He aquí algunas claves (ignoradas) en la escalada de tensión.

 

AFP/Getty Images
Camiones y coches pasan cerca de un cartel que dice "¡Stop Maidán! ¡Crimea a favor de la estabilidad! ¡No a la intervención extranjera! en una carretera de Crimea, Ucrania.

 

Es tremendamente complejo analizar una crisis en pleno desarrollo como la de Ucrania y la península de Crimea, ya que cualquier conclusión puede quedar desfasada en cuestión de horas. Sin embargo, sí que es posible detallar algunas de las claves del conflicto, en general ignoradas por la legión de expertos sobre la región que repentinamente han proliferado en los medios de comunicación.

De entrada, el presidente Víktor Yanukovich no había enloquecido cuando anunció en noviembre la renuncia a firmar el acuerdo de asociación con la UE. Esa decisión estuvo basada en criterios de mero pragmatismo económico, ya que el previsible establecimiento de aranceles por parte de Rusia a la producción industrial del este de Ucrania hubiese supuesto el hundimiento de la economía.

Frente a esa realidad la UE no ofreció apoyo financiero, planteando como alternativa el recurso al FMI. Pero éste exigía a Ucrania reformas como el recorte de las pensiones y la subida del precio del gas en el mercado interno, algo inasumible por el gobierno de Kiev. Por el contrario, Moscú aprobó el 17 de diciembre una ayuda de 15.000 millones de dólares (unos 11.000 millones de euros) y un descuento en el precio del gas, sin condiciones explícitas.

En ese momento se podrían haber aplacado las protestas, de no ser por el abierto respaldo occidental a las mismas, al presentarlas como un movimiento del pueblo ucraniano contra el régimen (denominación per se tendenciosa), mientras Bruselas conminaba a Yanukovich a cambiar sus políticas o incluso a abandonar el poder, en una intromisión más que discutible en los asuntos internos de un país soberano.

También en esa etapa Occidente optó por minusvalorar el peso que formaciones radicales como Libertad iba asumiendo en el bando opositor. Para cualquier conocedor de la compleja realidad de Ucrania, con unas fronteras más que discutibles desde un punto de vista histórico y una profunda división entre regiones, resultaba evidente que la presencia de milicias con simbología neonazi iba a alejar la posibilidad de un consenso y a acercar la posible ruptura del país en dos.

Otro momento clave se produjo cuando el Gobierno ucraniano aprobó el 16 de enero un paquete legislativo para reprimir las protestas, algo incomprensible porque sirvió para catalizar las protestas y aumentar el protagonismo de las milicias de “Sector de Derechas” y “Causa Común”, o de ex combatientes de Afganistán. Como consecuencia, el 22 de enero se produjeron las primeras muertes en las calles de Kiev.

El día 28 se produjo la renuncia del primer ministro Mikola Azárov y de todo su gabinete. Yanukovich ofreció entonces a la oposición el formar parte de un gobierno de concentración nacional. Si los líderes de la oposición moderada de las formaciones Patria y UDAR hubiesen aceptado esa oferta la situación actual en Crimea sería muy distinta, pero el hecho es que la rechazaron.

Esa decisión refleja, en primer lugar, la baja cultura democrática del espacio postsoviético, en los que la búsqueda de consensos se obvia cuando existe la posibilidad de asumir todo el poder. Pero también es indicativa de que los opositores tuvieron un estímulo externo para no aceptar una oferta que suponía una gran victoria para ellos.

A partir de ese momento el presidente ya no disponía de más cortafuegos. Se produjeron así los sangrientos eventos del lunes 17 de febrero, con 26 muertos (10 de ellos policías). Yanukovich alternó entonces los erráticos intentos de recuperar el control por la fuerza, con ofertas de diálogo que caían en oídos sordos.

Finalmente, el jueves 20 murieron decenas de personas en las calles de Kiev víctimas de francotiradores. Los ministros de exteriores de Alemania, Francia y Polonia se desplazaron a Kiev, y bajo su mediación se firmó un acuerdo la madrugada del día 21 por el que las elecciones presidenciales se adelantaban a 2014, y se votaría la vuelta a la Constitución de 2004 para recortar los poderes presidenciales.

Tan solo unas horas después Yanukovich huyó de Kiev, supuestamente bajo amenazas de muerte, para refugiarse primero en Járkov y luego en Rusia. Los líderes revolucionarios le destituyeron por dejación de funciones y nombraron a Alexander Turchinov como nuevo presidente,  y liberaron a la encarcelada Yulia Timoshenko.

Es paradójico que la UE ignorase el incumplimiento del acuerdo que había auspiciado y reconociese inmediatamente a las nuevas autoridades, mientras que Rusia, que no lo suscribió, sí que afirmase que la única solución pacífica pasaba por respetar lo acordado la madrugada del viernes 21.

Con ese respaldo, los nuevos dirigentes cometieron los errores clave que nos han llevado a la situación actual: el marginar al Partido de las Regiones a la hora de ocupar los puestos clave de la administración y, sobre todo, la derogación de la ley de 2012 que declaraba oficial el ruso en las regiones dónde supera el 10% de hablantes.

Eso fue una provocación sectaria e innecesaria a las regiones orientales, que son las que sostienen el presupuesto nacional para subsidiar a las zonas agrícolas occidentales. Si a ello se une la imagen de milicias armadas custodiando los edificios oficiales, y a los dirigentes del “Sector de Derechas” hablando de expulsar a hebreos y rusos de la administración, todo estaba preparado para llevar a Ucrania al desastre.

Sólo desde la irresponsabilidad o la ignorancia se podía pensar que esa sucesión de eventos no iba a tener serias consecuencias. La mencionada división de Ucrania en dos mitades conlleva la necesidad de mantener un delicado equilibrio político para no desatar las tensiones, algo que se ha roto claramente con la revolución de Kiev.

Por ello, la hasta entonces por todos ignorada población rusófila comenzó a manifestar su rechazo a las nuevas autoridades, a las que acusan de haber alcanzado el poder mediante un golpe de Estado. La punta de lanza fue Crimea (con un 60% de población de etnia rusa), dónde el 25 de febrero se formaron milicias de autodefensa y se nombró un nuevo primer ministro, que convocó un referéndum de autodeterminación para el 30 de marzo, y solicitó la intervención militar rusa para estabilizar la situación.

En ese punto Moscú dio un paso al frente, tras meses de críticas a Occidente por interferir en la política interna de Ucrania. Un error común es el pensar que Yanukovich tenía el respaldo del Kremlin, cuando Vladímir Putin siempre se ha entendido mucho mejor con Timoshenko. Si Rusia hubiese apoyado al Gobierno en la misma medida que Occidente apoyó a la oposición, probablemente las protestas se hubiesen atajado ya en diciembre, con la declaración del Estado de emergencia.

Por otra parte, para Rusia la defensa de los 20 millones de rusos étnicos que quedaron fuera de sus fronteras tras la disolución de la URSS es un interés vital, incluido en todos sus documentos doctrinales desde el final de la Guerra Fría. Por ello, el llamativo silencio de Putin no era más que la calma que antecede a la tempestad, desatada el 1 de marzo cuando solicitó al Senado autorización para desplegar sus tropas en Ucrania.

Desde un punto de vista militar, las fuerzas armadas ucranianas no son en absoluto rival para Rusia, lo que no excluye la posibilidad de enfrentamientos puntuales. Fue muy llamativo el nombramiento por Kiev del almirante Denis Berezovski como jefe de las fuerzas navales en Crimea, ya que dimitió inmediatamente para adherirse al gobierno separatista. Conforme crezcan las protestas contra el Gobierno central es posible que se produzcan defecciones en bloque de unidades militares.

Por parte de Occidente, John Kerry declaró el 2 de marzo que Rusia “no debe invadir a otro país basándose en razones inventadas con el fin de hacer valer sus intereses”, a lo que el Kremlin replicó recordando el caso de Irak, mientras que el secretario general de la OTAN afirmaba que el no respetar la integridad territorial de un Estado viola la ley internacional, lo que lleva a recordar el caso de Kosovo, cuya independencia de Serbia ha sido reconocida por EE UU y una mayoría de aliados (no por España).

De cara al futuro, lo más probable es que Rusia blinde militarmente Crimea hasta la celebración del referéndum, en el que puede declararse la independencia de la región cómo ya se hizo sin éxito en 1992 y 1994. Lo que ocurra en las provincias orientales de Donetsk, Járkov y Luhansk (o incluso más al oeste en Odessa) dependerá de la actitud de los revolucionarios de Maidán ahora en el poder.

Pasada la euforia revanchista que siguió a la espantada de Yanukovich, las nuevas autoridades deberían intentar estabilizar la situación económica y de seguridad en coordinación con la UE y la propia Rusia, e integrando todas las sensibilidades políticas. Ese es el único camino hacia la desescalada de las tensiones, no existen soluciones alternativas que no conlleven el fin de Ucrania como el Estado que conocíamos. La reciente propuesta de federalización de Ucrania, barajada por el dúo Merkel-Putin, podría ser la luz al final del túnel.

 

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