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El presidente de Estados Unidos Donald Trump en un mitin en Illinois para mostrar su apoyo al candidato republicano a las próximas elecciones, Mike Bost. (Scott Olson/Getty Images)

Lo que está en juego en las elecciones de mitad de mandato en Estados Unidos es fundamental. Si los demócratas obtienen el control de la Cámara no solo interrumpiría las ambiciones legislativas de los republicanos, sino que les permitirían emprender numerosas investigaciones sobre el presidente.

 

“No golpees a los de abajo”, dice una norma habitual tanto de los cómicos como de los políticos. En el caso de los cómicos, quiere decir que el objeto de sus chistes deben ser los ricos y poderosos, no los pobres y pisoteados. Para los políticos, aunque pueden ser tan despiadados como los cómicos, el significado es ligeramente distinto: con tantas batallas que emprender, más les vale, en la mayoría de los casos, no perder tiempo ni energía en unas peleas que están, literal y figuradamente, por debajo de ellos.

Ni todas las personas, ni todos los sucesos ni todas las controversias son iguales, ni merecen que alguien les dedique por igual su escaso tiempo y su limitada capacidad de transmitir mensajes. Sobre todo cuando se trata de un presidente, que tiene más poder que nadie a la hora de establecer las prioridades informativas y contextualizar los asuntos de cada día. Saber ejercer bien ese poder está en la propia esencia del cargo de presidente, y casi todos prefieren que los medios y los ciudadanos centren su atención en sus objetivos políticos y no se dejen distraer por peleas mezquinas y de menor importancia. Cuando llegan las elecciones legislativas de mitad de mandato —que, en general, equivalen a auténticos referendos sobre el ocupante de la Casa Blanca—, casi todos los presidentes se esfuerzan en situarse por encima de la refriega partidista, mientras los candidatos se disputan los cargos estatales y locales.

Pero este presidente es distinto. Trump ha dicho que las elecciones legislativas son “un referéndum sobre mí”. Era de esperar, en un hombre que parece pensar que el mundo gira a su alrededor. Pero es importante recordar que, como tantos otros aspectos de su presidencia, esa actitud es muy diferente de la habitual en la política estadounidense. Solo cuando veamos los resultados definitivos del 6 de noviembre podremos juzgar si ha acertado o se ha equivocado al plantearse las elecciones de 2018 como un referéndum sobre él.

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Un hombre participa en la elección anticipada de las elecciones de mitad de mandato en Maryland, Estados Unidos. (Brendan Smialowski/AFP/Getty Images)

Para comprender por qué los presidentes intentan —aunque en general sin éxito— permanecer al margen de las batallas de las legislativas, hay que saber lo que está en juego. Por más que Trump diga: “Estoy en la papeleta”, no es verdad. ¿Quién está? La mayoría del Congreso, que es un contrapeso importante a su poder. Se va a elegir a los 435 miembros de la Cámara de Representantes y a los 35 miembros del Senado (los 100 escaños del Senado tienen 6 años de mandato con elecciones escalonadas cada dos años, un tercio de la Cámara debe presentarse a las elecciones. Por lo tanto, el grupo de este año incluye a los 33 más las dos elecciones especiales, por un total de 35). Pero, como en todas las elecciones que se celebran de forma bianual, el primer martes después del primer lunes de noviembre, lo que se disputa no son solo puestos en las instituciones federales, sino también en las instancias estatales y locales. Hay que escoger a los gobernadores de 35 estados, miembros de senados y asambleas estatales y montones de supervisores de condados, consejos municipales, jueces y consejos escolares. En las elecciones de mitad de mandato suele haber menos participación que en las presidenciales —alrededor de un 40%, frente al 60% para escoger al presidente— pero, este año, muchos predicen una participación más próxima al 50%. Además, el gasto de campaña ha sido muy superior al de otras veces, y es equiparable al de las campañas presidenciales.

Resulta difícil coordinar los mensajes electorales nacionales, sobre todo en las elecciones de mitad de mandato, en las que no hay un candidato presidencial que acapare el interés. Aunque el resultado de las elecciones al Congreso determina quién controla la Cámara, el Senado o ambos, las campañas se desarrollan de manera individual en cada estado o cada distrito, cada uno con sus propias peculiaridades. Algunos son conservadores, otros son moderados y otros muchos se inclinan hacia la izquierda, pero lo frecuente es que la situación sea mucho más complicada. Vermont es un estado famoso por ser muy izquierdista y, sin embargo, el derecho a llevar armas es muy importante para sus electores. Texas es inequívocamente de derechas, pero la inmigración es una cuestión con muchos más matices que en otros estados conservadores.

