Una policía vigila durante la destrucción de una plantación de amapola en Guatemala. Johan Ordonez/AFP/Getty Images
Una policía vigila durante la destrucción de una plantación de amapola en Guatemala. Johan Ordonez/AFP/Getty Images

El límite entre ambos países se perfila como uno de los más inestables de la región. Lugar de tránsito de sustancias ilícitas, estas actividades delictivas desestabilizan las comunidades rurales. Gobiernos y actores internacionales deberían trabajar para prevenir una mayor violencia en las regiones fronterizas y fortalecer el Estado de derecho y el desarrollo económico y social.

Una de las áreas más peligrosas de América Central está ubicada a lo largo de la frontera de Guatemala con Honduras. La tasa de homicidios se encuentra entre las más altas del mundo. La ausencia de una efectiva aplicación de la ley ha permitido a traficantes poderosos ser las autoridades de hecho en algunas áreas, proporcionando trabajo y asistencia humanitaria pero también intimidando y corrompiendo a los funcionarios locales. La competencia creciente sobre las rutas y el arresto o muerte de los traficantes principales ha dispersado a algunos grupos criminales; al mismo tiempo, ha fortalecido a nuevos grupos, a menudo más violentos. El presidente guatemalteco, Otto Pérez Molina, ha prometido fortalecer las fronteras del país con fuerzas policiales y militares de forma conjunta, pero el Gobierno también debe emprender de inmediato esfuerzos integrales para instalar el Estado de derecho y brindar oportunidades económicas a esta periferia largamente ignorada.

Durante la década anterior, las rutas de la droga a través de América Central comenzaron a ser objeto de una competencia feroz. La ofensiva del gobierno mexicano contra los carteles forzó a los traficantes a enviar las drogas primero a América Central. Honduras es, con frecuencia, el punto de entrada elegido. Allí, el golpe de Estado de 2009 debilitó las ya frágiles instituciones públicas dedicadas a la seguridad y la justicia. La larga costa atlántica hondureña y los remotos llanos interiores, con poca población o infraestructura, ofrecen el ambiente ideal para que las naves y avionetas que transportan drogas operen sin ser detectadas.

Desde Honduras, estas sustancias pasan a Guatemala, en donde redes familiares de traficantes que trabajan con carteles mexicanos las transportan por tierra hacia los mercados de Estados Unidos. Estas han operado tradicionalmente por debajo del radar, corrompiendo funcionarios gubernamentales y cooptando el apoyo popular, pero empezaron a ser atacadas como resultado de la lucha por las rutas así como por la presión del Gobierno. Fiscales fortalecidos bajo el liderazgo Claudia Paz y Paz, ex fiscal general, y la ayuda de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) –auspiciada por las Naciones Unidas– arrestó tanto a los operadores mexicanos –especialmente a los miembros del violento cartel de los Zetas– como también a los traficantes guatemaltecos más importantes y requeridos por cargos en los EE UU. La captura de estos capos locales de la droga ha sacudido a las otrora poderosas organizaciones, permitiendo el surgimiento de una nueva generación de criminales, a veces más violentos.

El arresto de los presuntos capos de la droga puede ser una bendición con resultados mixtos para los residentes de algunas de las comunidades fronterizas. Una de las redes más duramente golpeadas es la de la familia Lorenzana, en el departamento de Zacapa. El patriarca familiar, Waldemar Lorenzana, fue detenido en 2011 y extraditado a Estados Unidos en marzo de este año. Las autoridades también arrestaron a dos de sus hijos por cargos en este país, mientras que un tercero es un fugitivo con una recompensa de 200.000 dólares sobre su cabeza. Los Lorenzanas niegan que el tráfico de cocaína sea la fuente de su riqueza, citando sus negocios legítimos como la exportación de frutas. Algunos residentes de Zacapa se quejan de que estas detenciones han producido la pérdida de empleos y han desatado una lucha entre grupos desprendidos que buscan la dominación.

Estos clanes, menos conocidos pero aún poderosos, continúan no solo moviendo las drogas sino también creando otras empresas ilegales, como las dedicadas a los préstamos extorsivos y la venta al menudeo de las drogas, alimentando de esta manera la violencia. Su riqueza y poder de fuego los convierte en autoridades de hecho, admirados por algunos y temidos por muchos. Los residentes de los departamentos de Zacapa y Chiquimula asumen a menudo que la policía y los políticos locales han sido sobornados o intimidados por estos poderosos criminales. Todo este clima de desconfianza mancha la política e inhibe a los periodistas y otros actores de la sociedad civil a exigir a los líderes locales una clara rendición de cuentas.

El Gobierno de Pérez Molina ha creado fuerzas de trabajo interinstitucional para las áreas fronterizas que incluyen tropas militares, policía civil, fiscales y funcionarios de aduana. Este es un primer paso hacia la recuperación de la seguridad en la frontera, siempre y cuando las unidades estén bajo el control civil y respeten los derechos humanos. Instalar la seguridad en estas regiones, sin embargo, requiere también de la construcción de instituciones democráticas creíbles. La policía local debería ser depurada y supervisada, mientras que se les debe proporcionar los recursos y el entrenamiento para arrestar a estos poderosos criminales. Se debería exigir a los políticos locales que informen de las contribuciones a sus campañas y proporcionar recursos públicos a fin de que sus electores puedan depender del Gobierno para servicios esenciales y asistencia humanitaria y no de capos criminales.

Se requiere, por lo tanto y con urgencia, un cambio en la política nacional: el Gobierno debería enviar no solo tropas y policías a las regiones fronterizas, sino también educadores, organizadores comunitarios, trabajadores sociales, médicos y trabajadores sanitarios. Guatemala y Honduras deberían aprender de las experiencias regionales, tales como los programas de desarrollo de fronteras en Colombia, Ecuador y Perú. Honduras, en donde los niveles de violencia son mayores y la capacidad institucional es más frágil, necesita con urgencia esta asistencia. Los donantes –especialmente Estados Unidos– deberían poner sus recursos financieros, capacitación y asistencia técnica detrás de la seguridad pública y la prevención de la violencia en las fronteras, más que enfocarla primariamente en controles e interdicción.