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Gran Marcha por Vida
en Bogota, protesta contra los asesinatos de activistas. (Daniel Garzon Herazo/NurPhoto via Getty Images)

He aquí las claves para entender en qué situación se encuentra Colombia y cómo la violencia no solo continúa, sino que aumenta. ¿Qué debería hacer el Estado para conseguir la estabilidad en el país?

Los últimos días han alimentado una importante fricción entre la representación de Derechos Humanos de Naciones Unidas en Colombia y el Ejecutivo de Iván Duque, fruto de un informe cuya principal conclusión es la siguiente: Colombia es el país de América Latina con mayor número de asesinatos de activistas y defensores de los derechos humanos en el año 2019.

Desde que se firmó el Acuerdo de Paz con la guerrilla de las FARC-EP, en noviembre de 2016, la situación de violencia política en el país no solo no se ha mitigado, sino que, todo lo contrario, se ha transformado de manera preocupante. Entre algunas manifestaciones de este fenómeno cabe destacar dos por encima del resto: casi 200 excombatientes de las FARC-EP han resultado asesinados en su proceso de reincorporación a la vida civil y más de 700 líderes sociales, activistas y defensores de los derechos humanos han sido asesinados en los últimos tres años y medio, lo que equivale a una muerte violenta cada menos de 48 horas.

Este proceso de violencia dirigida se ha desarrollado bajo una importante inoperancia del Estado. Sin duda, su debilidad endémica, su precariedad institucional y su incapacidad para resignificar la otrora geografía de la violencia con las FARC-EP quedan fuera de toda duda. Así, tras el Acuerdo de Paz, pareciera quedar lejano cualquier atisbo de superación de las condiciones estructurales, simbólicas y culturales que durante décadas han sostenido la violencia. Lo anterior, en tanto que pareciera que la única preocupación de Duque es evitar que los exguerrilleros abandonen el proceso de reincorporación y puedan retornar a dinámicas de violencia armada.

El país sigue adoleciendo de irresolutas brechas regionales, de incapacidades gubernamentales en el plano local y de una completa ausencia en buena parte del territorio que durante mucho tiempo resultó golpeado por el conflicto armado con las FARC-EP. Una vez desmovilizada ésta, sin embargo, ni la policía ni el Ejército, en parte por una falta de voluntad política y en parte por una clara incapacidad logística, han conseguido controlar el territorio a efectos de garantizar unos mínimos de seguridad sobre las que construir un escenario de superación de la violencia. Todo lo contrario, estos enclaves han sido cooptados por disidencias de la guerrilla; así como por estructuras del ELN, del posparamilitarismo y, en mucha menor medida, del antiguo EPL. De este modo, el contexto de la violencia en Colombia termina por converger en un intricado escenario de alianzas y confrontaciones en donde, la disputa por la hegemonía local, antes resuelta por la presencia de las FARC-EP, agita nuevas e intensas formas de violencia.

Efectivamente, las aspiraciones del Acuerdo de Paz podíamos imaginar que eran difícilmente conseguibles dados los recursos y posibilidades del Estado colombiano, pero todo se complica si cabe más cuando el principal saboteador del compromiso adquirido con las FARC-.EP es el mismo Gobierno. Al respecto, basta observar la desfinanciación del Acuerdo, la extrema lentitud por desplegar recursos en el plano territorial de los lugares más afectados por la violencia o los impedimentos legales y los artificios políticos desplegados en los últimos dos años sobre los esquemas de jurisdicción transitoria, la comisión de la verdad o la representación política de los lugares con mayor arraigo de la violencia.

El resultado de todo lo anterior es un escenario como el que hoy tiene lugar en Colombia, en donde tras un muy notable Acuerdo de Paz, el país queda sumido en un nivel de confrontación mayor al existente en los últimos años de la guerrilla. Aprovechando las debilidades y reparos del Estado, y sumando ingentes fuentes de financiación ilícita como el negocio cocalero, la minería ilegal o la extorsión, buena parte de los grupos armados hoy vigentes exhiben mayor presencia territorial, mayor número de integrantes y mayores capacidades de operación. Por ejemplo, el EPL ha ido creciendo en los últimos años, quedando conformado por unos 300 efectivos cuya presencia trasciende de la región del Catatumbo para operar en escenarios que hace años eran territorio controlado por el Frente 59 de las FARC-EP, tal y como sucede en Cesar y La Guajira, o en Cauca y Valle del Cauca, en donde también llegan a confrontar con el ELN. Esta guerrilla, la más longeva de América Latina, es la que, tal vez, mejor haya aprovechado la desaparición de las FARC-EP del tablero de la violencia. Aunque su principal grueso opera a lo largo de la frontera con Venezuela, el ELN ha crecido en los últimos años, pasando de menos de 2.000 efectivos en 2012, a más de 3.000 en la actualidad. Así, ha logrado recomponerse en departamentos como Antioquia y el sur de Bolívar, y ganar peso específico en el litoral Pacífico y parte de la región Caribe. En cualquier caso, sus mayores disputas se focalizan en el nororiente colombiano, donde se enfrenta al EPL y grupos posparamilitares, y en departamentos como Chocó, Nariño o Cauca, en donde han proliferado multitud de pequeños cárteles.

