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Policía de Túnez entran en una casa donde presuntamente vivían dos personas sospechosas de terrorismo. (FETHI BELAID/AFP/Getty Images)

¿Qué política están empleando los países del Magreb ante los combatientes terroristas extranjeros retornados?

A mediados del pasado mes de abril, el Ministerio del Interior de Marruecos informó que los aparatos de seguridad del Estado habían desarticulado una presunta célula terrorista en la ciudad de Taza, en el norte del país. Según la versión oficial, el grupo, integrado por cuatro personas, se disponía a perpetrar ataques contra varias instituciones del reino, y estaba liderado por un militante con experiencia en combate en Siria e Irak.

Un mes antes, el Ministerio del Interior marroquí había anunciado el desmantelamiento de otra supuesta célula terrorista dispersada por distintos puntos del país, y entre cuyos integrantes figuraba un ex presidiario que la policía había arrestado en el pasado por sus vínculos con miembros de Daesh activos en Libia.

Como si se tratara del día de la marmota, Rabat afirmó en febrero que había frustrado los planes de otro grupo de cinco presuntos terroristas que fueron detenidos en el oeste del país acusados de vínculos con Daesh, planear unirse al grupo en Siria e Irak y urdir ataques en Marruecos. En enero, otra célula de 13 miembros había corrido la misma suerte.

Aunque los casos de los detenidos de forma sistemática desde principios de año difieren los unos de los otros, la célula desarticulada en abril llamó particularmente la atención por el hecho de haber estado liderada por una persona que contaba con experiencia en combate en Siria e Irak, y que ahora se disponía a cometer nuevos ataques en su país. En diciembre de 2018, Rabat había revelado que 1.668 marroquíes se habían unido hasta la fecha al Estado Islámico y otros grupos considerados terroristas en Siria y otras zonas en conflicto, un flujo que en el futuro, como se estaba demostrando ya, plantea un desafío para Marruecos.

La situación en el resto del Magreb no resulta muy diferente. En total, se estima que más de 42.000 personas de todo el mundo podrían haberse unido a Daesh hasta finales de 2017 (para cuando los desplazamientos ya habían caído de forma muy significativa). Ahora que el grupo terrorista ha perdido casi todo el territorio que había llegado a controlar en Siria e Irak, el destino de los que aún siguen vivos está abierto, y aunque por ahora parece que la mayoría opta por no hacerlo, una de las opciones es que decidan volver a casa.

El reto que plantean estos últimos es más complejo de lo que aparenta. De entrada, solo una minoría constituye un riesgo real y directo para sus países, puesto que los motivos del retorno son muy diversos. Pero como demuestra la célula marroquí desmantelada en abril, algunos de los retornados se dedicarán a articular nuevos grupos en su territorio, expandirán su ideología o se dedicarán a enviar a nuevos reclutas hacia zonas de conflicto.

Para el Norte de África, el desafío no es nuevo. Con la guerra estallada en Afganistán en los últimos compases de los 70, centenares de marroquíes, argelinos, tunecinos, libios y egipcios ya se desplazaron hasta allí para unirse a la insurgencia muyahidín. Junto con aquellos llegados de países vecinos, éstos formaron el contingente de los llamados ‘árabes afganos’, que, a pesar de ser insignificantes sobre el terreno, de vuelta a casa se convirtieron en un auténtico dolor de cabeza para sus respectivos regímenes, ya que en el futuro formarían muchos de los grupos terroristas que brotarían en la región.

El contexto actual, sin embargo, difiere del caso de Afganistán (y de los que siguieron) en un detalle nada menor. Y es que el número de combatientes terroristas extranjeros que se ha movilizado esta vez es abrumadoramente superior al registrado nunca antes, lo que obliga a los distintos países afectados a tener que tomar medidas urgentes al respecto.

