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Un cartel contrario a Álvaro Uribe en Colombia. (Luis Robayo/AFP/Getty Images)

Diferentes hechos acontecidos en Perú y Colombia, así como la gestión de los Estado y la situación de ambos países en las décadas de los 80 y 90 tienen numerosas coincidencias y similitudes. He aquí una muestra de ello.

No corren buenos tiempos para Álvaro Uribe, y es que a pesar del revuelo mediático producido hace unas semanas, aún están por resolverse varios de los líos judiciales que enredan al exmandatario colombiano. Además de un proceso abierto de indagatoria ante la Corte Suprema colombiana por presuntos delitos de fraude procesal y soborno en un proceso abierto contra el senador progresista, Iván Cepeda, los últimos meses han dejado otras cuestiones que han de resolverse próximamente. El Tribunal Superior de Medellín acusó al expresidente de responsabilidad penal cuando fue gobernador de Antioquia, entre 1995 y 1997, por las masacres de El Aro y La Granja; también, en los últimos días de 2017, la Corte Suprema instó a que Uribe fuese investigado por utilizar el aparato de inteligencia colombiano con fines de persecución política a opositores.

Visto lo anterior, pareciera que la lógica de la violencia en Colombia, su gestión durante buena parte de la década pasada, bajo la presidencia de Álvaro Uribe (2002-2010), y las dudas sobre la legalidad de las acciones acontecidas obligan a encontrar más coincidencias que diferencias con otro caso que tiene muchas similitudes con el colombiano, como es el acontecido en Perú. Y es que entre Perú y Colombia es posible encontrar vasos comunicantes entre algunos de los aspectos de la violencia política que tuvo lugar en buena parte del siglo XX. Así, en ambos países, el origen de las dos guerrillas más violentas, protagónicas de sus respectivos conflictos, fueron rurales y periféricas: en la región de Ayacucho en el caso de Sendero Luminoso y en las otrora repúblicas independientes, como Marquetalia, al sur del departamento de Tolima, en el de las FARC-EP.

Ambos grupos llegaron a los 15.000 efectivos y en los años de mayor violencia, mediados de los 80 en Perú, y finales de los 90 en Colombia, llegaron a poner en jaque al Estado. En ambos casos, las muertes y desapariciones se cuentan por decenas de miles y los conflictos se complejizaron, si cabe más, por las injerencias de Estados Unidos o por las respuestas campesinas y la benevolencia con figuras paramilitares, llámense rondas campesinas o comités de autodefensa en la lucha contra Sendero Luminoso, o Autodefensas Unidas de Colombia en la confrontación antisubversiva del país cafetero. También en ambos casos, por lo periférico de la violencia, son acontecimientos capitalinos como el atentado en la calle Tarata, en el barrio limeño de Miraflores o el atentado en el lujoso Club El Nogal bogotano, los que marcan un antes y un después, de algún modo, en la empatía y la proximidad urbana hacia el problema de la violencia.

Igualmente, en ambos casos hay una sistemática guerra sucia que se traduce en forma de crímenes de lesa humanidad, a modo de ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas y la patrimonialización del servicio de inteligencia y de parte de la fuerza pública en el mantenimiento de una omnímoda política de seguridad y continua militarización del espacio público. Esto, ya sea a modo de lo que en Perú supuso el Grupo Colina, o a través del Departamento Administrativo de Seguridad o los “falsos positivos” en Colombia.

Como no podía ser de otra manera, no solo algunos de los aspectos más característicos de uno y otro país ofrecen argumentos para llevar a cabo un ejercicio comparado de qué supuso la violencia política en la región andina y cuáles fueron sus particulares dinámicas, consecuencias y respuestas desde el Estado. También existe una altísima correspondencia en el liderazgo, la gestión de la violencia y el personalismo y la instrumentalización política de dos líderes que aún hoy, en buena parte de la población civil peruana y colombiana, siguen siendo concebidos, casi a modo de salvadores de la patria: Alberto Fujimori en Perú y Álvaro Uribe en Colombia.

