Venezuela
Una mujer sostiene un cartel durante una manifestación contra el Gobierno de Nicolás Maduro. (Marcos del Mazo/LightRocket via Getty Images)

Han pasado casi dos años desde que la oposición venezolana, Estados Unidos y múltiples países de Latinoamérica y Europa proclamaron al diputado Juan Guaidó como presidente interino de Venezuela y predijeron la caída de Nicolás Maduro. Hoy, todas esas esperanzas están hechas añicos. La campaña de “máxima presión” encabezada por Estados Unidos —con sanciones, aislamiento internacional, amenazas implícitas de acción militar e incluso un golpe frustrado— no ha logrado derrocar a Maduro. Más bien le han hecho más fuerte, porque sus aliados, incluso dentro del Ejército, han cerrado filas por miedo a que su caída los arrastre a ellos. Las condiciones de vida de los venezolanos, destruidas por la ineptitud del Gobierno, las sanciones estadounidenses y la COVID-19, han tocado fondo.

Si Maduro permanece atrincherado, sus adversarios pueden ver desvanecerse sus oportunidades. Guaidó basaba su reivindicación de la presidencia en la mayoría parlamentaria que obtuvieron los partidos de la oposición en 2015 y el argumento de que la reelección de Maduro en mayo de 2018 fue fraudulenta. Ahora la oposición es débil, está dividida y apenas tiene presencia en la Asamblea Nacional. El Gobierno venció por abrumadora mayoría en las elecciones legislativas de diciembre, boicoteadas por todos los partidos de la oposición menos algunos pequeños.

El malestar de la oposición se debe sobre todo a su incapacidad de haber producido el cambio. En su estrategia subestimó la capacidad de Maduro para sobrevivir a las sanciones y el aislamiento internacional y dio demasiado valor a la voluntad de Washington de cumplir sus vagas amenazas de emplear la fuerza.

El apoyo a las sanciones también ha hecho perder popularidad a los rivales de Maduro, porque las medidas han acelerado el derrumbe económico de Venezuela y han empobrecido aún más a sus ciudadanos. Más de cinco millones de venezolanos han huido del país y hoy viven como pueden en las ciudades o las violentas áreas fronterizas de Colombia. La mayoría de las familias que se han quedado no tienen suficiente para comer. Miles de niños están sufriendo daños irreversibles por malnutrición.

El hecho de que haya un gobierno nuevo en Estados Unidos ofrece la oportunidad de revisar la estrategia. En Washington, la oposición venezolana ha contado con el apoyo de los dos partidos. No obstante, es posible que el equipo de Biden modifique el rumbo, renuncie a intentar expulsar a Maduro y ponga en marcha una campaña diplomática para sentar las bases de un acuerdo negociado con la ayuda de los líderes latinoamericanos, tanto de derechas como de izquierdas.

Junto con la Unión Europea, quizá intente tranquilizar a aliados de Maduro como Rusia, China y Cuba y garantizarles que sus intereses fundamentales en el país sobrevivirán a una transición. Aparte de tomar medidas humanitarias inmediatas para aliviar la crisis del país agravada por el coronavirus, la nueva administración quizá decida reanudar los contactos diplomáticos con Caracas y comprometerse a levantar gradualmente las sanciones si el Gobierno da pasos significativos como la liberación de los presos políticos y el desmantelamiento de las unidades policiales represoras. Después podrían iniciarse unas negociaciones con el respaldo internacional, sobre todo con el objetivo de organizar unas elecciones presidenciales creíbles en 2024, siempre que ambas partes se muestren sinceramente dispuestas a hacer concesiones.

Por el momento, el gobierno de Maduro no da señales de que los comicios pudieran ser limpios. Casi todos sus rivales quieren apartarlo del poder y enjuiciarlo. El acuerdo parece tan remoto como siempre. Pero, después de dos años envueltos en vanos y perjudiciales intentos de provocar una ruptura política instantánea, la mejor forma de avanzar es reunir los apoyos necesarios para una transición más gradual.