banderas_UE
Banderas en Bruselas. EyesWideOpen/Getty Images

¿Ímpetu o hastío integrador? La Unión Europea lleva años avanzando a distintas velocidades, y todo indica que seguirá por ese camino. Éstos son algunos de los ritmos que impone el actual entorno político comunitario.

Los aficionados a los símiles describen la Unión Europea como un vehículo que avanza a distintas velocidades. No está claro cuál es el perfil de su travesía ni los ritmos que más le convienen en cada momento, pero la creencia en una Europa a marchas distintas se plasma en cristalizaciones que la acatan sumisas. Algunas tan relevantes como la cooperación reforzada, un mecanismo que permite que algunos Estados miembros se agrupen y avancen por su cuenta en iniciativas de integración comunitaria, sin contar con la participación de los no interesados.

La necesidad de moverse a diferentes ritmos, en especial tras el referéndum del Brexit, sentó doctrina en el Libro Blanco sobre el Futuro de Europa presentado por la Comisión Juncker en 2017. El documento consagra de facto el avance a distintas velocidades al contemplar un escenario en que "los [Estados miembros] que desean hacer más, hacen más". La actual Comisión Von der Leyen, sin entrar en pronunciamientos claros, se ha apartado de ese dogma y forjado soluciones unitarias "a Veintisiete bandas" en algunos asuntos críticos para la Unión. Este enfoque pudo verse en medidas recientes como el programa común de compras de vacunas contra la COVID-19, o en la emisión común de deuda que nutre el EU Next Generation Fund. Dos medidas que reivindican esa Europa sinfónica que aspira a progresos concertados e indivisos.

Pero el empeño en la armonización difícilmente puede ir más allá de medidas concretas en contextos específicos. El avance a diferentes velocidades prevalece como la única senda posible para la integración. Así parece demostrarlo la falta de apetito por adherirse al euro (el más importante aglutinamiento de voluntades bajo el mecanismo de la cooperación reforzada). O las divergentes posiciones en algunos aspectos sensibles de política exterior. O la imposibilidad de crear una verdadera política migratoria común.

Hay tantas velocidades como Estados miembros, pero las similitudes en sus visiones de la integración permiten agruparlos en función de distintas coordenadas. Aquí nos guiaremos por el clima político preponderante y por la actitud reciente de algunas capitales hacia el discurso de la integración.

 

Velocidad de crucero

Es la velocidad propia del eje franco-alemán, que, con altibajos y reservas, permanece como motor constante y estable de la integración.

A este eje binario, sin embargo, le falta ahora poder persuasivo para hacer valer propuestas conceptuales capaces de trasformar la esencia de la Unión. Un ejemplo es la "autonomía estratégica" (plasmada en la incipiente Cooperación Estructurada Permanente, o PESCO), iniciativa de difícil materialización que plantea dudas sobre sus posibles duplicidades con la OTAN y evidencia la desalineación de la política exterior de los Estados miembros. A su vez, el eje encierra una contradicción: la dependencia respecto al empuje de dos capitales, Berlín y París, aleja ese día soñado por los integracionistas en que el llamado "método comunitario", liderado por la propia Unión, se imponga al "intergubernamental" de los países miembros.

En el terreno político, el liderazgo alemán no se resentirá por la marcha de la canciller Angela Merkel tras las elecciones de septiembre. Una de las candidatas mejor situadas para remplazarla, la líder verde Annalena Baerbock, es defensora de una mayor integración. Aunque a su principal rival, el democristiano Armin Laschet, se le achaque falta de entusiasmo respecto al proyecto armonizador europeo, la vocación alemana como gestora de ese gran proceso no parece amenazada. Es probable que ambos candidatos formen un gobierno conjunto y que se aísle así a las fuerzas contrarias a la Unión. Pero la integración que defienda será selectiva, y siempre atenta a los límites que marque el poder judicial, sobre todo en materia económica. Baste pensar en la negativa inicial del Tribunal Constitucional alemán al fondo de recuperación europeo para recordarnos que la justicia está dispuesta a ejercer de contrapeso a toda medida de integración económica que comprometa la ortodoxia fiscal.

La pata francesa del eje integrador plantea problemas mayores. Pese a las ambiciones europeístas con las que se aupó al poder, el presidente Emmanuel Macron no ha logrado que aquéllas generen un efecto tractor. Su reciente visión para una regeneración comunitaria, fiada a un mayor presupuesto y a una más profunda integración, no ha tenido resonancia continental. Alguna de sus apuestas más personales, como la ya mencionada autonomía estratégica, cuenta con complicidades en la industria armamentística europea, pero despierta recelos políticos. Sus esfuerzos conjuntos con Alemania y otros Estados para relajar las reglas de competencia y crear megagrupos empresariales europeos no han convencido a Bruselas (que ya dejó entrever sus reservas en 2019, al prohibir la fusión de los gigantes Siemens y Alstom).

Valgan los anteriores ejemplos como avisos de que el europeísmo no tiene amos, ni intereses plenamente compartidos, ni poderes capaces de trazar una dirección unánime.