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El mapa muestra los lugares donde se han producido asesinatos de antiguos guerrilleros de la FARC tras la firma del tratado de Paz. (LUIS ROBAYO/AFP via Getty Images)

De todos los actores involucrados en la actual violencia desplegada en Colombia, dos preocupan por encima del resto. En primer lugar, las disidencias de las FARC-EP. Las conforman unos 2.000 integrantes y se cuentan por decenas las estructuras armadas, siendo especialmente notables en todos los escenarios con alto arraigo cocalero: Antioquia, el nororiente colombiano y el suroccidente. Sensu contrario de lo que se pudiera pensar, el grueso de estas estructuras no son exguerrilleros, sino que se trata de nuevas incorporaciones, aun cuando hay mandos medios no desmovilizados y viejas líneas de comandancia que nunca aceptaron el Acuerdo de Paz. Así sucede en los Llanos Orientales, la Amazonía o en Nariño y Putumayo, al sur del país. Finalmente, quedaría tener en cuenta el factor posparamilitar. De los cerca de 3.000 integrantes que esta estructura criminal consigue movilizar, dos terceras partes se condensan en las autodenominadas Autodefensas Gaitanistas de Colombia –referidas por el Gobierno como Clan del Golfo. Aparte de controlar buena parte de la geografía de las viejas Autodefensas Unidas de Colombia, han ganado presencia territorial en viejos escenarios controlados como las FARC-EP, como Meta, Guaviare, Casanare, Vichada, Chocó o Nariño. Sea como fuere, la realidad de la violencia es una amalgama de vínculos y posibilidades que se encuentran estrictamente resueltas por la coyuntura y por las particularidades, oportunidades y ventajas que ofrece el contexto local.

Dadas todas estas circunstancias, no sorprenden las alertas de Naciones Unidas sobre el alcance, el significado y los repertorios de la violencia que tiene lugar hoy en día en Colombia. Lo que sí llama la atención es que el Estado siga asumiendo una respuesta marcada por la inacción y la incapacidad. Destacaba el informe que desde 2016 sólo el 11% de los casos de asesinato a líderes sociales se ha resuelto con sentencia firme, si bien en la mitad de ellos el proceso parece prosperar –algo muy destacable si se tiene en cuenta que, en general, la impunidad en Colombia presenta una tasa superior al 85%. Asimismo, la violencia parece haber asumido dinámicas crecientes, por ejemplo, en lo que se refiere a mujeres –en torno a un 20% de las víctimas- y periodistas e informadores de casos de corrupción y vulneración de los derechos humanos. Quedaría, finalmente, precisar que, si bien las cifras netas de violencia homicida continúan bajando, de acuerdo con una tendencia decreciente de años atrás, en torno a las 25 muertes violentas cada 100.000 habitantes, éstas presentan dinámicas bien diferentes cuando se trata de lugares de reincorporación de la extinta guerrilla o entornos cocaleros. Así, mientras que los lugares de concentración de exguerrilleros, se aprecia en el último año un promedio de 45 muertes violentas cada 100.000 habitantes –un 50% más que en 2016– en los lugares de impronta cocalera esta tasa se eleva a las 57 muertes –equivalentes a un 60% más que en 2016.

En cualquier caso, pareciera desconocer Iván Duque que los informes del Alto Comisionado no representan un juicio político ni, como señaló estos días pasados, representan una injerencia frente a la soberanía del país. Lo que buscan es alertar una situación que con el paso de los meses está empeorando de manera preocupante, pues sólo en 2019 fueron asesinados más de 100 defensores de los Derechos Humanos. Además, no se nos olvide que el Estado siempre termina siendo el responsable último de este tipo de situaciones y más cuando existen indicios de manifiesta desatención, como sucede con el gobierno de Iván Duque. El informe tampoco es, en ningún caso, producto de una aproximación azarosa. Todo lo contrario, es el resultado del trabajo de todo un año, con más de 1.100 misiones documentadas en el terreno.

En conclusión, todo lo anterior da buena cuenta de la complejidad de implementar un Acuerdo de Paz y de cómo la ausencia de guerra no representa per se la presencia y la garantía de un escenario de paz. Únicamente, interviniendo sobre las contradicciones socioeconómicas y simbólicas del país es posible redirigir las riendas de la recomposición del tejido social y, paulatinamente, aspirar a reducir la acuciante violencia. A tal efecto, la mitigación del negocio cocalero, el fortalecimiento del sistema judicial y la aproximación de los recursos y las decisiones al entorno local en que transcurre la violencia son tres prioridades que de algún modo recoge el informe de Naciones Unidas, pero también muchos otros, y que prosiguen irresolutos bajo el actual Ejecutivo.