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El ex vicepresidente Joe Biden y el senador Bernie Sanders, ambos candidatos al liderazgo del Partido Demócrata, en un debate en los Ángeles, California, diciembre 2019. Justin Sullivan/Getty Images

Un repaso a los factores detrás de la dificultad de lograr un candidato demócrata a las elecciones presidenciales de 2020 que cumpla con la promesa de mostrar la diversidad racial, de edad y de género que alberga Estados Unidos.

Hay que reconocérselo, los demócratas están demostrando que casi son capaces de andar y masticar chicle al mismo tiempo. Durante dos meses dirigieron una investigación que ha desembocado, en diciembre, en la votación para iniciar el enjuiciamiento y el proceso de destitución de Donald Trump, y, al mismo tiempo, están en plena campaña de las primarias para elegir al candidato que se enfrentará a él en 2020.

Las dos actividades tienen el mismo objetivo, acortar la presencia de Trump en la Casa Blanca, pero las dos tienen muy poca seguridad de que vayan a triunfar. El Senado de mayoría republicana, casi con toda certeza, absolverá al presidente. Y, a pesar de que hay un grupo de candidatos lleno de talento y más variado que nunca, da la impresión de que la competición de las primarias está centrada ya en cuatro candidatos: dos hombres ancianos y blancos, el ex vicepresidente Joe Biden y el senador Bernie Sanders, un hombre blanco más joven, Pete Buttigieg, alcalde de Southbend, Indiana, y una mujer blanca, la senadora Elizabeth Warren. Este grupo no representa la promesa del Partido Demócrata de ser el partido de la diversidad frente a un Partido Republicano de hombres viejos y blancos.

De hecho, esa fue una cosa que los republicanos se comprometieron a remediar después de que Mitt Romney perdiera en 2012 contra Barack Obama. Estados Unidos es un país cada vez más diverso, cada vez más parecido al estado de California, donde los blancos son minoría desde que, en los 80 empezaron a nacer menos bebés blancos que de otras razas, un hito demográfico que en todo el país se alcanzó en 2012. Una transformación así cambia el electorado. Ya ha ocurrido en California; allí, el Partido Republicano no gana nunca elecciones de ámbito estatal. Y se supone que lo mismo debería empezar a pasar a escala nacional. No es extraño que, tras los comicios de 2012, los republicanos hicieran público un informe cuya conclusión era que no podían seguir ganando si solo se dirigían a los votantes bancos.

Pero ese sentimiento saltó por los aires en 2016, cuando el partido escogió como candidato presidencial a Donald Trump, que redobló los esfuerzos para atraer a los votantes blancos. Sin embargo, ganó, así que parece que supo hacer lo apropiado y en el momento oportuno. El fenómeno de Trump tiene dos explicaciones principales: una económica y otra cultural. Aunque el temor a perder empleos en la industria por culpa de la tecnología y la deslocalización a otros países es un componente importante de la preocupación con la que el actual presidente ha sabido conectar, el miedo que tienen muchos blancos a quedarse sin sitio en EE UU a medida que se convierten en minoría es un temor genuino y visceral. De hecho, un estudio de Pippa Norris y Ronald Inglehart, basado en datos de las dos orillas del Atlántico, confirma que esta explicación cultural es la que tiene más peso.

En 2016, los mensajes poco sutiles de Trump para atraer a los votantes blancos, especialmente los hombres, lograron triunfar, y es muy posible que vuelvan a conseguirlo en 2020. Mientras tanto, los demócratas se han aferrado a la diversidad con tanta energía como los republicanos se aferran a los varones blancos. El hecho de que en 2008 escogieran como candidato a Barack Obama y no a Hillary Clinton, una mujer, fue la muestra palpable de esa promesa de seguir el ritmo de la creciente diversidad del país.

Un campo que comenzó con más de 20 aspirantes demócratas pero que ya ha pasado varias cribas lucha por la oportunidad de intentar destronar a Trump el próximo mes de noviembre. Al principio, era el grupo de candidatos a las primarias con mayor diversidad en la historia de Estados Unidos: de los 20, cinco eran mujeres y tres de ellas, incluso, favoritas. Había tres afroamericanos, dos de ascendencia asiática, una de ascendencia samoana y además hindú. Y en cuanto a las edades, había una diferencia de 41 años entre el más joven Buttigieg, de 37, y el mayor, Sanders, que acaba de cumplir 78.

