Soldados norcoreanos celebran que han alcanzado la independencia nuclear en Pyongyang, Corea del Norte. (KIM WON-JIN/AFP/Getty Images)

Las pruebas nucleares y de misiles de Corea del Norte, unidas a la retórica beligerante de la Casa Blanca, hacen que el peligro de guerra en la Península coreana —e incluso de un catastrófico enfrentamiento nuclear— sea el más alto de la historia reciente. La sexta prueba nuclear de Pyongyang en septiembre de 2017 y el hecho de que sus misiles tienen cada vez más alcance ponen de relieve su empeño en desarrollar su programa nuclear y su capacidad de ataques intercontinentales. Por su parte, Estados Unidos no deja de emitir ruido de sables y señales diplomáticas confusas.

La campaña de armas nucleares de Kim Jong-un se debe en parte a su miedo a que, sin ese elemento disuasorio, corre el peligro de verse depuesto por potencias externas, y en parte a lo que considera amenazas internas, en particular las rivalidades entre grupos dirigentes, las consecuencias —muy controladas pero imprevisibles— de la reforma económica y su dificultad para controlar la información, incluida la que llega de medios extranjeros.

El tono agresivo de Washington refleja los mismos miedos pero en sentido contrario. Algunos funcionarios opinan que es necesario impedir a toda costa que Corea del Norte desarrolle su programa nuclear y, en concreto, que sea capaz de atacar el territorio continental de Estados Unidos con un misil cargado con una cabeza nuclear. Creen que, una vez cruzado ese umbral, Kim Jong-un pensará que puede impedir que Estados Unidos proteja a sus aliados e imponer sus exigencias, como levantar las restricciones comerciales, expulsar a las tropas norteamericanas de varios lugares e incluso llevar a cabo la reunificación de Corea en sus propios términos. Esos mismos funcionarios parecen seguros de que es posible convencerlo para que no tome represalias en caso de una acción militar limitada y selectiva.

Por ahora, la Casa Blanca está poniendo en práctica una “estrategia de máxima presión”: acorralar al Consejo de Seguridad para que imponga sanciones más duras, presionar a China para que ahogue más la economía de su vecino, llevar a cabo grandes maniobras de la Fuerza Aérea y la Armada, y enviar señales directas o a través de sus aliados en el Congreso de que no teme el enfrentamiento directo. A pesar de los mensajes contradictorios del secretario de Estado Rex Tillerson, Trump está dejando claro que no le interesan unas negociaciones cuyo fin no incluya la desnuclearización de Corea del Norte, un objetivo legítimo pero ilusorio. Washington cree que su estrategia está funcionando, porque ni Pyongyang ni Pekín consideran ya impensable una acción militar estadounidense, y confía en que Corea se sienta obligada a ceder y China ayude a lograrlo.

Pero esta estrategia es una carrera contra reloj en la que seguramente Washington tiene las de perder. Las medidas restrictivas no tendrán efecto inmediato, y al último que harán daño será al líder norcoreano. Los ciudadanos corrientes las notarán más y desde antes. Si el Gobierno de Pyongyang se siente amenazado, hay más probabilidades de que acelere el desarrollo de armamento que de que lo interrumpa. China y Corea del Sur apoyan las sanciones y están tan frustradas con Corea del Norte como alarmadas por la posibilidad de una acción militar estadounidense. Pero Seúl tiene escaso poder para cambiar la situación, el deseo chino de presionar a los norcoreanos puede estar llegando a su límite y quizá se espera demasiado de su influencia sobre un vecino ferozmente independiente y que detesta su dependencia de Pekín. Aunque el presidente chino Xi Jinping teme la posibilidad de que una guerra en la Península acarree el caos, tal vez un régimen aliado de Estados Unidos y tropas norteamericanas a sus puertas, también piensa que seguir presionando a Pyongyang podría precipitar unas turbulencias que tal vez acabarían contagiándose a China.

Sin una salida diplomática viable, Washington corre peligro de quedarse sin más solución que la acción militar. Cualquier ataque, por muy selectivo que sea, provocará sin duda una respuesta norcoreana. Pyongyang se lo pensaría dos veces antes de lanzar un ataque convencional contra Seúl, pero podría tomar otras medidas: un ataque contra un objetivo blando surcoreano, un ataque asimétrico contra instalaciones estadounidenses en la zona de la Península, o una serie de dañinos ciberataques. El resultado inmediato no tendría por qué ser una guerra regional, pero sí una escalada de resultados imprevisibles.

Para tener éxito, cualquier iniciativa diplomática tendrá que abordar dos preocupaciones opuestas: el miedo de Estados Unidos y la comunidad internacional a lo que haría el régimen de Pyongyang con un arma nuclear avanzada y el miedo del régimen a lo que ocurriría si no logra tenerla. El Gobierno estadounidense debería acompañar sus sanciones y las de la ONU de un objetivo político claro y realista. Una solución gradual podría consistir en que Corea del Norte detenga las pruebas de su sistema de misiles y otras armas antes de cruzar lo que la Casa Blanca considera una línea roja, Estados Unidos acepte hacer ejercicios militares menos provocadores y se establezca un consenso sobre ayuda humanitaria en el momento en que entren en vigor las sanciones. No todos quedarían satisfechos. Pero, por lo menos, daría margen para estudiar una solución más duradera.

 

Este artículo forma parte del especial Las guerras de 2018

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia