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Manifestación en Nevada contra el voto por correo. (Ethan Miller/Getty Images)

Los ideólogos del Trumpismo podrían utilizar las elecciones de noviembre, se ganen o se pierdan, para deslegitimar el sistema democrático. ¿Cuáles son las resistencias y qué escenarios se vislumbran?

Donald Trump ha logrado que sucedan muchas cosas que parecían imposibles que pudiesen ocurrir hace cuatro años. La más reciente y espectacular sería atrasar las elecciones de noviembre o que, si se celebrasen, y las perdiese, se negara a abandonar la Casa Blanca. Hace dos meses la idea era desechada, ahora es un temor fundado.

“Sencillamente no voy a decir que sí”, afirmó Donald Trump en una entrevista con Fox News el 19 de julio ante la pregunta de si aceptaría un resultado electoral desfavorable en noviembre próximo. “Y tampoco lo hice la última vez”, en referencia a sus denuncias de que Hillary Clinton había recibido en 2016 millones de votos por parte de inmigrantes que no tenían derecho a votar (afirmación probadamente falsa).

En las últimas semanas, ha aumentado la preocupación sobre que Trump no abandone el poder si pierde las elecciones en noviembre, bien sea cuestionando el sistema electoral y alegando fraude; tratando de retrasarlas, argumentando que el país se encuentra en un estado de caos; e inclusive imponiendo la Ley Marcial, con la colaboración del fiscal general del Estado, William Barr.

Huecos en el sistema institucional ante la eventualidad de que un presidente no acepte el principio de transmisión pacífica del poder, y una serie de poderes especiales que se diseñaron durante la Guerra Fría para los presidentes en tiempo de emergencia podrían facilitar un intento de golpe de Estado.

Los juristas Stephen Dycus (Vermont Law School) y William C. Banks (Syracuse University College of Law) explican que: “no hay orientación en la Constitución o leyes aprobadas por el Congreso, y sólo un registro histórico limitado, que indique qué justificaría una declaración de ley marcial. Si ésta se invocara, el presidente o un comandante militar pilotaría al Gobierno ad hoc basándose enteramente en su opinión sobre lo que se necesita para enfrentar la emergencia, sin restricciones por ninguna ley y sin transparencia o participación pública, y probablemente sin responsabilidad después. El resultado sería completamente impredecible y sin principios, una amenaza peligrosa para la democracia estadounidense”.

No abandonar la Casa Blanca coincide con el narcisismo de Trump (él no es “un perdedor”) y sería instrumental para continuar con el desmantelamiento de las libertades constitucionales y la instauración progresiva de un Estado que responda a las múltiples ideologías que se benefician del Trumpismo: la visión religiosa evangélica, la presidencialista del poder, la antiliberal en política y ultraliberal en lo económico y la antiestatista.

El Partido Republicano y los ideólogos de esta variada revolución conservadora ven con preocupación que la pésima gestión de la COVID19 y el duro impacto económico, especialmente sobre el empleo y la producción, conduzcan a que el presidente pierda las elecciones.

Trump no recurriría a un golpe de Estado tradicional o a la Ley Marcial debido a la mala relación que tiene con la cúpula militar y con ex altos mandos. En cambio, intentaría instaurar el autoritarismo del siglo XXI que describe Anne Applebaum: “A diferencia de los autoritarismos del siglo XX, los posmodernos de este siglo no requieren la creación de un estado policial total, como tampoco un control absoluto de la información o arrestos masivos”, sino represión selectiva.

Si esto parece exagerado, basta observar que sistemáticamente la Administración Trump ha corroído el Estado, deslegitimándolo y socavando las instituciones.

Un acuerdo tácito

Pese a lo que diga en sus tuits, Trump no puede cambiar la fecha de las elecciones. Según la Ley estas se llevarán a cabo el martes después del primer lunes de noviembre. Todo cambio requiere autorización del Congreso, pero la Cámara de Representantes, controlada por los Demócratas, no lo autorizarían.

Si se celebran las elecciones, pero se tarda mucho en contar los votos o ambas partes se declaran ganadoras, podría atrasarse el paso legal siguiente. El Colegio Electoral (donde están representados los estados según el número de votos obtenido, de acuerdo con una arcaica regulación del siglo XIX) debe reunirse el primer lunes después del segundo miércoles de diciembre. La Constitución establece que el nuevo presidente deberá asumir el cargo el 20 de enero del año siguiente.

