Gente camina en San Juan, Puerto Rico. Mark Ralston/AFP/Getty Images

En el referéndum no vinculante celebrado en Puerto Rico ha ganado la opción de adherirse a EE UU. Sin embargo, no parece probable que la administración Trump esté por la labor de transformar el estatus político de la isla.

Es tan poco lo que sabemos de Puerto Rico como lo mucho que conocemos la popularidad de Ricky Martin, Daddy Jankee, Benicio del Toro o Luis Fonsi. Todos ellos son boricuas; ese ha sido el gentilicio aggiornado para llamar al nativo de esta isla de casi cuatro millones de habitantes ubicada en el Mar Caribe que este domingo, a través de un plebiscito no vinculante, optó por cambiar su destino político y transformarse en el estado número 51 de EE UU. Tras el cierre de las urnas, la anexión ganaba holgadamente con el 97,26%, según el informe de la Comisión estatal de elecciones.

Sin embargo, hay dos hechos insoslayables que han marcado tanto el proceso electoral como la jornada de votación: el plebiscito fue fuertemente boicoteado por la oposición (los partidos Independentista Puertorriqueño y Popular Democrático consideraron el plebiscito como “una farsa”), y esto derivó en una participación del 23% del electorado, algo más de 500.000 personas (de las 2.260.800 habilitadas para votar). Así las cosas, los comicios -cuyas otras dos opciones aparte de la anexión eran la independencia o continuar siendo un estado “autónomo” de EE UU-  cayó en las arenas movedizas de la ilegitimidad.

A pesar de ello, el gobernador de Puerto Rico y partidario de la anexión, Ricardo Rosselló, fue contundente en su mensaje: “Hoy los puertorriqueños estamos enviando un mensaje fuerte y claro al mundo, reclamando la igualdad de derechos como ciudadanos americanos. Nos corresponde ahora llevar esos resultados a Washington”.

 

Recolonización

La historia quiso que para Puerto Rico no hayan sido suficientes los 405 años de colonialismo español que arrancaron en 1493. Tras varios intentos libertadores y una fugaz proclama de independencia violentamente reprimida, la Guerra Hispano-Americana de 1898 cerró el siglo XIX con la victoria de Estados Unidos, que había comenzado su política expansionista en las Antillas aprovechando el declive español. Dos años después, en 1900, la denominada Ley Foraker moldeó el fondo y la forma del primer gobierno civil en el territorio invadido: Puerto Rico era una posesión estadounidense y el Capitolio tenía plenas facultades legislativas sobre cualquier asunto concerniente a la isla. Además, el gobernador sería designado por el presidente de EE UU y el comercio entre ambos países estaría libre de aranceles.

Para alejar aún la sombra de la soberanía, en 1917 se otorgó a los puertorriqueños la ciudadanía estadounidense… sin derecho a voto. En 1950 el Congreso autorizó a los puertorriqueños a redactar su “propia” Constitución (que debió ser aprobada por EE UU) y elegir a sus gobernantes; sin embargo, la facultad estadounidense para legislar sobre su territorio se ha mantenido inalterable. Desde entonces, y hasta nuestros días, se le ha dado a la isla el rótulo híbrido y eufemístico de Estado Libre Asociado: un territorio que pertenece a Estados Unidos pero que no está incorporado y que, por lo tanto, no forma parte de ellos. Así de complejo.

 

Falsa libertad

¿Hasta dónde llega hoy el poder político y económico de Estados Unidos sobre Puerto Rico? Sin ahondar en detalles, todo lo referido a la política monetaria, la defensa, las relaciones exteriores y la mayor parte del comercio entre estados cae bajo la jurisdicción del gobierno federal de EE UU. El gobierno de Puerto Rico tiene autonomía fiscal y el derecho de cobrar impuestos locales. Los puertorriqueños son ciudadanos estadounidenses con todos los derechos y deberes que confiere esa ciudadanía, contribuyen al seguro social estadounidense, pero como las elecciones presidenciales sólo se celebran en estados y territorios incorporados, los residentes de Puerto Rico no participan en éstas, a menos que tengan residencia legal en un estado o territorio incorporado.

Con todo, es importante saber que Puerto Rico ha pasado ya por varios referéndums para consultar a la población qué estatus político prefiere. El primero de ellos tuvo lugar en 1967 y, posteriormente, se llevaron a cabo tres más, en 1993, 1998 y 2012.  En todos ellos, más allá de algunas variantes, las opciones fueron las mismas: continuar como Estado Libre Asociado, convertirse en un estado más de EE UU (estadidad) o, finalmente, ser independiente.

Casi cualquier lector podría conjeturar que la libertad política debería estar a flor de piel en el pueblo boricua. Sin embargo, los resultas históricos pueden sorprender. Desde 1967 la opción por la estadidad no ha parado de crecer, al punto que pasó de un 39% a un 61% en 45 años. Y, aunque es cierto que la alternativa independentista ha ganado algunos puntos, siempre fue la menos votada, con números más que contundentes: en el referéndum de 2012 apenas consiguió el 5,5% de los votos (su mayor marca histórica). La conclusión no hace pensar demasiado: hace años que una gran parte de los puertorriqueños quiere formar parte plena de EE UU.

 

Crisis económica

Una mujer camina al lado de un mural sobre la crisis económica en Puerto Rico, mayo de 2017. Mark Ralston/AFP/Getty Images

Con una deuda pública impagable de más de 70.000 millones de dólares (equivalente al 103% del PNB) que tuvo que ser renegociada en 2016 y convirtió a Puerto Rico en la “Grecia del Caribe”; un déficit gubernamental del 3,5% del PNB; una participación laboral raquítica del 40%; una tasa de desempleo superior al 12% y un índice de pobreza que alcanza al 45% de la población, es evidente que el panorama no encuentra alientos por ningún costado. Este escenario fue el que empujó al país a una diáspora masiva, que en los últimos diez años forzó la salida de casi medio millón de puertorriqueños. La isla ha perdido una décima parte de su población en la última década, con el agravante de que quienes parten tienden a ser los más emprendedores de la población.

Tal vez, lo que esté sucumbiendo sea esta forma de colonialismo sui generis adoptado por Estados Unidos durante la segunda mitad del siglo XX con el designio de mantener una posesión de ultramar en el Caribe que le permitiera lidiar con los retos que le presentaban una América Latina convulsa y un mundo abrazado por la Guerra Fría. Hoy, esa lógica parece obsoleta, y al pueblo boricua ya no le placen las medias tintas de sentirse esclavo de una libertad engañosa.

 

El escenario frente al referéndum

La pregunta cae de maduro: ¿cuáles serán las consecuencias de esta elección? En primer lugar, habrá que esperar qué posición adopta el Congreso de Estados Unidos; se trata de un referéndum no vinculante, justamente, porque sólo el Capitolio puede aprobar la adhesión de un nuevo estado, y el panorama está lejos de ser el mejor. La historia reciente no inclina la balanza a favor de la incorporación a la primera potencia del mundo: en 2012 la opción por la estadidad también había resultado ganadora y Estados Unidos no tomó cartas en el asunto.

Para mal de males, una administración republicana como la que hoy está al mando de Estados Unidos es el peor escenario que le podría haber tocado a la isla caribeña: sumar más de dos millones de ciudadanos puertorriqueños al sufragio estadounidense podría cambiar cualquier mapa electoral, y la mayor parte de los puertorriqueños siempre ha preferido a los Demócratas, históricamente más conectados con la población latinoamericana. Parece casi imposible que Donald Trump y sus huestes abran una puerta que, con ojos de realpolitik, no les deje ver ningún rédito.

El Gobierno boricua ha promovido la estadidad buscando resolver la crisis económica que arrastra hace más de una década. ¿Qué cómo se gestó? La isla vivía de grandes empresas (la mayoría norteamericanas) que se instalaban atraídas por las exenciones de impuestos, pero esos beneficios fueron abolidos en 2006 y, con la fuga de compañías, comenzó la caída libre, que llega hasta el día de hoy. Los defensores de la opción de convertirse en estado argumentan que si se integrara plenamente Puerto Rico recibiría más gasto federal para reactivar la economía y tendría mayor protección jurídica frente a los acreedores. Esto no deja de cierto, dado que la Ley de Quieras estadounidense permite a los estados declararse en bancarrota y, de ese modo, renegociar sus obligaciones.

Convertirse en el estado 51 implicaría, además, que los puertorriqueños comiencen a pagar impuestos federales, el más importante de los cuales es el impuesto a la renta. Como contrapartida, podrían recibir mayores fondos federales para el sostenimiento de programas de ayuda social que EE UU ha obligado a recortar con la crisis de la deuda.

Por lo demás, la plena integración supondría derechos políticos plenos como los de cualquier otro estado. En este caso, Puerto Rico podría votar en las elecciones presidenciales y tendría derecho a elegir dos senadores y seis congresistas con derecho a votar en el Congreso Federal.

En el plano de la diplomacia internacional, el Comité de Descolonización de la ONU lleva adoptadas 31 resoluciones sobre la cuestión boricua, instando a Estados Unidos a regularizar la situación de Puerto Rico. Es importante aclarar, no obstante, que todas estas decisiones buscan promover la independencia de la isla, una opción que, por el momento, no resulta mayoritaria.

Parece proverbial decir que, entre toda esta vorágine, poco cambiará, en cambio, la cultura del pueblo boricua. Los cuatro siglos de colonialismo español han instalado un idioma, una literatura, un tipo de música y un estilo de vida que corren por otros canales, más antiguos, más complejos y ya más indelebles que un estatus político que continúa siendo incierto.