
El año de los dos gobiernos de Venezuela terminó sin resolución. El presidente Nicolás Maduro todavía está al cargo, después de haber atajado un levantamiento civil-militar en abril y resistido un boicot regional y una pila de sanciones estadounidenses. Pero su gobierno permanece aislado y desprovisto de recursos, mientras que la mayoría de los venezolanos sufren la pobreza extrema y el colapso de los servicios públicos.
Juan Guaidó, quien como presidente de la Asamblea Nacional reclamó la presidencia interina del país el pasado mes de enero, atrajo grandes multitudes y apoyos en el extranjero con su demanda de que Maduro, reelegido en unas polémicas elecciones en 2018, dejara el cargo. Sin embargo, la supervivencia de este impopular gobierno ha ofrecido a Guaidó, así como a Estados Unidos y algunos de sus aliados latinoamericanos, como Brasil y Colombia, una dura lección. Nadie puede descartar que el Gobierno se acabe derrumbando. Pero aun así, esperar que eso suceda es, en palabras de un diputado de la oposición a mis colegas de Crisis Group, “como ser pobre y esperar que vas a ganar la lotería”.
Para empezar, los rivales de Maduro subestimaron la fuerza de su gobierno, sobre todo la lealtad de las fuerzas armadas. A pesar de las penalidades, las comunidades pobres siguieron sin dejarse convencer por la oposición. Las sanciones estadounidenses aumentaron el estrés sobre la población y diezmaron una industria petrolera en crisis, pero pudieron ser burladas por oscuros actores que se mueven por los resquicios de la economía global. Las exportaciones de oro y los dólares en efectivo mantuvieron el país a flote y enriquecieron a una pequeña élite. Muchos de los que quedaron al margen se unieron al éxodo masivo de venezolanos, que ahora asciende a 4,5 millones de personas, quienes a su vez canalizaron remesas de vuelta al país para mantener a sus familias.
La crisis está teniendo otros tipos de efecto dominó. La ONU calcula que 7 millones de venezolanos necesitan ayuda humanitaria, muchos de ellos en áreas fronterizas patrulladas por grupos armados, incluida la guerrilla colombiana. Aunque comparten más de 2.000 kilómetros de una frontera plagada por el crimen y la violencia y en gran medida no vigilada, los gobiernos de Colombia y Venezuela ya no se hablan entre ellos, y en su lugar se dedican a intercambiar insultos y a culparse por servir de refugio a grupos armados que favorecen sus intereses. La frontera se ha convertido en el principal punto crítico de Venezuela. Mientras tanto, la brecha entre los países latinoamericanos que respaldan a Guaidó y los que apoyan a Maduro ha empeorado la situación de un ambiente regional cada vez más polarizado.
Mientras, Estados Unidos se muestra aparentemente reacio a la posibilidad de una intervención militar —pese a que la línea dura de la oposición venezolana suspira porque se produzca—, la cuestión ahora es si ...
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