Si Biden no gana por una mayoría clara, entonces el Departamento de Justicia, liderado por William Barr, un aliado muy poderoso de Trump, puede declarar que el resultado no es claro. A partir de ahí la decisión sobre qué hacer estaría entre el Congreso y la Corte Suprema en una compleja e inédita situación. Según la Constitución, si no hay presidente (por ejemplo, porque los dos se consideran ganadores) la presidencia interina la asumiría la demócrata Nancy Pelosi, la presidenta de la Cámara de Representantes. Esto sería para Trump una pesadilla que haría todo lo posible por evitarla.

“Barr es la carta más fuerte de Trump”, me dice Chris Harris, excoordinador de proyectos de la Ford Foundation. “Barr, que ha luchado toda su carrera para que haya un Poder Ejecutivo sin controles judiciales o legislativos, quiere realmente ser el presidente de facto de Estados Unidos, como tal está actuando, utilizando a Trump, y podría usar la crisis electoral para fortalecerse”.

El profesor y experto en cuestiones legales Lawrence Douglas, de Amherst College, acaba de publicar el libro Will He Go: Trump and the Looming Election Meltdown in 2020, donde describe cómo el presidente pondrá en peligro el importante principio democrático de la sucesión pacífica del poder.

“Si bien su derrota está lejos de ocurrir”, escribe Douglas, “lo que no es incierto es cómo reaccionará ante una derrota electoral, especialmente si es por escaso margen: rechazará el resultado. Es inevitable”.  El sistema legal y constitucional, afirma, está mal preparado para gestionar y resolver el desafío que puede plantear Trump.

El traspaso de poder ha funcionado por el acuerdo tácito entre los candidatos. En el año 2000, George W. Bush y Al Gore se disputaron la presidencia por un puñado de votos en Florida. La Corte Constitucional intervino, pero Gore decidió conceder la victoria a Bush para evitar una crisis institucional. Trump tiene un talante totalmente diferente.

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Donald Trump durante una rueda de prensa en la Casa Blanca habla del candidato presidencial demócrata, Joe Biden y las relaciones con China. (Drew Angerer/Getty Images)

Deslegitimación de la democracia

La estrategia de Trump y su equipo es crear un clima de caos social y de guerra en dos frentes, para alegar, desde ahora, en el caso de que pierda, que las elecciones han sido “fraudulentas” y “amañadas”. El caos es el medio natural del presidente. Si gana será a pesar del fraude, y si pierde, es por culpa de un sistema fraudulento.

El clima de guerra y este desconcierto movilizaría a su electorado fiel, que acusa a los liberales, los políticos, los intelectuales y a los periodistas de su declive económico (61.943.670 personas votaron por él en 2016). Trump les alienta a “defenderse” y a “luchar”. La llamada del presidente a la “Ley y Orden” frente al “caos” en algunas ciudades puede lograr el apoyo de ciudadanos que teman que una victoria demócrata acelere la inestabilidad. Pero la mala gestión de la COVID19 y la crisis económica le puede restar votos frente a 2016.

En las elecciones de entonces Trump obtuvo mucho mayor apoyo conservador que Clinton en cuestiones ideológicas (como actitudes ante la homosexualidad, la raza, el medio ambiente y la política exterior) y religiosas (entre los protestantes, los evangélicos votaron masivamente por él).  También el voto rural frente al urbano fue mayor para Trump, al igual que el de sectores que perdieron sus trabajos en las últimas décadas en la industria.

Pero este año, todos esos sectores están siendo afectados por la pandemia y su impacto en salud, desempleo y pérdida de ingresos, y el cambio de orientación del voto se está viendo en las encuestas.

La guerra en casa

Trump y sus estrategas están generando el clima de guerra en dos dimensiones. Internacionalmente, creando un ambiente prebélico contra China. En los últimos meses, la Casa Blanca ha acelerado sus ataques y provocaciones a ese país. Pompeo afirma que no habrá más política de compromisos con Pekín: “no continuaremos, y no debemos volver a ello”.

