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Un hombre en Mhamid el-Ghizlane, desierto del Sáhara. (Fadel Senna/AFP/Getty Images)

Este libro hace una recuperación intelectual de Ibn Khaldún sin querer moldear su pensamiento con arreglo a los parámetros del siglo XXI.

Ibn Khaldun, An Intellectual Biography

Robert Irwin

Princeton University Press, 2018

Ibn Khaldún nació en Túnez en 1332 y perdió a sus padres y a muchos de sus amigos y maestros cuando tenía 17 años por culpa de la peste negra, que asoló el Norte de África y se cobró decenas de miles de vidas, igual que haría en Europa poco después. Robert Irwin, autor de Ibn Khaldun: An Intellectual Biography, nos recuerda que creció a la sombra de unas ruinas que él comparó con “las letras descoloridas de un libro”. Leptis Magna en la actual Libia, Cartago, El Djem y Dougga en Túnez, Timgad y Djemila en Argelia, eran reliquias de civilizaciones anteriores, las de los cartagineses y los romanos, símbolos de una región que había estado mucho más poblada y había sido mucho más próspera mil años antes. Los escritos de Ibn Khaldún tuvieron poca influencia entre sus contemporáneos, pero fueron redescubiertos e incorporados por los pensadores europeos y árabes de los siglos XIX y XX.

Desde entonces, sus textos han sido objeto de interpretaciones tan contradictorias que hacía falta una labor de recuperación intelectual. Los pioneros de la modernización del islam en el siglo XIX, Jamal al Din al Afghani y Muhammad Abduh, estudiaron con detalle Muqaddima (Prolegómenos), y el hombre de letras más destacado de Egipto, Taha Husayn, escribió una tesis sobre Ibn Khaldún en la Sorbona en 1917. Los orientalistas europeos lo presentaron como precursor de Maquiavelo, Marx y Durkheim. En esto último no tenían razón; ¿por qué?

Robert Irwin, que ha escrito numerosas obras sobre la historia y el arte árabes de la Edad Media, está en una situación idónea para desentrañar la complejidad y la ambigüedad de la filosofía y los análisis sociales de Ibn Khaldún, que pertenecía a un mundo en el que “la causalidad depende de la voluntad de Dios y el propósito fundamental de la organización social es la salvación religiosa”. No es ningún predecesor de Maquiavelo ni Montesquieu, sino un pensador original al que merece la pena redescubrir.

En 1377, cansado de los vuelcos y la violencia de la política en la región, y después de haber sido consejero de los gobernantes de Túnez, Tremecén, Fez y Granada, se retiró a la fortaleza de la tribu Banu Salama, cerca de Frenda, en el oeste de Argelia, y allí escribió Muqaddima, el estudio sobre las leyes de la historia y de las sociedades islámicas que le dio fama. En 1382 se fue a vivir a El Cairo, donde ocupó el puesto de juez supremo de la corriente malikí dentro del islam. En 1400 se reunió con el líder mongol, Tamerlán, en las afueras de Damasco. Este encuentro ha sido objeto inevitable de comparaciones con encuentros similares entre Aristóteles y Alejandro Magno y entre Napoleón y Goethe.

La primera pregunta que hace Ibn Khaldún es: ¿por qué cometen errores los historiadores? La respuesta es que “al escribir historia, hay tres cosas que inducen a error. La primera, el sectarismo. La segunda, la ingenuidad. La tercera, la ignorancia de lo que es intrínsecamente posible. Este tercer aspecto era el que él pretendió abordar por encima de todo, porque los cronistas anteriores no habían reflexionado en serio sobre las leyes generales que rigen la formación y la disolución de las sociedades humanas”. El concepto más famoso que elaboró fue el de assabiyya (solidaridad social) de los nómadas, qué virtudes tenían y cuál era su lugar en la historia. Decía que, cuando un gobernante que acababa de triunfar se instalaba con su tribu en una ciudad, era inevitable que al cabo de tres o cuatro generaciones comenzara la decadencia, cuando el régimen empezaba a sumirse gradualmente en el lujo y la extravagancia. A medida que los vínculos forjados por la solidaridad tribal y la austeridad nómada se debilitaban, el gobernante empezaba a utilizar mercenarios y, para pagar a sus soldados, comenzaba a cobrar impuestos no autorizados por el islam.

El pesimismo de Ibn Khaldún tiene una base moral y religiosa, no sociológica. Irwin afirma que el hecho de que sea tan irrelevante para nuestra época es lo que lo hace tan interesante: el ascenso y la caída de las dinastías del Norte de África hace siete siglos no afecta a nuestro conocimiento actual de la región, pero sí demuestra que existen otras formas de observar el mundo que las que nosotros (sobre todo en Occidente) damos por descontadas. Fue en Estambul, en el siglo XVII, donde se redescubrieron por primera vez las ideas que él había desarrollado tres siglos antes. En 1653, cuando “empezaron a surgir dudas entre los intelectuales turcos sobre la eternidad de su poder, Katib Celebi incluyó las obras de Ibn Khaldún en Kashf al Zunun, un catálogo que enumeraba 14.500 títulos de libros en árabe, turco y persa”. A finales de siglo, indica Irwin, el astrólogo de la corte de Estambul, Ahmed ibn Lutfullah, “también recurrió con frecuencia a Ibn Khaldún en su historia universal”.

