¿Las malas economías son buenas para la democracia?

 

AFP/Gettyimages

Con el avance de la marea democrática por Oriente Medio, no sólo caen regímenes. También parece hacer cada vez más aguas un santo y seña de la teoría de la modernización: que el desarrollo democrático es consecuencia del crecimiento económico. Al fin y al cabo, no fue el crecimiento económico lo que empujó a los tunecinos, egipcios y, ahora, libios y yemeníes a las calles. Todo lo contrario, lo que estos países tienen en común, aparte de unos regímenes autocráticos, es que su comportamiento económico reciente estaba estancado.

Por lo menos desde el trabajo del sociólogo estadounidense Seymour Martin Lipset hace medio siglo -y probablemente desde Karl Marx-, la idea de que la riqueza es un elemento indispensable para la democracia ha sido la opinión ortodoxa de los politólogos. Hace poco, el economista de la Universidad de Harvard Benjamin Friedman fue incluso más allá en su libro The Moral Consequences of Economic Growth, al sugerir que el aumento continuo de las rentas es un factor clave en el mantenimiento de unas democracias  integradoras.

¿Pero es verdad que los Estados que se enriquecen se vuelven más democráticos? En los países en vías de desarrollo de Oriente Medio y el norte de África, desde luego, los milagrosos índices de crecimiento no son la razón del asombroso estallido de fervor por adquirir derechos políticos. El crecimiento del PIB medio per cápita en la región ha sido muy escaso en los últimos 30 años, poco más de un 1% anual (aunque experimentó cierta aceleración en la última década). Y, en vez de desarrollar una clase media de empresarios amplia e independiente, la zona ha tenido un crecimiento esclerótico en el sector privado, y las oportunidades de negocios han estado reservadas a una élite privilegiada y cada vez más anciana. Según el Banco Mundial, el número de empresas registradas por cada 1.000 habitantes en Oriente Medio y el norte de África es menor que en el África subsahariana. El periodo medio de tiempo que tiene que trabajar una persona en la zona para que le ofrezcan un puesto de gestión es de 14 años. En el este asiático, es la mitad.

Si se quiere establecer una relación entre el comportamiento económico y el cambio político, es mucho más lógico pensar que los gobiernos habían creado, en una población juvenil cada vez más numerosa, unas expectativas que luego no han sido capaces de cumplir en absoluto. En Egipto, la matriculación en las universidades ha aumentado del 14% al 28% desde 1990, y en Túnez, del 8% al 34%. Sólo la Universidad de El Cairo tiene 200.000 alumnos. Sin embargo, aunque las oportunidades educativas abundan, el mal comportamiento económico hace que falte trabajo.

El desempleo en la franja de población de 15 a 24 años en Oriente Medio y el norte de África es el mayor del mundo, con una media de más del 25% (en Egipto y Túnez, los porcentajes son aún mayores). Y el descontento por la escasez de oportunidades tiene que agravarse forzosamente por la subida del precio de los alimentos. Si la economía ha tenido algo que ver con los acontecimientos recientes, es porque ha fomentado la sensación de injusticia ante las dificultades, no porque haya generado una clase burguesa de partidarios de De Tocqueville.

Además, el mundo árabe no es un caso atípico. Aunque los países ricos, en general, gozan de más libertades que los pobres, no parece que el hecho de enriquecerse lleve necesariamente a más democracia o una más estable. En un estudio de 2009, el economista del MIT Daron Acemoglu y sus colegas demostraron que la relación -aparentemente sólida- entre renta y criterios de democracia en todo el mundo en un momento dado, desaparece si se observan los cambios en la renta y los derechos a lo largo del tiempo. Su conclusión era que “unos niveles elevados de renta per cápita no fomentan la transición de la dictadura a la democracia ni impiden la transición de la democracia a la dictadura”.

Decir que la recesión acelera la caída de regímenes odiosos no significa que sea un requisito indispensable

De hecho, lo que indican las pruebas ofrecidas por el último siglo en todo el mundo es que los Estados en los que las rentas descienden progresan hacia la democracia a mucha más velocidad que los países en los que crecen. El bloque comunista cayó en los 80, cuando empezó a disminuir el crecimiento, y no en los 50, cuando la economía crecía con gran rapidez. India ha crecido después y más despacio que China, pese a que fue una democracia desde mucho antes y sigue siendo más democrática hoy (es más, el movimiento de desobediencia civil de Gandhi nació porque los indios pobres no podían pagar el precio de la sal). Los Estados africanos que acababan de obtener la independencia en los 60 y 70, un periodo de relativa prosperidad económica, se convirtieron en autocracias. Sólo empezaron a avanzar hacia la democracia en los 80 y 90, con un crecimiento mucho menor.

Decir que la recesión acelera la caída de regímenes odiosos no significa que sea un requisito indispensable; en realidad, la relación entre las convulsiones económicas y la inestabilidad política es todavía materia de debate. Es evidente que hay otros factores, como la urbanización y la increíble mejora de las comunicaciones -desde la televisión por satélite hasta Twitter, pasando por Facebook-, que han influido, igual que el simple hecho de que los habitantes de Egipto, Túnez y otros países estén dispuestos a enfrentarse a la violencia para impulsar las reformas democráticas.

En ese sentido, las revueltas del mundo árabe son la manifestación más reciente de la democracia como algo que es hoy lo normal, y no de la democracia como una consecuencia natural de la riqueza. Hoy en día, cuando alguien sale a manifestarse (y no está al servicio de un régimen autoritario), lo hace en favor del cambio democrático. Los disturbios entre fascistas y comunistas sobre qué modelo totalitario había que implantar en la Alemania de la preguerra son, por fortuna, un elemento del pasado. En los sondeos de World Values Surveys, el porcentaje de personas que aprueban la afirmación “la democracia tiene sus problemas, pero es mejor que cualquier otra forma de gobierno”  varía entre el 81% en la antigua Unión Soviética, el 88% en Oriente Medio y el 92% en Occidente.

Y, aunque el crecimiento económico no necesariamente abre las puertas a una transición democrática, quienes trabajan para conseguir la segunda suelen estar muy interesados en promover también la primera. Las revueltas del mundo árabe son una buena prueba de ello: cuando un hombre de 26 años llamado Mohamed Bouazizi se prendió fuego delante de un edificio oficial tunecino en diciembre, no lo hizo por la democracia; quería protestar por cómo le habían tratado los funcionarios locales y la policía, que le habían impedido montar su puesto de frutas. La acción desencadenó las revueltas que acabaron con el presidente Zine el Abidine Ben Alí y crearon una onda expansiva por toda la región. Si la democracia en el mundo árabe puede ofrecer a una población joven, preparada y dinámica más posibilidades de trabajo y de competir en el mercado laboral en igualdad de oportunidades, creará una vía para salir del estancamiento y dará la vuelta a la teoría de la modernización. Y tal vez entonces empiecen a tener respuesta las quejas del hombre que empezó todo.

 

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