Ahora, a pesar de esa diferencia, los favoritos pertenecen al grupo de los septuagenarios. Después de Sanders está el ex vicepresidente Joe Biden, que tiene 76 años, y luego Elizabeth Warren, que tiene 70. Con dos hombres mayores, uno joven y una mujer, los cuatro, blancos, no queda más remedio que preguntarse: ¿qué ha pasado con esa enorme variedad de candidatos demócratas?

La explicación más habitual es que los votantes demócratas tienen miedo de aventurarse ante una oportunidad tan importante para impedir que Trump continúe otros cuatro años. Muchos señalan que Hillary Clinton no pudo vencerle en el colegio electoral (sí lo hizo en el voto popular) y que eso se debió, en parte, al sexismo de los votantes. Por eso, muchos preferirían no correr riesgos y apoyar a un candidato más tradicional, como Joe Biden.

Sin embargo, como siempre que se intenta explicar por qué alguien vota en un sentido u otro, no hay una sola respuesta. A ese instinto que empuja a ciertos votantes a apoyar a candidatos tradicionales hay que añadir uno de los fenómenos demográficos más interesantes que han salido a relucir en este último año. Los votantes demócratas blancos suelen formar el ala más izquierdista del partido, mientras que los votantes de color, en especial los negros y los hispanos, suelen estar en la franja entre moderada y conservadora. Aunque a Buttigieg le cuesta atraer a los votantes negros, Biden es su preferido con gran diferencia, seguramente porque se ganó su confianza cuando era vicepresidente de Obama. Y también es popular entre los hispanos. El miembro del Comité Nacional Demócrata, Leopoldo Martínez, apoya personalmente a Biden y también copreside el Consejo Latino de su campaña. Me dijo que "en las encuestas este candidato está liderando el voto latino a nivel nacional, y específicamente el voto latino le está dando una sólida ventaja en Texas y Nevada".

Ante la gran pregunta de si Trump puede ser derrotado por un candidato de la izquierda populista o del ala moderada del partido, la mayoría de los votantes negros e hispanos tienden a ser moderados y apoyan a un candidato que casualmente es viejo, blanco y varón. De acuerdo con los datos que muestran que los votantes blancos se inclinan hacia el ala más izquierdista, los seguidores más fieles de Sanders son sobre todo blancos, y ahí figuran los famosos “Bernie Bros” de 2016 que se dedicaron a acosar a las mujeres (incluida la que esto escribe) por preferir a Hillary y no a él. Muchos analistas creen que, si Biden y Sanders no fueran candidatos, sus votos irían a parar a otros más jóvenes. Según esta teoría, candidatos como Harris, Booker y Klobouchar podrían tener alguna posibilidad si Biden no estuviera en la competición, y Warren podría estar consolidando su mayoría si no estuviera Sanders.

Esto nos conduce a una explicación relacionada con el fenómeno tan estadounidense de las guerras generacionales. En un país en el que damos nombre a nuestras generaciones y estas se pelean entre sí, cunde la sensación de que los baby boomers se niegan a pasar el testigo. Esta generación ha dominado la presidencia desde 1992, con Bill Clinton, George W. Bush y Donald Trump, los tres nacidos en el mismo año, 1946. Barack Obama, a pesar de ser más joven, también es un boomer. Los miembros de la generación X, eternamente eclipsada, se preguntan si sus posibilidades de llegar alguna vez a la Casa Blanca (con candidatos como la senadora Kamala Harris, el senador Corey Booker y la senadora Amy Klobouchar) serán devoradas por los millennials, que, ávidos de atención, están pasando ya a primer plano (como Buttigieg y la congresista Tulsi Gabbard). Y Biden y Sanders ni siquiera son baby boomers, sino que pertenecen a la franja más joven de la generación anterior, la generación silenciosa.

Es importante que haya diversidad racial, de edad y de género en todos los niveles de la administración, porque un gobierno democrático debe ser representativo de su pueblo. Por eso, la raza, la edad y el género de cualquier candidato son muy simbólicos; pero, por sí solos no ganan elecciones. Los aspirantes deben tener también el atractivo y la capacidad para obtener los apoyos necesarios y construir una coalición ganadora dentro del partido.

