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Una mujer junto a los edificios destruidos tras una explosión lanzada por la coalición liderada por Arabia Saudí en Sana’a, Yemen. (Mohammed Hamoud/Getty Images)

La guerra en el país ha provocado la que, según Naciones Unidas, es la peor catástrofe humanitaria del mundo. La COVID-19 ha exacerbado el sufrimiento de una población civil ya acosada por la pobreza, el hambre y diversas enfermedades. Los máximos responsables humanitarios están volviendo a avisar sobre la posibilidad de una hambruna.

Hace un año hubo una oportunidad de poner fin a la guerra, pero todos los beligerantes la desperdiciaron. Los rebeldes hutíes estaban en conversaciones secretas con Arabia Saudí, el principal patrocinador externo del Gobierno yemení presidido por Abed Rabbo Mansour Hadi, que cuenta con el reconocimiento de la ONU. Además, los saudíes estaban mediando entre varias facciones antihutíes que se disputaban Adén, la ciudad meridional que es la capital provisional y que está desde agosto de 2019 bajo el control del secesionista Consejo Meridional de Transición (STC en sus siglas en inglés), protegido por los Emiratos. Estas dos vías negociadoras podrían haber sentado las bases de un proceso político dirigido por Naciones Unidas. Sin embargo, los combates se han intensificado, especialmente en Marib, el último bastión urbano del gobierno de Hadi en el norte. Ha hecho falta un año de agitadas negociaciones para que las facciones antihutíes se pusieran de acuerdo en cómo repartirse las responsabilidades en el sur, alejar sus fuerzas de los frentes de combate y formar un nuevo gobierno. Es probable que las negociaciones vuelvan a  encontrarse con obstáculos a propósito del traslado del gobierno a Adén. Y los intentos mediadores de la ONU también se han estancado.

Tanto los hutíes como el gobierno de Hadi tienen motivos para ganar tiempo. Si los primeros ganan en Marib, habrán conquistado todo el norte y se apoderarán del petróleo, el gas y la central eléctrica presentes en la provincia, lo que les permitirá generar una electricidad y unos ingresos muy necesarios. El gobierno no puede permitirse perder Marib, pero conserva otra esperanza: es posible que el Ejecutivo saliente de Trump, en una última señal dirigida contra Irán, califique a los hutíes de organización terrorista, apriete la soga económica en torno a los rebeldes y complique sus posibles negociaciones con actores externos. En ese caso, aumentaría el peligro de hambruna, porque se interrumpiría el comercio de un país que importa el 90% de su trigo y todo su arroz. También podría ser el tiro de gracia para los intentos de mediar de la ONU. En cualquier caso, el marco establecido por Naciones Unidas con dos bandos se ha quedado anticuado. Yemen ya no es el país que era en los primeros días de la guerra; se ha fragmentado a medida que se encarnizaba el conflicto. Los hutíes y el Gobierno no tienen el duopolio del territorio ni la legitimidad. También cuentan otras partes que tienen intereses, influencia y capacidad de desbaratarlo todo. La ONU debe ampliar su marco para incluirlos, especialmente al STC y a las fuerzas respaldadas por los Emiratos en la costa del Mar Rojo, así como a las tribus del norte, que pueden sabotear cualquier pacto con el que no estén de acuerdo. En lugar de buscar un trato entre dos partes, Naciones Unidas debe empezar a pensar en un proceso más incluyente que fomente los acuerdos entre todos los actores fundamentales.

Si no se corrige el rumbo, 2021 será otro año desastroso para los yemeníes, con una guerra interminable, la propagación de enfermedades y quizás una hambruna, la pérdida de toda posibilidad de acuerdo y millones de civiles cada vez más enfermos y hambrientos.