La respuesta de China es reafirmar sus políticas represivas en Hong Kong, contra las minorías dentro del país, y responder con represalias diplomáticas. The New York Times indicó el 27 de julio: “Paso a paso, golpe a golpe, los Estados Unidos y China están desmantelando décadas de compromisos políticos, económicos y sociales, preparando el escenario para una nueva era de confrontación modelada por las visiones más radicales de cada lado”.

En el plano nacional, Trump y su gobierno presentan las manifestaciones y revueltas sociales que comenzaron con la muerte del afroamericano George Floyd a manos de la policía el 25 de mayo pasado, como una guerra. Hace pocos días el presidente afirmó que la violencia en Chicago “es peor que en Afganistán”.

Su equipo insiste en que si Joe Biden gana “permitirá a fascistas de izquierdas destruir América”. La culpa de las manifestaciones violentas es, según Trump, de las autoridades del Partido Demócrata que gobiernan estados o ciudades, que quieren destruir “los suburbios” de clase media y acabar con la tradición histórica de Estados Unidos.

En este proceso, la Casa Blanca está promoviendo el choque entre diferentes instituciones y cuerpos políticos y de seguridad del Estado. Las presiones desde Washington han generado discrepancias entre alcaldes y gobernadores, y entre autoridades demócratas y republicanas. El presidente ha amenazado con retirar subvenciones federales a los estados que no sigan sus recomendaciones.

El paso siguiente ha sido enviar fuerzas federales para reprimir las manifestaciones, mayoritariamente pacíficas, empezando por la ciudad de Portland en Oregón, con la intención de continuar en Chicago y Seattle, entre otras.

Desafiando las recomendaciones de las autoridades locales, Trump envió fuerzas de seguridad dependientes del Departamento de Seguridad Nacional (creado con motivo del 11 de septiembre de 2001) encargadas de fronteras, aduanas, inmigración y guardacostas. Estas fuerzas realizaron detenciones sin llevar identificaciones en sus uniformes ni placas en los vehículos. Ninguna de ellas tiene la experiencia de lidiar con manifestantes que, entre otras reivindicaciones, piden la eliminación de los fondos para la policía.

Hasta que llegaron esas fuerzas especiales, las manifestaciones se desarrollaban en un delicado equilibrio entre las autoridades y los organizadores de las manifestaciones. La violencia se ha disparado. El presidente, y el fiscal general del Estado Barr, han redoblado su mensaje de imponer la “Ley y Orden” por los medios que sean necesarios.  A partir de su intervención, se han generado tensiones sobre jurisdicciones entre las fuerzas federales y las estatales, y sobre qué competencias tiene Washington en los estados.

La base social de Trump está en contra de enviar tropas a conflictos en países lejanos, como Afganistán e Irak, en “guerras que no tienen fin”, en palabras del presidente. Al promover el caos en Portland, Chicago y otras ciudades, la Casa Blanca provoca en casa un simulacro de esas guerras.

Para algunos analistas, Trump está usando a las fuerzas del Estado como paramilitares a su servicio. Citando al historiador Timothy Snyder, la comentarista de The New York Times Michelle Goldberg escribe: “Cuando los paramilitares favorables al líder interactúan con la policía oficial y los militares, el final ha llegado”.

Supresión del voto

La segunda estrategia se basa en generar dudas sobre el sistema electoral. Si se permite el voto por correo, insiste Trump, ocurrirá “el mayor fraude nunca visto en la historia”, que “será una vergüenza para Estados Unidos”.

Debido a la pandemia mucha gente preferirá votar por correo, más aún cuando en varios estados las deficiencias organizativas llevan a la formación de largas colas durante horas en los colegios electorales. El Partido Demócrata y las autoridades locales alientan a que se vote por este medio, y están flexibilizando los requerimientos para hacerlo. El presidente ha amenazado con retirar fondos federales a los estados que permitan el voto por correo.

Trump insiste que votar por correo fomenta el fraude. Sin embargo, no hay ninguna prueba de ello. El presidente y su esposa han votado de esta forma en las primarias del estado de Florida en marzo pasado. Más aún, el Congreso aprobó, y el presidente refrendó, una ley para ayudar a que se pueda votar por correo y que los ciudadanos no tengan que elegir entre salud o ejercer el derecho a voto.

