Por qué el sistema aprobado por la ONU, que debe garantizar que las gemas no se extraigan a punta de pistola, está siendo contraproducente.

 

Se puede decir sin temor a equivocarse que la mayoría de las personas que hayan recibido joyas de diamantes durante las fiestas no se habrán parado demasiado, o nada, a pensar de dónde procedían las gemas. Los duendes de Papa Noel suele bastar como respuesta para la mayoría de la gente, y es posible que ni siquiera los que son conscientes de que algunos diamantes proceden de zonas de guerra en África hayan dado muchas vueltas al asunto este año.

Chris Hondros/AFP/GettyImages

Los diamantes de conflicto, también llamados diamantes de sangre, son piedras extraídas a punta de pistola por esclavos y prisioneros para enriquecimiento de quienes controlan las armas. Fueron motivo de debate al principio de esta década, cuando los grupos de derechos humanos denunciaron el papel que desempeñaban en las guerras de Sierra Leona y Angola, pero en los últimos años han dejado de ser objeto de la atención de los consumidores occidentales con conciencia social. No porque la situación haya mejorado.

Se creía que este sórdido negocio había terminado con la aprobación en 2003 del Proceso Kimberley, un acuerdo bajo los auspicios de la ONU entre 75 países importadores y exportadores de diamantes, líderes de esta industria y varias ONG. Su misión es certificar que los diamantes que se venden en la joyería de la esquina no llegan allí a costa del asesinato y la mutilación de africanos.

Cuando la controversia resucitó en 2006 con la película de Leonardo DiCaprio Diamantes de sangre,  la industria se limitó a señalar la existencia del Proceso Kimberley para convencer a los espectadores de que las gemas de zonas de conflicto eran un problema viejo que había sido resuelto.

Por desgracia, no es así. En teoría, todos los países firmantes del Proceso Kimberley aceptan no importar ni exportar diamantes de zonas de conflicto; los orígenes de las gemas se comprueban mediante una serie de procedimientos que parecen sencillos. Los países productores exportan sus diamantes en paquetes a prueba de manipulaciones que van acompañados de un certificado que garantiza su procedencia (y que supone que en los Estados productores existen controles internos sólidos). El Proceso Kimberley vigila el cumplimiento de esta norma mediante revisiones colegiadas, análisis estadísticos y visitas a las minas; los países a los que se descubre violando el acuerdo pueden ser expulsados o suspendidos, tras lo que ya no pueden exportar sus diamantes a ninguno de los Estados miembros del acuerdo.

La realidad es otra. Según informes recientes de varias ONG, entre ellas Global Witness, Partnership Africa Canada y Human Rights Watch, los diamantes de sangre siguen circulando libremente y el contrabando continúa estando muy extendido. Algunos de los peores países en el comercio estas piedras preciosas, como Sierra Leona, Angola y la República Democrática del Congo, no pueden explicar de dónde procede hasta el 50% de los diamantes que exportan, lo cual hace que la limpieza de las gemas sea bastante dudosa. Mientras tanto, Costa de Marfil, el único al que se considera origen “oficial” de diamantes de conflicto, ya que los rebeldes controlan las minas que tiene en el norte, ha aumentado su producción desde que la ONU lo sometió a sanciones en 2004; es decir, que están encontrando mercado para ellos en algún sitio.

El Proceso Kimberley en su forma actual no sólo parece impotente para acabar con los diamantes de conflicto, sino que quizá esté incluso fomentando ese tráfico ilegal. “Muchos gobiernos han utilizado el Proceso Kimberley como una capa de respetabilidad, para poder decir: ‘Mirad, estamos haciendo algo’”, dice Elly Harrowell, de Global Witness, una de las primeras ONG que planteó la cuestión hace diez años. "Mucha gente, sobre todo entre la población en general, parece creer que es un caso resuelto".

Zimbabue es un ejemplo perfecto del problema que debía abordar el Proceso Kimberley y las dificultades para cumplir ese objetivo. Desde 2006, cuando se descubrieron diamantes en los yacimientos de Marange, en el este del país, la policía y el Ejército han cometido violaciones sistemáticas de los derechos humanos para asegurar su enriquecimiento personal. Según una investigación llevada a cabo este año por Human Rights Watch, las sucesivas guarniciones de soldados en rotación ordenan a los civiles que extraigan las piedras preciosas a punta de pistola. Golpean a los mineros, violan a las mujeres y obligan a trabajar a los niños. Para asegurar los yacimientos de diamantes y eliminar a los extractores independientes sin licencia (a los que, según el informe, el Gobierno del presidente Robert Mugabe animaba al principio a quedarse con las piedras), el Ejército realizó una operación de tierra quemada que causó la muerte de cientos de civiles. Los diamantes pasan de contrabando al vecino Mozambique y de ahí a otros países desde los que pueden exportarse con la cobertura de un certificado Kimberley, de modo que se presentan al mundo como totalmente limpios.

Tanto Human Rights Watch como un equipo de investigación del Proceso Kimberley que visitó Zimbabue en julio consideran que la situación infringe de manera clara el acuerdo. Ambos han recomendado una suspensión para el país. Sin embargo, lo que se le ha dado es un periodo de gracia para que arregle su situación.

Si violar el acuerdo Kimberley no tiene consecuencias, ¿qué incentivos tienen otros países para cumplirlo?

En vez de abordar un problema grave, esta reacción de los administradores del Proceso Kimberley ha dejado al descubierto las debilidades del sistema. Una de las principales es la falta de voluntad política para castigar a un Estado que aprueba la violencia y el contrabando en su industria de los diamantes. Ese fallo no sólo es un enorme golpe contra su credibilidad, sino que pone todo el proceso en peligro. Si violar el acuerdo Kimberley no tiene consecuencias, ¿qué incentivos tienen otros países para cumplirlo?

Nicky Oppenheimer, presidente de De Beers, la mayor compañía de diamantes del mundo, escribió diplomáticamente la semana pasada en Bloomberg que habría preferido una “acción más decisiva” del Proceso Kimberley en Zimbabue: “La confianza sobre la procedencia de estos símbolos especiales que marcan momentos de nuestras vidas es fundamental para mantener su valor duradero”.

Incluso antiguos partidarios de este acuerdo se han vuelto críticos. “La razón de existir del Proceso Kimberley es garantizar que los diamantes están limpios, que no están haciendo daño a la gente", dice Ian Smillie, ex director de la ONG Partnership Africa Canada, que está considerada como uno de los motores de la creación del acuerdo. "Cuando uno ve que ocurren graves violaciones de los derechos humanos en los yacimientos de diamantes, es evidente [que algo va mal]".

A pesar de las críticas, casi todo el mundo está de acuerdo en que se puede -y se debe- arreglar Kimberley. Las ONG exigen la inclusión de una cláusula de derechos humanos para abordar problemas como los de Zimbabue. Quieren acabar con el proceso de toma de decisiones mediante consenso, que permite que un solo voto bloquee cambios importantes. Y han sugerido la creación de una secretaría que proporcione una supervisión independiente de los informes y los análisis estadísticos. Todo el mundo está pendiente de que el nuevo presidente del Proceso Kimberley, israelí, aborde la tarea.

Mientras tanto, otros grupos, como Human Rights Watch, están centrándose en el único sector que hasta ahora ha conseguido provocar cambios: los consumidores. El mes pasado, la organización pidió un boicot a los diamantes de Zimbabue. La propia creación de Kimberley, en su día, se debió a una amenaza de boicot, y su posibilidad sigue despertando miedo en el núcleo de esta industria.

Como explica Jon Elliott, director de defensa de África en Human Rights Watch: “No somos tan ingenuos como para pensar que vamos a resolver el problema de la noche a la mañana, pero sí creemos que, mientras no haya presiones de los consumidores a través de los canales de distribución de la industria, no vamos a experimentar avances significativos”.

Por su parte, Smillie parece menos esperanzado. En mayo dimitió del Proceso Kimberley por la frustración ante lo que llamó la “impotencia colectiva” del sistema. En su carta de dimisión decía: “Hay una verdad básica: cuando los reguladores no regulan, los sistemas que debían proteger se vienen abajo… En este caso, la industria del diamante, que tanto significa para muchos, está resultando perjudicada por un Proceso Kimberley que se ha vuelto complaciente y casi completamente ineficaz”.

Mientras no se lleven a cabo cambios, que tengan cuidado los compradores de regalos.

 

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