Un vendedor muestra un souvenir con la imagen del Presidente chino, Xi Jinping, (a la izquierda) y el antiguo líder, Mao Zedong. Feng Li/Getty Images

El presidente chino, Xi Jinping, está cultivando un inmenso culto a la personalidad, concentrando un poder con muy pocos precedentes, purgando a sus adversarios y pisoteando la escasa libertad de expresión e información que quedaba en su país. Por eso, el ambiente político chino hoy se parece más al de Mao que al de la mayoría de los dirigentes de los últimos 30 años.  

Lo primero que hay que decir es que las dudas occidentales que refleja este titular están justificadas. De hecho, como recuerda el experto en el gigante asiático y autor de varios libros de investigación Juan Pablo Cardenal, nos hallamos ante un líder que ha acumulado un poder político sin parangón desde DengXiaoping y que lo está utilizando para reprimir y amenazar a sus adversarios dentro y fuera del Partido.

Hay que recordar que el Partido Comunista de China ha sido, durante décadas, una maquinaria de poder que tomaba decisiones colegiadas y que eso está dando paso gradualmente a una era en la que Xi Jinping ejerce cada vez más el papel de dictador. El último que mereció ese título realmente fue Mao Zedong y, aunque era mucho más poderoso que el Presidente actual, también hay que decir que Xi ni siquiera ha llegado al ecuador de sus dos mandatos de cinco años. No sabemos de lo que es capaz.

 

Reformas a la vista

El principal objetivo de esa enorme concentración de poder es implementar las cuatro reformas que el Partido necesita para garantizar su dominio y el ascenso de China y, al mismo tiempo, silenciar y aplastar a la oposición tanto dentro del Partido como fuera.

La primera reforma, según Mario Esteban, investigador principal del Real Instituto Elcano y experto en China, consiste en apostar por “depender menos de la producción industrial, las exportaciones y la inversión en infraestructuras y más de la demanda y el consumo internos”. También, advierte, “necesitan aumentar la productividad para seguir siendo competitivos” en un contexto en el que ya no pueden fiarlo todo a los salarios bajos (sólo en los últimos cuatro años el salario medio se ha catapultado cerca de un 70%) y a la mano de obra barata casi infinita (debilitada ahora después de tres décadas de crecimiento desaforado y la ralentización del crecimiento demográfico como consecuencia de la política del hijo único).

Unos trabajadores realizan labores de mantenimiento en la compañía Qingdao. STR/AFP/Getty Images

La transición en marcha hacia el siguiente modelo productivo –que todos los economistas consideran urgente y necesaria– es una reconversión industrial hacia el sector servicios en toda regla que, según el economista especializado en las finanzas del gigante asiático Michael Pettis, podría dejar a millones de chinos sin trabajo, aumentar enormemente la deuda o exigir polémicas transferencias de renta.

Esas transferencias de renta harían daño a las constructoras y los bancos (y otras entidades financieras) –sus principales directivos son, muchas veces, viceministros, miembros influyentes del Partido o los protegidos de éstos–y la reducción de las obras privaría a los gobiernos locales y provinciales de la fuente de financiación con la que han distribuido favores y también recortaría el crecimiento desaforado que ha caracterizado al capitalismo chino en las últimas dos décadas.

Las otras tres reformas claves, como recuerdaOsamoTanaka, del think tank del ministerio de Finanzas japonés, son ceder más poder al mercado que al Estado en muchos ámbitos de la economía (con la condición de que los sectores estratégicos sigan bajo el control estatal y el Partido), urbanizar adecuadamente las zonas del interior y corregir la ley de la selva de los migrantes del campo a la ciudad (millones viven como ciudadanos de segunda, explotados y sin acceso a los servicios públicos o a escolarizar a sus hijos porque carecen de papeles para residir en las urbes) y, por último, establecer unos objetivos claros de inflación, crecimiento y empleo que no descarten unos planes de estímulo que mitiguen el impacto de las reformas que atizarán, a corto plazo, la desaceleración y el paro.

 

¿Quiénes se resisten?

Obviamente, estas reformas, que ya está combinando con planes de estímulo, han tropezado con resistencias. Destacan entre ellas la de algunos líderes regionales, la de parte de los directivos de las empresas públicas que se sienten perjudicadas (esencialmente la industria pesada, la de infraestructuras y los bancos que han financiado sus proyectos) y la de la de algunos periodistas y entidades no gubernamentales que pueden ayudar a canalizar la indignación de los trabajadores despedidos.

En general, se puede decir que ninguno de estos grupos ha conseguido detener hasta la fecha ninguna política relevante de Xi, aunque sí hayan retrasado el impacto de algunas de las medidas como, por ejemplo, el fuerte recorte en la producción de hierro que exigió el jefe del Estado en febrero para todo el país y que no se llevó a cabo hasta muchos meses después del anuncio.