 

Velocidad oscilante

La vanguardia integradora del eje franco-alemán suele encontrar apoyo en otros grandes países de la Eurozona, como España, donde el discurso euroescéptico, sin ser ya extraparlamentario, está lejos de ser una baza ganadora. El apetito integrador español, que va desde la finalización de la arquitectura institucional del euro hasta la unificación de la política migratoria, permanece como elemento casi transversal en el discurso de los principales partidos.

En Italia, sin embargo, las ambiciones integradoras están supeditadas a una alternancia política en la que europeísmo y euroescepticismo sí que entrechocan sus sables. El país se mueve como un péndulo que oscila entre extremos, al menos en lo que se refiere a Europa. El péndulo se sitúa ahora en el terreno tecnocrático de Mario Draghi, quien en su primer discurso ante el Senado como Primer Ministro defendió que los Estados miembros "cedan soberanía nacional para ganar soberanía compartida". Sus palabras en defensa de la integración llegaban en un buen momento: cuando el país espera recibir más de 200.000 millones de euros procedentes del fondo de recuperación.

Pero el péndulo puede volver fácilmente hacia el cuestionamiento del proyecto europeo. Las fuerzas contrarias o críticas no sólo esperan agazapadas la siguiente oportunidad de imponerse electoralmente, sino que ocupan ministerios en el propio Ejecutivo de Draghi. La alternancia pendular arroja, además, una conclusión preocupante: el europeísmo integrador prevalece en periodos de reajuste tecnocrático como el actual, pero languidece en las urnas.

Aun así, los defensores de la integración no deben desesperar del todo, pues ¿qué gobierno italiano renunciaría a ciertas medidas de armonización comunitaria, como la corresponsabilidad migratoria?

 

Punto muerto

Figuran en punto muerto los ocupantes de una zona templada, normalmente compuesta por países pequeños, pero más ricos que la media europea. Éstos observan los empujes integradores con reparo crítico, sobre todo en lo económico.

El paradigma de esta visión la encarna Dinamarca, que rechazó en 2000 la adhesión al euro (en una votación en la que participó más del 87% de los electores) y que, en virtud de su Constitución, debe someter a referéndum toda concesión de nuevos poderes soberanos a Bruselas. Tales barreras institucionales lo configuran como uno de los países miembros más reacios al Imperium sine fine de la Unión.

Finlandia, aun siendo miembro de la Eurozona y defender medidas integradoras como la unión bancaria, mira con recelo la armonización fiscal, temerosa de que ésta socave la competencia impositiva entre Estados. Esa misma reticencia la comparten, acaso con más fervor, otros miembros de la Eurozona como los Países Bajos o Irlanda, cuyas economías compiten mediante un bajo impuesto de sociedades, y, por ello, rechazan todo intento de equiparación tributaria.

Cuatro Estados dentro de esta categoría (Austria, Dinamarca, Países Bajos y Suecia) conforman también el subgrupo de los frugales. Se caracterizan por su resistencia a grandes dispendios y por exigir férreos controles a los principales beneficiarios de los fondos europeos. Sus recientes reservas al fondo de recuperación y a la ampliación del presupuesto comunitario (instrumento clave para todo intento sustancial de profundizar en la integración) corroboran su visión de que no hay armonización más conveniente que la que establecen las reglas de gasto comunes.

 

En dirección opuesta

Los cuatro países del llamado Grupo de Visegrado (Eslovaquia, Hungría, Polonia y la República Checa), aun contándose entre los principales beneficiarios de los fondos de cohesión, se han constituido en una suerte de contrapoder y freno al apetito armonizador, sobre todo en lo referido a esa intangible "Europa de los valores".

Los esfuerzos integradores del grupo no se consagran especialmente a la Unión, sino que son endógenos y se encaminan a la consolidación de Visegrado como una voz unificada frente a la maquinaria de Bruselas: una suerte de "Unión dentro de la Unión". Su rechazo a la armonización de la política migratoria y a la aceptación de refugiados ha actuado como elemento aglutinador, reforzando su resistencia a los dictados del cosmopolitismo comunitario. El apoyo electoral doméstico del que gozan algunos de estos gobiernos trasluce la aprobación de su beligerancia.

La fuerza combinada de este grupo que marcha en dirección contraria se deja sentir en las grandes decisiones. Un ejemplo reciente fue el veto táctico de Polonia y Hungría a las negociaciones del presupuesto de la Unión y del fondo de recuperación, por oponerse a que el respeto al Estado de derecho y a las normas democráticas fueran condiciones exigibles para la recepción de ayudas. Esa misma fuerza se nutre además del propio funcionamiento de la UE: aun cuando la Comisión y muchas voces del Parlamento Europeo clamen contra algunas medidas de los miembros de Visegrado, éstos se tienen unos a otros y pueden contar con apoyo recíproco en un Consejo en el que las decisiones críticas exigen unanimidad de voto.

 

Tantas uniones como voces

Será difícil imponer a cada uno de los bloques una velocidad que no perciba como la suya. La Unión tendrá que avanzar mediante grupos desgajados y continuar aclimatándose a sus propias disensiones. Con la vanguardia integradora marcando el paso donde pueda, pero sin excederse en el uso de su jerarquía.

Un logro de la Unión es precisamente que se sigan escuchando todas sus voces, las que afinan y las que no. Las que interpretan que los tratados encaminan a esa comunidad hacia una armonización total, y las que, por el contrario, prefieren o se ven obligadas a echar el ancla.