Existe una larga tradición de “supresión del voto” mediante la cual el Partido Republicano ha tratado de evitar que millones de personas puedan votar, especialmente afroamericanos y latinos. Los Republicanos consideran que una baja asistencia electoral les beneficia porque las personas de más edad y mejores ingresos suelen votarles, mientras que los jóvenes y pobres se inclinan por los Demócratas.

Más allá de esta especulación, Trump sabe que ha perdido el voto latino, por sus políticas antinmigración, y el afroamericano, en un momento en que la población negra está altamente movilizada, además de los centristas y liberales. Su apuesta es tratar de que no puedan votar una parte de esos electores y de desalentar a otros.

El sistema electoral estadounidense adolece de múltiples y complejas disfunciones, entre otras, la necesidad de registrarse para poder votar (que los diversos requerimientos cambian entre los diferentes estados) y que no existe un sistema electoral nacional unificado, sino que depende de cada estado.

En las recientes elecciones primarias en Wisconsin y Georgia, las papeletas para votar no llegaron a tiempo a los domicilios de los ciudadanos registrados. Los que todavía tuvieron ganas, fueron a hacer largas colas para poder votar. Aun así, los resultados tardaron muchos días debido a que falló la tecnología para contar papeletas. Las largas colas se formaron porque, debido a la pandemia, se redujeron drásticamente el número de sitios donde votar.

Un aumento en el número de votos por correo podría llevar a que los sistemas para contarlos, ya de por sí variopintos, no funcionen adecuadamente y se tarden días en tener el resultado. No es casual que Trump haya nombrado director del servicio postal nacional a Louis DeJoy, un poderoso donante a su campaña, quien está haciendo recortes en el personal con el fin de ahorrar costes como primer paso hacia la privatización de esta institución.  Según el Partido Demócrata DeJoy tiene intereses en empresas privadas de correo.

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Manifestaciones a favor de Trump y contrarias al voto por correo. (Ethan Miller/Getty Images)

Purgando electores

La organización American Civil Liberty Union (ACLU) explica que entre las diversas formas de desalentar la participación se encuentran los costosos obstáculos para obtener una foto del votante legalizada por el estado, requerir el certificado de nacimiento, registrarse al menos 25 días antes del día de la votación, purgar el censo electoral con métodos arbitrarios y sin previo aviso (lo que obliga a los ciudadanos a demostrar constantemente que siguen vivos, no han cometido un crimen o no se han mudado), perder el derecho al voto si se ha sometido a un proceso penal (que afecta especialmente a la población negra) y el gerrymandering o la manipulación en la delimitación de los mapas electorales para favorecer al partido en el poder.

Mediante esta manipulación se intenta aumentar la concentración de votos republicanos y dispersar los votos demócratas (incluidos los pobres y las personas de color) de manera que garantice a los republicanos el número máximo de "victorias" en tantos distritos como sea posible.

Un estudio del Brennan Center for Justice demuestra que entre 2016 y 2018 fueron “purgadas” de los censos electorales alrededor de 17 millones de personas. Muchas de ellas tienen que volver a registrarse para poder votar en noviembre.

El reverendo y excandidato presidencial Jesse L. Jackson y el analista David Daley explican que “el hecho de votar en sí mismo” está fracturado en Estados Unidos: “Nuestro sistema se ha doblegado bajo el peso de las leyes represivas de identificación de votantes, el control de grupos étnicos y raciales, las purgas de las listas de votantes y los cierres de precintos que impactan desproporcionadamente sobre las minorías. La eliminación intencional de los días de votación temprana del domingo, cuando los votantes negros tienen más probabilidades de ir a las urnas y los esfuerzos para criminalizar las campañas de registro de votantes”.

Pese a las disfunciones, diversos estudios y testimonios de funcionarios del Estado coinciden que la posibilidad de fraude en el voto por correo es ínfima. Un experto en técnicas electorales ha dicho que es más fácil que a un elector le caiga encima un rayo a que se cometa fraude, siendo la proporción de uno en un millón.

