Solo cambios de calado pueden evitar que la violencia se agrave sin remedio.

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La actual situación venezolana refleja la agudización de una crisis que viene gestándose, cuya tendencia es a agravarse, aunque amainasen las protestas de calle, de no producirse rectificaciones de una profundidad que, hasta ahora, no parece el gobierno de Nicolás Maduro en condiciones de decidir y ejecutar.

La difícil transición de la legitimidad carismática a la legitimidad burocrática muerto Hugo Chávez y a casi un año de una elección presidencial con resultados muy discutidos, ya que poderes públicos políticamente controlados se negaron a revisar para dar un veredicto concluyente y confiable, atraviesa momentos muy comprometidos por la acentuación de la escasez de rubros de consumo muy frecuente como leche, aceite, harina, azúcar, y también de medicamentos, así como por la represión contra manifestantes, la detención de dirigentes políticos y otras violaciones a los derechos humanos  tras el 12 de febrero.

Una vez concluida la manifestación de los estudiantes universitarios con un nutrido acompañamiento de otros sectores sociales, que había transcurrido pacíficamente, se presentaron dos hechos que desencadenaron la violencia. Un grupo confundido con los manifestantes y que en la misma noche Maduro calificó de “infiltrado” atacó con piedras la sede del Ministerio Público. Y agentes de la policía y militantes de los grupos paramilitares conocidos como colectivos atacaron la manifestación. El saldo, dos muertos. Pasadas las semanas, el resultado de la investigación policial es la detención de varios agentes de los servicios de inteligencia como autores de los disparos que ocasionaron las dos muertes de aquella jornada.

Poco después el Gobierno recompuso su versión y denunció un intento de golpe de Estado, y un tribunal ordenó la detención del dirigente político Leopoldo López y, más tarde, de su compañero Carlos Vecchio. Ambos forman parte del partido Voluntad Popular, integrante de la coalición opositora Mesa de la Unidad Democrática. El número de detenciones, así como los maltratos a los detenidos y, por otra parte, las muertes que ya superan la veintena y los centenares de heridos han sido combustible para dos semanas continuas de protestas en Caracas y las principales ciudades del país, la mayoría de ellas pacíficas, cívicas y mayoritariamente protagonizadas por las clases medias.

Aunque durante 2013 aumentaron sustancialmente las protestas callejeras en Venezuela, éstas movilizaban a números reducidos de personas, y sus motivaciones eran muy sectoriales: profesores universitarios, médicos y enfermeras, vecinos, trabajadores… Lo que está ocurriendo en 2014 es diferente. Las protestas tienen ánimo político, son muy concurridas, aunque todavía no alcancen las magnitudes de 2002, y son bastante espontáneas. Minoritarias pero ruidosas y potencialmente violentas, las llamadas “guarimbas”, que consisten en bloqueos de vías principalmente por jóvenes vecinos, han sido promovidas con orígenes diversos a través de las redes sociales y youtube.

Es cierto que en lo coyuntural los abusos represivos han animado en vez de desalentar las protestas, pero hay un mar de fondo de descontento que el Gobierno yerra al diagnosticar como “intento de golpe de Estado”, porque es lo que mejor conviene a su estrategia que prioriza mantener unidas sus filas y dividir las opositoras. Aunque al Gobierno, como a todos los actores, el manejo de la situación se le ha mostrado más complejo de lo que parecía al principio.

En los jóvenes, componente principal de este febrero conflictivo, anida una profunda incertidumbre respecto al futuro. Sienten que sus oportunidades se cierran, y sus perspectivas son las de una calidad de vida empobrecida. Muchos venezolanos desconfían de los canales institucionales para canalizar sus reclamos o en la efectividad del voto para cambiar las cosas. El poder público es controlado férreamente por el partido gobernante y el calendario electoral no tiene citas hasta las parlamentarias de finales de 2015. Los medios independientes de comunicación ofrecen cada vez más reducida información política, salvo los periódicos amenazados de quedarse sin papel para imprimir, porque no les son autorizados los dólares por el Gobierno que controla el cambio, mientras los medios públicos transmiten 24 horas de propaganda política cada día, y ocupan con espacios obligatorios parte del tiempo al aire de las radios y televisoras privadas.

El Gobierno, cohesionado en torno al interés compartido de preservar el poder, evidencia dificultades a la hora de adoptar cada decisión importante. La oposición, cuyo núcleo ha sido la Mesa de la Unidad Democrática (MUD), no luce tan compacta. Dentro de la alianza, aunque se ha consensuado una estrategia común, dejan ver aproximaciones tácticas distintas. La mayoría que opta por centrarse en los problemas sociales y económicos para ampliar su base social y erosionar la del Ejecutivo, y la minoría cuyo énfasis es político,  en una salida pronta, aunque siempre insiste que pacífica. Por fuera, brota silvestre una oposición extra-MUD e incluso anti-MUD, muy a tono con el clima anímico de ciertos sectores sociales, que mayoritariamente piensan como la Unidad pero sienten como los radicales.

La Unidad intenta concentrar la puntería de la lucha en la calle, la opinión pública y el Parlamento, en objetivos concretos y posibles, porque teme que el furor desemboque en frustración, amargura y repliegue, como ocurrió después de 2002 y 2004.

Entre tanto, el Gobierno lanza unilateralmente una “conferencia de paz” que el empresariado ha aprovechado para buscar respuesta a los problemas que lo agobian, y figuras políticas independientes ha aceptado para buscar un perfil propio. Desde la Mesa de la Unidad no aceptaron los boletos de cortesía que les envió el Ejecutivo para la función, y plantean un diálogo con agenda y metodología preacordadas, transmitido en vivo y con la presencia de un tercero de buena fe, nacional o internacional, que garantice, facilite o medie.

Venezuela es el reino de la desconfianza. La presión que ese sentimiento amargo hace en los venezolanos tiene un brote. No será el último ni el mayor. A menos que los venezolanos encontremos el modo de que las cosas cambien.

 

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