Entre sus rasgos compartidos hay que destacar, en primer lugar, el modo en que ambos llegan a la presidencia. Ello, porque tanto uno como otro acceden al poder de sus respectivos países siendo outsiders de la política tradicional. En el caso de Fujimori, era un completo desconocido apenas pocos meses antes de la contienda electoral de 1990, la cual, a todas luces, parecía quedar destinada a resolverse entre el candidato aprista y presidente, Alan García, y el conservador Mario Vargas Llosa, avalado por una coalición de derechas denominada Fredemo, y en la que convergían Acción Popular y el Partido Popular Cristiano. Con una campaña cuyo eslogan era “Un presidente como tú”, Fujimori consigue desmarcarse de Fredemo a partir de una propuesta tecnócrata que estaba respaldada en la sombra por las Fuerzas Militares y orquestada por la figura de Vladimiro Montesinos.

Algo similar, iba a darse en las elecciones de 2002 que consagrarían a Álvaro Uribe como presidente de Colombia. Un Uribe que, rompiendo la tradición bipartidista Partido Liberal/Partido Conservador y con una campaña titulada “Primero Colombia”, consigue partir de menos de un 2% de intención del voto apenas unos meses antes de las elecciones y, sorpresivamente, en junio de 2002, vencer en segunda vuelta, con casi seis millones de apoyos, al gran favorito, el excandidato liberal, Horacio Serpa.

Dos candidatos imprevistos que llegan al poder en momentos de máxima violencia en sus países. En el caso de las FARC-EP, la guerrilla había roto las negociaciones del Caguán planteadas por el presidente Andrés Pastrana y buscaban cercar Bogotá y los centros políticos y económicos del país, aprovechando un pie de fuerza cercano a los 18.000 combatientes y con una presencia efectiva en una tercera parte de los municipios del país, a lo que había que sumar el fenómeno paramilitar y el activismo del ELN. En el caso de Perú, la violencia política dejaba ya consigo decenas de miles de muertos en menos de una década, y Sendero Luminoso había llevado el terror a Lima, donde desde 1988 se venían contabilizando hasta tres acciones diarias, si bien el grupo armado, como señaló el investigador Carlos Iván Degregori, busca el equilibrio estratégico en la ciudad, en parte, porque es conocedor de que la batalla en el campo ha sido perdida.

Las políticas de gobierno para ambos casos, el Fujimori de 1990 y el Uribe de 2002, pasan por alzaprimar la superación de la violencia desde la estricta vía militar, de manera que se confronta directamente a los grupos armados, siempre con la condescendía y la ayuda de la cooperación estadounidense. En el caso de Fujimori, especialmente, desde el recurso de las Fuerzas Militares y la militarización de la vida cotidiana a partir de construir desde los medios de comunicación una situación de caos e ingobernabilidad que bien justificarán un cirujano de hierro. Un cirujano que será el mismo Fujimori, quien en abril de 1992 protagoniza un autogolpe de Estado que relega los límites democráticos de su política de seguridad y permite desdibujar al Estado de derecho en una suerte de realidad desvirtuada que conviene adaptar a los tiempos que exige combatir la violencia.

En el caso de Álvaro Uribe, algo parecido. Si bien no hay golpe de Estado, la democracia se patrimonializa igualmente, a partir de una densa red de vínculos y cercanías entre el proyecto paramilitar existente en las regiones y los intereses comunes por derrotar a la guerrilla. Ello, unido a una idéntica militarización de la vida pública y un fervor mediático por presentar cada día nuevos éxitos en la política contrasubversiva son los que llevan a una adulteración de la realidad que obtiene para sí perversos réditos. Réditos, como los falsos positivos, que se traducen en miles de colombianos inocentes, ajenos al conflicto, y que sistemáticamente, debido a la Directiva 029 de 2005, fueron asesinados y presentados a los ojos de la opinión pública como combatientes guerrilleros que nunca fueron.