Trump no solamente usará el argumento del caos electoral si pierde, sino que también lo agitará si gana, como hizo en las elecciones de 2016. Entonces argumentó, falsamente y sin evidencias, que entre 3 y 5 millones de inmigrantes no cualificados para votar lo habían hecho por Hillary Clinton. En 2017, afirmó que no sólo había ganado votos en el Colegio Electoral sino también en número de votos, algo totalmente falso. Esta vez, puede repetir esos argumentos.

Para añadir gasolina al fuego, Trump está alentando a la base más radical de su electorado, las milicias, para que lo defienda y “libere” al país. En 2019, el Southern Poverty Law Center identificó 576 milicias de las que 181 son violentas. Muchas de ellas han estado activas en los últimos meses hostigando a autoridades que impusieron el aislamiento por la COVID19 y contra los manifestantes por la violencia policial. Esto le añadirá un peligroso elemento paramilitar violento, tanto por potenciales enfrentamientos con movimientos de la sociedad civil como con fuerzas de seguridad.

La resistencia

Trump en la Casa Blanca en 2021 supondría seguir con el fomento del supremacismo blanco contra los inmigrantes y afroamericanos, promover la explotación del medio ambiente sin restricciones, apoyar la enseñanza privada y evangelista cristiana en detrimento de la pública y desmantelar las regulaciones e impuestos a las grandes empresas. Igualmente, atacar la libertad de expresión y lanzar campañas contra el “fascismo de izquierdas” en el que incluye desde el Partido Demócrata hasta el movimiento Black Lives Matter.

El presidente ha asediado durante sus tres años y medio de gobierno a todas las instituciones del Estado: al Congreso, los jueces, la Corte Suprema, las agencias de inteligencia, los medios de comunicación y a sus propios ministros. Ahora le suma el sistema electoral para crear un clima de deslegitimación total del sistema democrático. Alegando que intenta salvarlo del caos y el fraude, intentará darle un golpe de gracia en noviembre.

Los mecanismos de resistencia ante este golpe están en las instituciones y la sociedad civil. El Partido Demócrata difícilmente aceptaría el cierre del Congreso; gobernadores demócratas y alcaldes (y quizá algunos Republicanos) se negarían a que en sus estados se impongan medidas que limitan su poder y autonomía; numerosos jueces se pondrían en contra y se produciría una crisis en la Corte Constitucional.

La sociedad civil se movilizaría, como se ha visto en los últimos dos meses, con acciones más fuertes de resistencia mayoritariamente no violenta. Algunos comentaristas consideran que las instituciones resistirán a los intentos de Trump, quien terminará en la ignominia, como Richard Nixon.

Los medios periodísticos, en su mayoría, están alertando de las maniobras del presidente, mientras que los de ultraderecha, empezando por Fox News, hacen eco de su estrategia. The Washington Post ha sugerido crear una comisión electoral bipartidista (Demócrata y Republicana) neutral que funcione como observadora y garante de un proceso limpio.

El factor militar será decisivo. Las Fuerzas Armadas de Estados Unidos son reacias a intervenir directamente en política, pero las voces contra Trump por parte de ex altos mandos y del propio jefe del Estado Mayor Conjunto han sido muy críticas y duras en los últimos meses. Joe Biden fue muy directo en una entrevista al afirmar que si Trump no quiere abandonar la Casa Blanca “estoy totalmente convencido que (los militares) le acompañaran para que se marche con gran rapidez”.  Habría que ver si los mandos de todas las fuerzas de seguridad del Estado estarían de acuerdo en seguir o no las órdenes del presidente.

Para los ideólogos del Trumpismo, como Stephen Bannon, y los que aspiran a seguir su senda, como Barr, el secretario de Estado Mike Pompeo y el congresista Tom Cotton, la lucha contra el Estado liberal es una “larga marcha”. Las elecciones de noviembre se ganen o se pierdan, son una oportunidad para deslegitimar el sistema democrático en el marco de su guerra de posiciones en la que se incluye ocupar puestos en la judicatura, la lucha por imponer la enseñanza religiosa, litigar contra la ley del aborto, derogar normas medioambientales y debilitar el sistema multilateral.

Si Biden logra ser nombrado presidente, se enfrentará a un país ideológicamente fragmentado, en profunda crisis económica y con una oposición feroz del Trumpismo post Trump.