¿Pero cómo ha conseguido vencer todas estas resistencias con las que no pudo la administración anterior de Hu Jintao? Por una parte, persuadiendo a los escépticos con un argumento que muchos de ellos estaban dispuestos a comprar: el Gobierno anterior no pudo hacer casi nada precisamente porque tenía las manos atadas (por culpa de su búsqueda incesante de consensos entre bandos rivales y muy especialmente con el liderado por el ex presidente Jiang Zemin)… y el tiempo para llevar a cabo las reformas sin arriesgarse a resquebrajar el poder del Partido o poner en peligro el ascenso de China se agota.

Por otra parte, ha conseguido vencer las resistencias absorbiendo poder a toda velocidad y por sorpresa (como sugiere la Institución Brookings, casi nadie esperaba que un gestor gris y conservador que era el hijo de un hombre purgado por Mao fuera a actuar como un revolucionario) para debilitar a sus adversarios mediante reformas institucionales y purgas contra los funcionarios del Partido, amenazas y represión contra periodistas, instituciones religiosas, ONG y activistas de derechos humanos y, por último, a través de una campaña extraordinaria de relaciones públicas y culto a la personalidad.

Xi Jinping debilitó al Gobierno y a los cuadros dirigentes que controlan el día a día de la política del paísvaciando en gran medidade autonomía y competencias al Primer Ministro y su gabinete mediante la puesta en marcha dedos comités especiales que controlan directamente todas las reformas importantes y la seguridad nacional. Estas dos instituciones, que están por encima de cualquier ministro, sólo responden ante Xi, que las preside, y ante el Comité Ejecutivo del Politburó, que únicamente entra a valorar las grandes decisiones estratégicas.

 

Purgas, amenazas, represión y narcisismo

Miembros del Partido Comunista de China al fondo y el presidente chino, Xi Jinping, en primera línea, en una sesión en la Asamblea nacional. Feng Li/Getty Images

Hablemos ahora de las purgas contra los adversarios de dentro del Partido. Han tomado, sobre todo, la forma de una campaña anticorrupción que ha procesado a más de 1.500 personas sin la menor posibilidad de un juicio justo. Según fuentes de un experto en el gigante asiático que conoce bien las instituciones y la política doméstica de la segunda economía mundial, “la campaña es otra forma de llamar a una lucha por el poder que quiere debilitar a la facción del antiguo presidente Jiang Zemin, a la que algunos acusan de haber obstaculizado las reformas de Hu Jintao”.

Es notable que la purga la haya llevado a cabo la Comisión Central para la Inspección de la Disciplina del Partido Comunista. Este órgano hasta que llegó Xi se había dedicado, salvo excepciones como la del líder Bo Xilai, únicamente a preservar el orden y la pureza ideológica, a castigar las malas prácticas de un puñado de funcionarios menores y a resolver luchas por el poder no demasiado graves en la sombra.

La Comisión no ha sido tradicionalmente una herramienta para destruir sistemáticamente a los enemigos del gobernante de turno, sino a los del Partido. Por eso, podemos decir que el perímetro de actuación (y represión) de este organismo ha aumentado ostensiblemente, igual que los poderes de Xi.

En cuanto a las amenazas y la represión de periodistas, ONG, comunidades religiosas, instituciones académicas y activistas de derechos humanos, hay que decir que, por ejemplo, los medios de comunicación no habían estado tan amordazados desde los tiempos de Tiananmén y que se ha atacado y sometido a nueva vigilancia a entes no gubernamentales (desde ONG hasta iglesias) donde la gente, a veces, aprovecha para hablar de política y compartir su malestar.

El culto a la personalidad ha llevado a Xi, por ejemplo, a aparecer en los medios oficiales mucho más que sus dos predecesores (por ejemplo, en 2014 acumuló dos veces más portadas en el Diario del Pueblo que Hu Jintao o Jiang Zemin), a peregrinar a algunos de los lugares santos del maoísmo para asociar su nombre con el del intocable líder y a visitar los medios de comunicación y a los colectivos de artistas para recordarles la obediencia que le deben. Todo ello aspira a recabar apoyos entre la población, mantenerla unida y vigilante frente a quien ponga en duda su gestión (desde dirigentes enfadados hasta periodistas o activistas valientes) y arrojarla bien contra los dirigentes que se le opongan, a los que no tardará en acusar y condenar públicamente por corrupción, o bien contra los miembros de los medios y las ONG que denuncien al Gobierno, que serán rápidamente procesados.

Hasta la fecha, parece que Xi Jinping ha sido más astuto que la mayoría de los analistas y que muchos de sus compañeros y posibles rivales en la dirección del Partido. Sin embargo, se adentra en un terreno sin precedentes en el que puede ocurrir cualquier cosa. Se ha empezado a especular con la posibilidad de que, al final de su segundo mandato, no abandonará el poder porque está demostrando que lo necesita como el oxígeno y porque, después de la campaña anticorrupción, debería temer las represalias de un sucesor rival tan poderoso como él.

Es muy pronto para decirlo, porque su mandato no terminará hasta dentro de seis años, pero lo cierto es que, si sigue acumulando un poder tan extraordinario en sus manos y llevando a cabo purgas graves y profundas entre los suyos, no se puede descartar que se convierta en el nuevo timonel de China, es decir, en un líder autoritario más próximo a Mao que a cualquiera de sus predecesores.