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Un cartel contrario al indulto a Alberto Fujimori en Lima. (Ernesto Benavides/AFP/Getty Images)

Por supuesto, las filtraciones y los seguimientos ilegales, así como las escuchas de opositores, tanto del Sistema de Inteligencia Nacional en Perú como del Departamento Administrativo de Seguridad en Colombia se volvieron una rutina. También fue cotidiano el ascenso de militares afines a la política de mano dura, y se criminalizó cualquier expresión democrática que cuestionase esta particular manera de entender la seguridad y el fin del conflicto. Expresiones como “terruco” en Perú o “mamerto” en Colombia servirán para estigmatizar y criminalizar a líderes sociales, activistas, periodistas críticos o intelectuales que se atrevan a cuestionar el hecho de que el Estado necesita de todos sus medios para vislumbrar el fin último de derrotar a los grupos armados. Grupos que, en ambos casos, por supuesto, son redefinidos bajo la etiqueta de “grupos terroristas”, cuya implicación, bien se sabe, es totalmente distinta.

Sin embargo, todo lo anterior no hizo sino contribuir a endiosar a las figuras de Fujimori o Uribe. Es indiferente que la captura del creador de Sendero Luminoso, Abimael Guzmán, se debiera a una labor policial que provenía incluso del presidente anterior. Fujimori pasa a ser quien a efectos prácticos captura al Camarada Gonzalo o quien recupera exitosamente la embajada de Japón en Lima tras la toma del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) durante meses en la famosa Operación Chavín de Huántar. Asimismo, es indiferente que parte de los éxitos de la política de seguridad uribista provengan de excesos antidemocráticos y de vínculos de parte de la fuerza pública colombiana con el paramilitarismo y otros grupos de autodefensa armada. Uribe es quien dio plomo a la guerrilla y quien consiguió dar de baja, entre otros, a Iván Ríos o Raúl Reyes. Y es que, aun con todo, los niveles de popularidad de uno y otro todavía hoy son más que destacables: en Colombia Uribe ha sido imprescindible para la victoria en las elecciones presidenciales de Iván Duque y en Perú el fujimorismo posee una aplastante mayoría en el Congreso.

También, a pesar del endiosamiento que ambos dirigentes obtuvieron, y aún hoy mantienen, no conviene descuidar un asunto nada baladí. Antes o después, el peso de la justicia llega. Alberto Fujimori llegó a ser condenado en 2009 a 25 años de cárcel por los delitos de asesinato y secuestro, además de por la autoría mediata de crímenes de lesa humanidad en los casos de Barrios Altos (1991) y La Cantuta (1992). Fue una lástima que el expresidente Pedro Pablo Kuczynski lo indultase en la Nochebuena de 2017 por ceder ante los chantajes del hijo de aquél, el congresista Kenji Fujimori, para no ser así retirado del cargo presidencial.

Todavía se debe demostrar la implicación de Álvaro Uribe en algunos de los hechos por lo que se pide que sea juzgado, si bien hay muchos puntos oscuros de su Gobierno, como los falsos positivos, la parapolítica, la proximidad en ciertas regiones con el proyecto paramilitar o las “chuzadas”, que nunca terminaron por afectar al expresidente de Colombia. En cualquier caso, queda esperar en qué termina el controvertido proceso de indagatoria frente a la Corte Suprema por presuntos casos de soborno y fraude procesal por el empleo irregular de testigos. Así, está por ver si las similitudes con Fujimori van más allá de lo expuesto en estas líneas. Similitudes que, en todo caso, dan buena cuenta de dos procesos y dos trayectorias con muchas cosas en común, pero que hasta el momento en solo una de ellas la justicia parece haber saldado su cuenta pendiente con la democracia.