 

Represión

Aunque la recopilación de datos precisos sobre el número de combatientes extranjeros es difícil, se estima que Túnez podría contar con un mínimo de 3.000, Marruecos con unos 1.600, Egipto y Libia con unos 600 y Argelia con unos 170. Libia, no obstante, se sitúa al margen del grupo, ya que su inestabilidad la ha convertido en receptora de combatientes extranjeros y la ausencia de Estado impide en cualquier caso abordar la cuestión.

A pesar de llevar décadas enfrentándose a un reto similar y de haber tenido tiempo para prepararse para la última oleada de retornados en particular, el estudio Retornados en el Magreb, del Instituto Egmont, apunta que los países del Norte de África siguen adoptando una estrategia incompleta esencialmente, securitaria a la hora de abordar la cuestión. Además, las escasas medidas, más o menos específicas, que han adoptado al respecto en los últimos años continúan encuadrándose mayoritariamente dentro de esa misma lógica.

La pasividad con la que las distintas capitales de la región están abordando el desafío resulta aún más manifiesta cuando se compara con la situación en estos mismos países hace unos años. Así, el estudio Los combatientes extranjeros y su regreso ya revelaba en 2015 que a pesar de haber tomado “pasos positivos para abordar la cuestión de los combatientes extranjeros y su retorno”, las diferentes estrategias adoptadas en el Magreb para encarar el reto carecían, en general, de un espíritu que trascendiese lo represivo.

En primera instancia, la mejor manera de evitar que los terroristas con experiencia en el extranjero vuelvan a casa es impedir que lleguen a irse. En la actualidad, los errores cometidos en este sentido ya son irreversibles en miles de casos, pero ejemplos como la célula dedicada a reclutar nuevos miembros desarticulada en Marruecos en abril ponen de relieve la persistencia del desafío. Aquí, el caso tunecino es especialmente ilustrativo.

Como arguye Emna Ben Mustapha en Comprendiendo el nuevo panorama de amenazas en Túnez, el hecho de que Túnez cuente con más de mil desplazados a zonas de combate –lo que supone la cifra per cápita más elevada del mundo– no sería casualidad. Así, la investigadora considera que contribuyeron a ello el clima favorable a la radicalización creado por el Ejecutivo islamista que gobernó el país entre 2011 y 2013; la debilidad de los aparatos de seguridad tras la Primavera Árabe y la amnistía de presos de 2011.

Reconociendo implícitamente el error, Túnez tomó luego medidas para paliar ese flujo, muchas de ellas no exentas de polémica, como contrarrestar la narrativa extremista, elaborar programas de prevención, controlar las mezquitas, cerrar organizaciones con presuntos vínculos con grupos terroristas, y, en última instancia, tratar de dificultar los desplazamientos hacia zonas de combate como Siria. Una batería de medidas de tipo similar a las adoptadas por el resto de países del Magreb.

Para hacer frente al desafío una vez los retornados han vuelto a sus países de origen, todos los países del Magreb han enmendado su legislación o han adoptado nuevas leyes que les permitan perseguirlos. En este sentido, las reformas legales adoptadas por Rabat en 2015 le permiten abordar la cuestión de los combatientes extranjeros. Asimismo, el artículo 87 del Código Penal argelino criminaliza unirse a grupos terroristas en el extranjero, mientras que Túnez puede hacer lo propio tras haber aprobado en 2015 una nueva ley antiterrorista. Egipto, por su parte, contempla penas para miembros de organizaciones internacionales con el fin de atentar en el país, y desde 2015 criminaliza unirse a una organización terrorista, recibir entrenamiento y promover sus ideales. En todos los casos anteriores, los cambios legislativos han sido criticados por organizaciones de derechos humanos.

Aunque la nueva legislación concede prerrogativas a los respectivos gobiernos para poder perseguir a los retornados, la vaguedad con la que se define el concepto de terrorismo concede margen para reprimir también a la oposición. El régimen egipcio de Abdel Fatah al Sisi sobresale en la materia y ha utilizado, de forma sistemática, el pretexto de su lucha antiterrorista para aplastar cualquier atisbo de oposición.

Pasado el plano legal es donde empiezan los problemas graves para los países del Magreb. Así, su apuesta represiva se traduce en el arresto y encarcelamiento de muchos de estos individuos, aunque con resultados distintos. Marruecos ha optado por encarcelar a la práctica totalidad de sus 213 retornados, incluidas las mujeres, y Egipto habría hecho lo propio haciendo uso de sus leyes antiterroristas. Túnez, en cambio, asegura arrestar a casi todos sus retornados, pero solo una minoría son sentenciados a prisión, siendo puestos bajo vigilancia el resto.

En prisión, Marruecos ofrece desde 2016 el programa de desradicalización Reconciliación. Aunque el programa tiene una duración solo cuatro meses, quienes lo completan reciben un perdón presidencial para salir de la cárcel. A este ya se habrían acogido más de 14 personas, pero su impacto aun así está considerado limitado.

En la otra cara de la moneda se encuentra Egipto, donde no solo no se han adoptado medidas para desmovilizar a presos unidos a grupos terroristas, sino que sus cárceles son tan opacas que se han convertido en auténticos centros de radicalización y reclutamiento.

Argelia, a su turno, reivindica su experiencia a la hora de lidiar con la integración de antiguos terroristas tras la guerra civil que vivió el país en la década de los 90. Entonces, Argel tomó una batería de medidas económicas, de desarrollo, legales y conciliatorias que se tradujeron en la renuncia a la violencia por parte de miles de combatientes. Unas medidas que, sin embargo, fueron a costa de la ausencia de justicia que siguió al conflicto.

Túnez, por último, tampoco ofrece programas ni de desradicalización ni de reintegración en sus cárceles, a pesar del mecanismo mencionado por el gobierno en 2014 para amnistiar a individuos bajo determinadas condiciones, como las de “no tener las manos manchadas de sangre,” pero que no se llegó a adoptar por la fuerte oposición con la que se recibió.

“El encarcelamiento solo pospone el problema y, al mismo tiempo, se arriesga a una mayor radicalización o la radicalización de otros reclusos”, alerta Richard Barrett en Más allá del califato, un estudio publicado en 2017.

A pesar de ello, Barrett reconoce la dificultad de articular una alternativa convincente: “El [otro] enfoque [es el de] rehabilitación y reintegración, aunque la mayoría de retornados nunca se integraron en primer lugar. Dichos programas son notoriamente difíciles de diseñar y ejecutar, y la mayoría de los esfuerzos iniciales se han detenido”.

Así, los países del Magreb tampoco cuentan con programas enfocados a preparar a los antiguos combatientes para integrarse de nuevo en la sociedad una vez han salido de prisión, que es precisamente el momento en el que este proceso adquiere una mayor importancia y cuyo fracaso puede echar a perder los potenciales logros conseguidos hasta entonces.

“Existe la necesidad de ampliar el espectro antiterrorista, de invertir más en programas de prevención y de abordar el contexto que conduce a la radicalización,” señala Thomas Renard en Veteranos yihadistas en el Magreb. “Cuando los combatientes extranjeros regresan a la sociedad, el riesgo de que vuelvan a participar en actividades yihadistas es alto si las principales causas de su radicalización no se han abordado”, alerta, y “hasta ahora, no está claro cuánto esfuerzo han invertido [los países del Magreb] en tales programas de prevención, [aunque] la respuesta es que claramente no lo suficiente”.

Europa, por su parte, tiene grandes intereses en la materia, no solo porque cuenta con miles de personas que igualmente se han unido en los últimos años a las filas de estos grupos, sino también porque el resultado de la gestión de dicho desafío por parte de los países del Norte de África tiene un impacto directo en la otra orilla del Mediterráneo.