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Jo-Ann Finn se coloca un pin de la la candidata Elisabeth Warren, Peterborough, EE UU. Erin Clark for The Boston Globe via Getty Images

Es difícil, si no imposible, obligar a mantener la diversidad en un sistema presidencial, pero en EE UU sí existe un requisito de edad mínimo para ser presidente, 35 años. La edad media de los presidentes en el momento de jurar su cargo ha sido 55 años, y Trump fue el más viejo, con 70. (Un cálculo rápido me ha permitido averiguar que los presidentes del gobierno españoles tienen una edad media mucho más joven, 47 años, aproximadamente.) Hace poco, el expresidente Jimmy Carter, que tiene unos vivaces 94 años, expresó su preocupación sobre la edad de los presidentes. “Espero que haya un límite. Incluso si yo no tuviera más que 80 años, aunque fuera 15 años más joven, no creo que pudiera hacerme cargo de las obligaciones que tenía cuando era presidente”. Por supuesto, cada persona envejece de forma distinta, y tenemos a una mujer de 78 años, Nancy Pelosi, la presidenta de la Cámara, que ejerce un poder inmenso con una tremenda energía, para alivio de muchos en EE UU y en todo el mundo. Las mujeres suelen vivir más tiempo, y existen ciertos datos que prueban que el cerebro de la mujer envejece más despacio que el del hombre.

Cuando Hillary Clinton no se sintió bien durante una conmemoración del 11-S, se fue antes de tiempo del acto y las cámaras la mostraron con aspecto débil al entrar en su coche, Trump exprimió el incidente todo lo que pudo. Se burló de ella, la imitó e insinuó que era demasiado vieja (es dos años más joven que él) y que le faltaban energías para ser presidenta. Trump ya había tuiteado antes del incidente que Clinton debía hacer público su historial médico, cosa que hizo. La publicación de Trump consistió en dar a conocer una carta de su gastroenterólogo, redactada con el típico estilo grandilocuente del hoy presidente.

Sabemos, por consiguiente, que Trump va a utilizar este argumento contra cualquier candidato —hombre o mujer— que sea mayor que él o incluso se aproxime a su edad. Las primarias (las votaciones no empiezan hasta el caucus de Iowa, el 3 de febrero) y los debates, que parecen no acabar nunca, tienen la ventaja de que dan a los votantes la oportunidad de ver a los candidatos en muchos escenarios diferentes y, por supuesto, poner a prueba su determinación y su capacidad física de soportar un proceso tan extenuante. En la práctica, no hace falta ningún límite de edad porque, si alguien es demasiado viejo para los rigores de la Casa Blanca, no va a superar previamente el proceso de nominación.

En ese sentido, a Joe Biden no le está yendo muy bien. En el último debate demócrata se enzarzó en una apasionada discusión sobre educación y sobre el hecho comprobado de que los niños pobres oyen muchas menos palabras que los ricos y rogó a los padres que dejaran “encendido el tocadiscos por la noche”. Este comentario habría tenido sentido si hubiera dicho reproductor de CD o incluso casete, pero los tocadiscos solo los conocen los hípsters amantes de los vinilos y la gente mayor de 50. Lo más curioso es que estaba respondiendo a una pregunta sobre la esclavitud como pecado original de Estados Unidos. El comentario del tocadiscos se hizo viral de inmediato, los cómicos se burlaron de él y los expertos lo criticaron diciendo que era un error irremediable.

Slate publicó un artículo en el que personas mayores de 60 años se mostraban preocupadas por la edad de Biden. Desde luego, aparte de la propensión a las meteduras de pata por la que es famoso, también ha tenido algunos momentos en los que parecía cansado o confuso, en los debates y en los escasísimos actos de campaña a los que acude. Y no es el único. Bernie Sanders tuvo un ataque al corazón en octubre, en plena campaña, y estuvo ingresado tres días en el hospital. Como habría hecho cualquier campaña inteligente, sus colaboradores quitaron importancia al susto, pero un ataque al corazón no es cosa de risa a ninguna edad, y mucho menos a los 78.

Todo este debate está lleno de incorrecciones políticas, de racismo, edadismo y quizá algo de sexismo, cosas que hacen estremecerse a casi todos los demócratas. Pero, por otra parte, son ellos los que han hecho la promesa —hasta el punto de construir toda una imagen de marca— de ser el partido de la diversidad para representar a todos los estadounidenses, y no solo a los hombres blancos que han tenido los privilegios desde la fundación del país.

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia