Esta es la oportunidad japonesa para regresar a la escena política internacional.

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Koichi Kamoshida/Getty Images

Enfrentado al declive de la Pax Americana y al espectro de una Pax Sinica, Japón se encuentra en la encrucijada de tener que redefinir su papel en la política mundial, quizá en la próxima década. De momento, el status quo parece suficientemente estable bajo la tambaleante hegemonía estadounidense a la que Tokio está anclado por su alianza bilateral. Pero mientras, China sigue aumentando su crecimiento económico y su gasto militar. El desafío que representa acecha en el horizonte a medida que Pekín endurece sus prepotentes reivindicaciones irredentistas en los Mares del Sur y del Este de China, y que sus acciones diplomáticas, militares y paramilitares son cada vez más agresivas.

Dado su acusado declive, Estados Unidos ya no es capaz de mantener por sí solo la presencia militar necesaria en el Este de Asia para imponer la contención militar y económica de China. Por ello, Washington ha subrayado recientemente la necesidad de cooperar con sus aliados regionales y de contar con ellos para algo más que para la defensa común.

China será aún más poderosa en 2030, según estimaciones del National Intelligence Council de Estados Unidos. Pero mientras siga existiendo la dictadura comunista de Pekín una Pax Sinica es inaceptable y una comunidad del Este de Asia que incluya al gigante asiático es imposible.

Por tanto, a menos que la hegemonía estadounidense reviva de forma milagrosa, lo único que podría hacer Japón es formar parte de un sistema de equilibrio de poder como una potencia más, junto con China, India, Rusia, y, sobre todo, Estados Unidos que seguiría siendo primus inter pares. No obstante, es probable que mientras tanto Tokio continúe su dependencia estratégica de Washington —en declive pero aún dominante desde el punto de vista militar— tanto tiempo como sea posible. Además, primero debería aumentar su poder económico.

Desde el estallido de la burbuja económica en 1992, Japón ha perdido dos décadas sin ser capaz de hacer volver su economía a la senda del crecimiento. Hasta muy recientemente la economía ha estado atrapada en una espiral de deflación sin una adecuada demanda efectiva, debido, en gran parte, al rápido envejecimiento de las clases acomodadas.

Durante las décadas perdidas, todos los gobiernos japoneses se han volcado en vano en grandes proyectos de obras públicas y gasto social que apenas han logrado impulsar la demanda y que han tenido un efecto multiplicador muy bajo. Como consecuencia, la deuda pública acumulada asciende a más del 200% del producto interior bruto. El Ejecutivo acabará por suspender pagos, a pesar incluso de que sigue siendo la mayor nación acreedora, dada su incapacidad para controlar déficits presupuestarios crónicos que suponen la mitad del presupuesto anual del Estado.

Afortunadamente, el nuevo Gobierno del primer ministro Shinzo Abe está apuntando a un tipo de medidas diferentes mientras el resto del mundo desarrollado sigue sufriendo las graves secuelas del shock de Lehman Brothers. El estallido sin precedentes de la burbuja financiera fue consecuencia del continuado abuso por parte de Estados Unidos del capitalismo hiperfinanciero del que depende su hegemonía. La ya tradicional pérdida de competitividad industrial norteamericana ha ido acompañada de perennes déficits por cuenta corriente, por lo que el país se concentró en gestionar los activos que le prestaban en el extranjero.

Es sorprendente comprobar que Japón, que se vio menos afectado por el shock y que ya ha terminado la limpieza de aquellos créditos considerados tóxicos tras la crisis de 1992, resulta ser el país más solvente, en comparación a Estados Unidos y la Unión Europea. Los rescates masivos y la flexibilización cuantitativa utilizados por muchos de sus gobiernos han debilitado sus mercados financieros y de divisas. No es de extrañar que el capital adverso al riesgo de los países desarrollados se esté ahora dirigiendo a los mercados japoneses.

Además, las tasas de crecimiento de dos dígitos de China están llegando a su fin. Su crecimiento —intensivo en mano de obra e impulsado por las exportaciones— ha dejado de ser sostenible debido a la acusada subida de los salarios, mientras que la disminución del consumo en los mercados estadounidenses y europeos no proporciona suficiente salida para las exportaciones chinas. Unido a esto, el consumo interno del gigante asiático se está estancando a causa del creciente aumento de la desigualdad, lo que dificulta el ascenso de los consumidores de clase media. La sociedad está experimentando un envejecimiento sin precedentes como consecuencia de la prolongada política del hijo único. Esta circunstancia supondrá que una buena parte de los ahorros será destinada a los servicios sociales, lo que reducirá el consumo. Y el régimen comunista no puede continuar las inversiones públicas masivas que siguieron al shock de Lehman para sostener la demanda, lo que estimulará la inflación, aumentará la ya intolerable diferencia de riqueza y desestabilizará el orden social. Todo esto significa que China tendrá que confiar en obtener beneficios financieros de su relación con la burbujeante economía japonesa.

Las políticas introducidas por Abe, bautizadas como Abenomics, están diseñadas para generar una burbuja impulsada desde el Gobierno, que incluye una acusada apreciación de los bienes y empresas del Estado, que son con mucho los más grandes del mundo. La nueva cúpula del Banco de Japón, con el visto bueno del Ejecutivo, acaba de introducir un agresivo paquete de medidas de flexibilización cuantitativa y cualitativa, con el fin de inyectar enormes flujos de capital en los mercados financieros japoneses. Que esto sirva para sacar a la economía de su letargo dependerá de cuánto pueda mantener una burbuja que siga siendo atractiva a los capitales extranjeros con aversión al riesgo y de lo rápido que pueda liquidar la mayor cantidad posible de deuda pública.

En la cambiante dinámica financiera internacional, Japón está entrando en un momento crucial para aumentar su poder económico, un prerrequisito para ser un actor geopolítico independiente dentro de un mundo multipolar. Si no logra aprovechar esta oportunidad, caerá en un declive definitivo.