Tanto el Partido Demócrata como el Republicano quieren que sus candidatos ganen y saben que, a menudo, eso significa apoyar al candidato que más resonancia tenga en su estado o su distrito. A veces discrepan de la ortodoxia del partido, pero no pasa nada, porque el sistema estadounidense es presidencial, y no hace falta que los políticos mantengan la disciplina de partido en el 100 por 100 de las votaciones; basta con que la mantengan la mayor parte del tiempo. Por eso, las campañas son muy distintas de las campañas tan centralizadas que se ven en España. En Estados Unidos no votamos a un partido, sino a candidatos individuales, que pueden tener diferencias políticas considerables entre sí. Como ya expliqué en otra ocasión, para entenderlo mejor hay que fijarse en que los partidos estadounidenses forman coaliciones antes de las elecciones, mientras que los partidos en los sistemas parlamentarios las forman después.

Aunque tiene todo el sentido que las campañas sean locales, gran parte de los medios informativos que sigue la gente son de ámbito nacional y no suelen detenerse en los detalles específicos de cada estado y cada distrito (por no hablar de los medios internacionales). Eso no quiere decir que los partidos no se agrupen en torno a ciertos grandes temas, sino que, en general, les conviene más no interferir en los mensajes de los candidatos. Ese es uno de los motivos por los que los presidentes permanecen al margen durante las elecciones de mitad de mandato, y prefieren dedicarse a recorrer el país, recaudar fondos para el partido en una serie de actos y apoyar a candidatos para los que puede ser beneficioso que los vean con ellos. Los mensajes del partido y, sobre todo, del propio presidente, pueden ser una ayuda pero también un obstáculo en esas campañas locales, así que las dos partes tienen que mostrar cierta prudencia estratégica.

Hay excepciones, por supuesto. Sobre todo en el bando republicano, que suele estar más unido que el demócrata. En 1994, el líder de la minoría republicana en la Cámara, Newt Gingrich, logró que su partido obtuviera una tremenda victoria en la Cámara y el Senado con su campaña del “Contrato con América”. En 2010, los republicanos unieron sus fuerzas en contra del Obamacare y consiguieron hacerse con la Cámara.

Ahora bien, aparte del complicado juego de los mensajes, hay una razón más apremiante por la que los presidentes, en general, no quieren tener mucha relación con las elecciones de mitad de mandato: los electores tienden a votar contra el partido que ocupa la Casa Blanca. Ha ocurrido así desde 1882, con solo dos excepciones, 1934 y 2002, dos elecciones en las que el partido del presidente, contra todo pronóstico, obtuvo más escaños en ambas cámaras. Pero eso no significa que en todas las elecciones de mitad de mandato el partido de la oposición obtenga el control de una Cámara o de las dos, porque depende también de la popularidad del presidente en activo.

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La candidata demócrata, Elissa Slotkin, durante un mitin en Detroit, Michigan, Estados Unidos. (Bill Pugliano/Getty Images)

O, para decirlo mejor, el margen de victoria del partido de la oposición está muy relacionado con el índice de aprobación del presidente. Las derrotas en las legislativas son históricas y una lección de humildad. En la memoria reciente, destacan las que sufrieron Bill Clinton, George W. Bush y Barack Obama. El índice de aprobación de Bill Clinton estaba en el 46% cuando los demócratas sufrieron una derrota aplastante tanto en la Cámara como en el Senado en 1994. Como consecuencia, Clinton prometió hallar puntos de encuentro con los republicanos. Los demócratas recuperaron las dos cámaras del Congreso en 2006, coincidiendo con un desolador índice de aprobación de Bush, el 38%. Con su lenguaje campechano, Bush dijo que se había dado un “porrazo”. En 2010, cuando los demócratas de Obama perdieron la Cámara, su índice de aprobación era del 45%, y él, con su modestia habitual, lo calificó de “paliza”. ¿Qué dirá Trump si sufre una gran derrota? La respuesta está clara: echará la culpa a otros.