Siglo y medio después, sus ideas parecían más pertinentes que nunca. “Muhamad Alí, que gobernó Egipto entre 1805 y 1848, leyó a Ibn Khaldún y mandó que lo tradujeran al turco. Es posible que, junto con los escritos de Maquiavelo y las descripciones de las campañas de Napoleón, el pensamiento político y social de Ibn Khaldún contribuyera a inspirar la forma de gobernar de Muhamad Alí”.

Los orientalistas occidentales también estaban descubriéndolo. El orientalista austriaco de principios del XIX Joseph von Hammer dijo que Ibn Khaldún era “un Montesquieu árabe”. El francés Émile-Félix Gauthier, que fue profesor en la Universidad de Argel hace un siglo y “utilizó su erudición para denigrar la cultura árabe y la cultura bereber”, despojó a Ibn Khaldún de lo que consideraba su “identidad superficialmente medieval” para asegurar, en palabras de Irwin, que “en realidad era un francés moderno y, además, un francés que habría aprobado el imperio francés en el Norte de África”. Llegó a detectar “un aroma de Renacimiento” en él. Ni que decir tiene que aquello era tergiversar la figura de un hombre profundamente religioso que, durante toda su vida, expresó tremenda admiración hacia la cultura bereber y los monarcas bereberes a los que sirvió. En la década de 1930, el famoso historiador Arnold Toynbee dijo que el pesimismo de Ibn Khaldún le resultaba tan atractivo como su retrato moralizante del ciclo inevitable de decadencia moral provocada por el lujo y la codicia.

En los 60, el antropólogo Ernest Geller consideraba que Ibn Khaldún fue un precursor de John Maynard Keynes y el fundador de la sociología moderna, Max Weber; otros, sostenían que fue un precedente de Maquiavelo. Irwin dice que, “como tantos que han estudiado al pensador árabe, Gellner creó un Ibn Khaldún a su propia imagen y semejanza, alguien que era, según él, un soberbio sociólogo inductivo, partidario —antes de que se inventara el término— del método de los tipos ideales”. Añade que, en palabras del novelista L. P. Hartley, “el pasado es un país extranjero: en él hacen las cosas de otra manera”. Las ideas de Ibn Khaldún aparecen citadas y elogiadas en el libro Los trazos de la canción de Bruce Chatwin, y son la base del ciclo de novelas de ciencia ficción de Frank Herbert, Dune.

Ahora bien, el premio al que mejor utilizó a Ibn Khladún para sus propios fines es para Ronald Reagan, que, en una conferencia de prensa celebrada en octubre de 1981, citó al filósofo medieval para respaldar la teoría de la economía de la oferta, nada menos. Robert Irwin subraya que, aunque Ibn Khaldún fue uno de los pocos pensadores árabes medievales que escribieron de economía, habría sido “milagroso que profetizara la política fiscal del Partido Republicano estadounidense”.

Robert Irwin no abusa de su erudición sobre la cultura árabe medieval y ofrece una descripción a veces muy divertida de la interpretación que han hecho los orientalistas del siglo XIX, los historiadores y los nacionalistas árabes modernos de Muqaddima. La rapidez de Ibn Khaldún para analizar, teorizar y hacer generalizaciones da a su escritura “el aspecto, tal vez engañoso, de modernidad”. Irwin demuestra que las comparaciones entre Ibn Khaldún y Maquiavelo no tienen mucho sentido, pese a que la obra maestra de este último, El príncipe, es tan pesimista como Muqaddima, y ambos libros nacieron de la desilusión política. “Maquiavelo estaba interesado en la psicología del poder, la búsqueda de la gloria y el papel que tenía la personalidad en la alta política. A Ibn Khaldún no le interesaban esas cosas. Maquiavelo decía que los vicios tenían sus virtudes y que el gobernante podía actuar de forma inmoral si la necesidad lo exigía. Para el religioso y moralista Ibn Khaldún, ese cinismo habría sido abominable”. Desde luego, no era un filósofo fiel a la tradición grecoislámica, y, “aunque reconocía que la lógica tenía su utilidad, pensaba que el ejercicio de la filosofía era peligroso. La jurisprudencia malikí fue un modelo mucho más importante para su metodología histórica”.

Esta mirada fresca sobre uno de los mayores pensadores árabes es un magnífico trabajo de recuperación intelectual que no cae en la tentación de arrancar a Ibn Khaldún del siglo XIV para moldear lo que escribió con arreglo a los parámetros del siglo XXI. Robert Irwin ha recobrado, por así decir, el pensamiento de este gran polímata y ha situado a Ibn Khaldún en su debido contexto histórico.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia