La fricción entre los valores asiáticos y los derechos humanos universales resurge. O quizás nunca se fue.

 

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Edmund Burke afirmó en el siglo XVIII que, en la India, la leyes de la religión, de la tierra y del honor están fundidas en una sola que vertebra eternamente a individuos y sociedades. Cientos de años después, en la actualidad, algunas organizaciones de la sociedad civil india denuncian las consecuencias de ese sistema. Entre ellas figura People’s Vigilance Committee on Human Rights (PVCHR), cuyos líderes recalcan que la universalidad de los derechos humanos no cala en el país por la resistencia de los círculos tradicionales a prescindir de los poderes conferidos por hábitos milenarios. Sin embargo, el intelectual vivo más reconocido del Subcontinente, Amartya Sen, nos recuerda cómo muchos siglos antes el emperador Ashoka, considerado el fundador de India, incluyó entre los objetivos de su gobierno la ausencia de agresiones, la imparcialidad y las buenas maneras hacia todas las criaturas.

De haberse trazado a finales de los 90 esta comparación entre la inflexible tradición descrita por Burke y PVCHR, y la armonía igualitaria de la que hace gala Ashoka, la defensa de la tolerancia predicada por este último habría sorprendido a muchos. Hace apenas quince años, el debate sobre el carácter irreconciliable de los derechos humanos universales y los llamados valores asiáticos estaba en pleno apogeo. La defensa de los segundos se basaba en la supuesta incompatibilidad de los derechos humanos con principios tradicionales que entronizan el orden y los valores colectivos frente a las libertades individuales. Según sus defensores, la preeminencia de los valores asiáticos evitaría la degradación de las costumbres propias del modo de vida occidental. La idea fue esgrimida por gobernadores como Lee Kuan Yew, ex primer ministro de Singapur, quien la llevó a nuevas dimensiones prácticas al popularizar la idea de que el autoritarismo favorece el desarrollo económico.

La oposición entre los valores asiáticos y los derechos humanos promovidos por la democracia liberal occidental parte de una noción imprecisa, puesto que es imposible encapsular la complejidad de las tradiciones propias de Asia en un solo concepto. Sin embargo, funciona como elemento aglutinador para países diversos que comparten argumentos económicos y morales para evitar intromisiones. Las tesis de Lee parecen sostener, sin ir más lejos, el modelo de desarrollo fulgurante e inflexibilidad política de China, donde el pragmatismo autoritario atiende más a la sublimación del futuro económico nacional que a los corsés de la tradición. En India, por el contrario, la universalidad de los derechos humanos se ha quedado en la cuneta no solo por visiones pragmáticas de futuro, sino sobre todo por el anhelo de preservar las élites tradicionales y la organización religiosa de la sociedad. Dado que Asia es un continente inmenso, cada país encuentra motivaciones dispares para evitar zambullirse de pleno en el régimen universal de los derechos humanos.

El debate parece trasnochado en la actualidad, pero el escepticismo asiático hacia el concepto de los derechos humanos pervive. China continúa enrocada en la indispensabilidad de la mano dura como fundamento del crecimiento económico. India, sobre todo en sus zonas rurales, sigue adepta a la égida incuestionada del sistema de castas. A su vez, la vinculación del autoritarismo al éxito económico, que normalmente se consideraba más propia de Extremo Oriente que del Subcontinente, se hace notar entre las autoridades indias. Según el último informe publicado por Amnistía Internacional, el gobierno de Mahomman Singh se centra en el crecimiento económico a expensas de la defensa de los derechos humanos.

El auge de los valores asiáticos y las dudas sobre las formulaciones occidentales también están presentes en el actual proceso de integración regional de los derechos humanos. Después de 45 años de trayectoria común, las naciones de la ASEAN se disponen a aprobar en noviembre una declaración de derechos humanos. Los expertos que han podido ver los borradores del texto sostienen que, frente a lo defendido por los adalides de los valores asiáticos, el documento no contendrá menciones explícitas que prioricen los derechos de la comunidad sobre los del individuo. Pero más allá de ese avance, la declaración deberá ceñirse al principio inviolable de la no interferencia en la soberanía de los Estados miembros, por lo que su alcance se verá mermado de entrada.

La declaración será más debilitada aún por la disparidad geográfica, religiosa y cultural de los países que componen la ASEAN, donde se incluyen regímenes comunistas, monarquías constitucionales, democracias multiétnicas o ciudades-Estado autoritarias. También figura la siempre excepcional y metamorfoseada Myanmar, cuya líder opositora, Aung San Suu Kyi, se encuentra entre las figuras políticas regionales que más han criticado los valores asiáticos como impermeable contra la universalidad de los derechos humanos. Ante esa disparidad de valores e intereses, las naciones asiáticas no encuentran propósitos comunes que las impulsen a consensuar la declaración. Al contrario de lo que sucedió en Europa, donde el ascenso del comunismo y el trauma del nazismo proporcionaron argumentos muy sólidos para la adopción de la Convención Europea de Derechos Humanos, las motivaciones en Asia parecen menos imperiosas y más sujetas a las predilecciones de cada Estado.

El desacuerdo en este y otros episodios abarca varios continentes, no solo el asiático. Pero es en Asia donde se encuentran algunos de los ejemplos más inspiradores para relegar los derechos humanos a un segundo plano. De poco ha servido que Amartya Sen recalcase en 1997 que el éxito económico no depende de la mano dura, sino de la mejora de la educación, las reformas de la tierra, los incentivos a la inversión o el uso racional de los mercados internacionales. Las tesis de Lee resultan especialmente tentadoras en un momento en el que Europa evidencia su desgaste económico y desmantela mediante recortes una parte del repertorio de derechos de los que gozan sus ciudadanos. La pujanza de Asia y el declive de Occidente siguen dando justificaciones culturales recurrentes para que los derechos humanos no obstaculicen la soberanía estatal ni el desarrollo económico.