida de las tres últimas décadas muestra que el hostil discurso de Teherán es más un producto del oportunismo que del fanatismo. Irán e Israel incluso han estado dispuestos a trabajar juntos algunas veces de manera discreta, a pesar de sus ideologías opuestas.

La razón es simple: cuando se ve forzado a elegir, el régimen de los ayatolás escoge sus intereses geoestratégicos por encima de sus impulsos ideológicos. En ninguna otra área es tan evidente la importancia de la dimensión estratégica de la política exterior de Irán como en lo que se refiere a Israel. Cuando estos dos pilares de la diplomacia iraní se han visto enfrentados, como sucedió en los 80 durante la guerra entre Irán e Irak, las preocupaciones geoestratégicas de Teherán se han impuesto sistemáticamente. El país persa buscó de manera discreta la ayuda de Israel, y Tel Aviv hizo muchos esfuerzos para lograr que Irán y EE UU volvieran a hablarse. Al verse enfrentado a un Ejército iraquí invasor y descubrir que su armamento de fabricación estadounidense carecía de piezas de recambio a causa del embargo, Teherán necesitaba desesperadamente la ayuda de Israel. Tel Aviv, a su vez, estaba más que deseoso de evitar una victoria iraquí y de restaurar la tradicional cooperación clandestina israelí-iraní en materia de seguridad establecida bajo el régimen del sha, a pesar de la feroz retórica contra Israel de los mulás.

Irán nunca abandonó su ideología antiisraelí, pero durante años se abstuvo de trasladarla a políticas operativas. Ha sido sólo en los últimos quince años, por ejemplo, cuando Teherán ha pasado a jugar este papel saboteador en el conflicto palestino-israelí. ¿Por qué ahora? Hoy las corrientes ideológicas y estratégicas de la diplomacia iraní están alineadas, y los resultados son visibles en cada rincón de la región: un Hezbolá en ascenso en Líbano, un Hamás más afianzado en los territorios palestinos, una población chií cada vez más radical en Irak.

Contener estas potenciales amenazas exige entender porqué Irán se comporta del modo en que lo hace. Desde el punto de vista estratégico, la República Islámica se opone a Israel porque tiene la percepción de que Tel Aviv busca su exclusión de los asuntos de la región. Irán piensa que Israel está trabajando constantemente en contra de sus intereses, ya sea en Washington o Asjabad (Turkmenistán). Se ve al Estado hebreo como un obstáculo fundamental para poder iniciar un diálogo entre Estados Unidos e Irán, y ha jugado un papel crucial a la hora de colocar el programa nuclear iraní a la cabeza de la agenda internacional. Incluso las declaraciones fuertemente ideológicas de Ahmadineyad han adquirido un propósito estratégico. Jugar la carta antiisraelí ayuda al régimen de los ayatolás a superar la brecha persa-árabe y la chií-suní, según el razonamiento de Teherán. La dura retórica contra Israel es bien recibida en la calle, aumentando las tensiones entre los Gobiernos árabes y sus ciudadanos, que a su vez evita que los árabes se alineen con Tel Aviv contra Teherán.

Un Irán domesticado es mucho menos peligroso que uno enojado y aislado

La clave para eliminar el peligro que la República Islámica podría plantear a Israel consiste en lograr que estas dos fuerzas de la política exterior iraní –el interés estratégico y la ideología— se contrarresten entre sí una vez más. No obstante, las amenazas de guerra y las sanciones no pueden lograr este fin. Sólo con un acuerdo de mayor amplitud —la rehabilitación política de Irán en la región a cambio de que ponga fin a su destructivo comportamiento— Teherán renunciará a su abierta hostilidad hacia Tel Aviv. Una vez fuera de su aislamiento, el análisis coste-beneficio de Irán cambiaría drásticamente. El país persa tendría cuidado de no socavar su propio estatus geopolítico con una conducta antiisraelí y antiamericana de motivaciones ideológicas.

Esta fórmula no es nueva, ni está sin comprobar. China se niega a abandonar sus pretensiones comunistas, pero la integración global le ha hecho reacia a poner en práctica los principios económicos de esta ideología debido al efecto devastador que tendrían sobre sus propios intereses económicos.

¿Pero por qué buscaría ahora Irán unas negociaciones serias —se podrían preguntar quienes se oponen a la diplomacia—, cuando parece que está logrando lo que persigue en Oriente Medio? Porque está ansioso por consolidar sus ganancias a través de conversaciones con la próxima Administración estadounidense y lograr el reconocimiento de su papel en la zona. Aquellos que rechazan el diálogo no pueden tenerlo todo a la vez. No pueden argumentar que Washington no debería negociar debido a su falta de poder (lo que no es cierto, ya que sólo EE UU puede levantar sus sanciones y apoyar la inclusión de Irán en una nueva arquitectura regional de seguridad) y a la vez alegar que Teherán prefiere el status quo y no está interesado en mantener conversaciones precisamente porque Irán tiene poder.

En realidad, Estados Unidos no tiene necesidad de presionar a Irán para que acuda a la mesa de negociación; sólo necesita demostrar que es serio en su propósito de alcanzar un entendimiento estratégico. Lo que inducirá a Teherán a cooperar no es la amenaza, sino la promesa de conseguir un papel legítimo en la zona sin renunciar a su orgullo. Para Israel, eso podría ser bueno. Un Irán domesticado —integrado en las estructuras políticas y económicas de la región y en las fuerzas de la globalización— es mucho menos peligroso que uno enojado y aislado que defiende sus intereses avivando las llamas del extremismo. Ese es un concepto que los partidarios de Israel y el AIPAC deberían encontrar útil.

 

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