Si observamos los índices de aprobación de Trump, veremos que no son nada buenos. No han superado el 50% en ningún instante de su presidencia, hasta ahora, y han estado casi todo el tiempo entre el 35 y el 39%, unas cifras similares a las de George W. Bush. En las últimas semanas ha ascendido; en la semana del 15 al 21 de octubre, obtuvo una aprobación del 44%, según Gallup, y del 42,4% en el sondeo agregado de Fivethirtyeight, un número más parecido a los de Clinton y Obama justo antes de sus derrotas en las legislativas. Dada esta correlación y puesto que las elecciones se ganan o se pierden en las circunscripciones estatales y locales, un presidente con escasos índices de aprobación debería dedicarse más a gobernar o a la política exterior y menos a intervenir tanto en la campaña.

Por otra parte, aunque es normal que las elecciones de mitad de mandato terminen siendo referendos sobre el presidente, un estudio reciente del politólogo de UCSD, Gary Jacobson, demuestra que Trump está consiguiendo que estas elecciones giren en torno a él, hasta unos niveles muy visibles e históricos. En las últimas contiendas electorales, la coincidencia entre la aprobación o desaprobación del presidente por parte de los ciudadanos y su voto en las elecciones a la Cámara de Representantes ha sido de un 86%. Mucho más que en los 80 y 90, en los que era del 74%. En estas elecciones, la opinión que tienen los votantes sobre Trump coincide en un 93,1% con lo que piensan votar en la Cámara. Todo gira en torno a él.

La campaña de Trump para convencer a los estadounidenses de que los comicios son un referéndum sobre su presidencia no es más que un ejemplo más de lo poco que tiene que ver su conducta con el comportamiento normal de un presidente. Y encaja en su forma de actuar establecida, convertirse en protagonista porque todo el mundo está contra él. Cuando le preguntaron por los puestos sin cubrir que hay en el Departamento de Estado, Trump respondió: “Yo soy el único que importa”. Mientras los candidatos republicanos de todo el país están teniendo dificultades para obtener el dinero necesario para financiar sus campañas, Trump ha recaudado unas cantidades de dinero sin precedentes, no para el partido ni para ellos, sino para su reelección en 2020.

En plena campaña electoral, los estadounidenses se han visto conmocionados por un instante de terrorismo político en su propio país, cuando un individuo envió bombas caseras por correo a Hillary Clinton, Barack Obama y otros demócratas destacados, además de las oficinas de la CNN en Nueva York. La primera declaración que hizo Trump sobre el suceso fue, sorprendentemente, presidencial: dijo que eran unos actos “despreciables” y que “en estos momentos tenemos que unirnos, tenemos que agruparnos”. Pero esa misma noche, en un mitin político, preguntó: “¿Veis lo bien que me estoy portando esta noche?” Y a la mañana siguiente tuiteó: “Una gran parte de la ira que vemos hoy en nuestra sociedad está motivada por las informaciones deliberadamente falsas e inexactas de los medios de comunicación, lo que llamo fake news. Son tan malvadas y odiosas que no se pueden describir. Los grandes medios deben cambiar de actitud, ¡RÁPIDO!”. Todo tiene que ver siempre con él y nunca es culpa suya.

Es inevitable preguntarse si la táctica de comunicación de Trump, tan poco convencional, tendrá en estas elecciones el mismo éxito que tuvo en las de 2016. Hace dos años, el sistema electoral, que da más peso a los estados rurales y menos a los urbanos y más poblados, favoreció a Trump, y los republicanos, ahora, parten con una ventaja estructural, porque ese mismo sistema es el que distribuye los escaños en la Cámara y el Senado y porque, en 2010, lograron imponer una reorganización de los distritos (gerrymandering) que desde entonces les beneficia. Aun así, las encuestas predicen un resultado dividido, con el que los demócratas recuperarán la Cámara y los republicanos conservarán una ligera mayoría en el Senado.

Lo que está en juego es fundamental. El control demócrata de la Cámara no solo interrumpiría las ambiciones legislativas de los republicanos, sino que les permitirían emprender numerosas investigaciones que cubrirían desde las declaraciones de impuestos de Trump hasta sus tratos con Rusia. Y no hay que olvidar, por supuesto, la posibilidad de iniciar el proceso de destitución en la Cámara, aunque es muy poco probable que, ni siquiera si los demócratas recobraran también el Senado, se obtuvieran los dos tercios de los votos necesarios para apartarle de su puesto. Pase lo que pase, ni Estados Unidos ni el mundo se van a ver libres de Donald J. Trump a corto plazo.

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia