La ciudad turca, meca de espías internacionales, ha dejado huella también en el cine y la literatura.

Dan Kitwood/Getty Images

La película Casablanca (1942) debería haberse rodado en Estambul. Porque muchas de las escenas emplazadas en la ciudad marroquí, y que pertenecen a la legendaria película protagonizada por Humphrey Bogart e Ingrid Bergman, nacen de un guión que se basa en las múltiples intrigas de una ciudad neutral en la Segunda Guerra Mundial. Y no hubo otra más sumida en misiones de espionaje, trampas diplomáticas y grandes peligros –amén de pasiones e idealismos fuera de lo común– que la Estambul de principios de los 40. Una caótica metrópolis en la tenaza tanto de aliados o comunistas como de nazis.

Lo curioso es que la tradición se ha mantenido y la hoy flamante capital mediática, financiera y comercial de Turquía —que no política— sigue siendo un avispero de servicios de inteligencia varios. Los días de oscuros hombres de negro en las aciagas sombras, refugiados de países que apenas son noticia en los diarios o artistas en busca de un mejor mañana, no se han fugado —siguen presentes.

Debido en primer lugar a su singular emplazamiento geográfico —entre Europa y Asia, rodeada por los Balcanes y el Cáucaso, de países árabes y ex comunistas— Turquía siempre ha sido una pieza clave en el contrabando internacional. Ahora: drogas, armas y material nuclear. Pero también: secretos.

Dónde mejor perderse que entre los millones de turistas que visitan cada año la que fuera capital del imperio otomano. Tantos museos por visitar y el viajero no encuentra uno de los más obvios: uno del espionaje. Y es que pocos fenómenos aquí tienen tanta trascendencia cultural e histórica como el trabajo de la inteligencia tanto turca como foránea.

Esto explica, entre otras cosas, por qué muchas estanterías de las librerías turcas están debidamente surtidas de libros basados en supuestos espionajes y presuntos contraespionajes, en conspiraciones y sus respectivas teorías. Una, de las más extraordinarias, que se mantiene con más éxito, explica la abolición del califato y la creación de un Estado laico con la injerencia histórica del İttihat ve Terakki Cemiyeti (Comité de Unión y Progreso, CUP), que comenzó como una organización secreta.

Según esta fantasía enraizada sobre todo en círculos islamistas y ultranacionalistas, pero también autodenominados liberales, la República estaría todavía hoy en día, de forma subrepticia, en manos de cripto-judíos, falsos conversos al islam y masones que utilizarían todas las redes de inteligencia a su alcance para seguir llevando las riendas del país.

Sea como fuere, que Turquía, y sobre todo Estambul, hayan sido desde hace decenios meca de espías internacionales explica asimismo por qué tantos escritores especializados en el género del espionaje hayan elegido a la urbe turca por antonomasia, como emplazamiento ficticio de sus obras. Así, el que fuera espía del británico M16 y luego autor de gran éxito Graham Greene escribió su novela Stamboul Train en 1932. Esta obra que fue llamada después Orient Express y tiene como trasfondo un asesinato bien puede ser considerada como la predecesora de Asesinato en el Orient Express (1934) de la autora del género negro Agatha Christie. En la versión fílmica de la segunda encontramos de nuevo a la actriz Ingrid Bergman de Casablanca que precisamente hará de espía en Notorious (Alfred Hitchcock, 1946).

El mismo Graham Greene volvería con su pluma a Estambul para convertir a la ciudad en materia prima de su guión de El Tercer Hombre (1949). Para la película utilizó a un amigo suyo, Kim Philby, como modelo para crear el personaje de Harry Lime, interpretado por Orson Welles. Dos años antes del estreno de la película, Philby había sido precisamente nombrado jefe de inteligencia británica en Turquía. Todavía hoy ocupa un puesto destacado como maestro del doble espionaje.

Otros de los grandes de la novela de espías, Ian Fleming, el creador del mito James Bond, emplaza de nuevo en Estambul a su espía con licencia para matar. Se trata de la novela Desde Rusia con amor (1957), que llevada al cine seis años más tarde muestra cisternas, mezquitas y fuentes otomanas de esta ciudad. La pareja de espías protagonistas se citan en uno de los tradicionales transbordadores que cruzan el Bósforo.

Pero sobre todo, como homenaje a la meca de los espías, es cuando Sean Connery, en su papel de Agente 007, se hace con un libro considerado un clásico del espionaje novelado. No es otro que The mask of Dimitrios (novela de 1939 y película cinco años después) de otro clásico de la serie negra con espías, Eric Ambler. Fleming por cierto había sido —la historia se repite— un oficial de inteligencia británico durante la Segunda Guerra Mundial, una experiencia sin duda enriquecedora a la hora de sentarse y escribir sobre espías.

“A veces algunas personas olvidan que James Bond —estereotipado como un playboy internacional, de vida ociosa, que apenas traspira esfuerzo— también se trata de una persona con sus problemas y que Fleming creó un carácter conflictivo”. Son palabras de Sam Mendes, director de la nueva película de 007, Skyfall , quien este mes ha rodado varias escenas de la entrega número 23 de James Bond. ¿Dónde? Casi no hace falta decirlo: en Estambul, por supuesto. Después de From Russia with Love (1963) y The World is not Enough (1999) es ya la tercera vez que el mejor agente secreto del mundo se emplaza en esta ciudad.

Precisamente también en Estambul tuvo lugar hace unos cinco años una operación de cine que resultó real: la fuga del general iraní Alí Reza Asgari a manos occidentales. El portador de material ultrasecreto cruzaba las líneas hacia el enemigo en una complicada misión que tuvo probablemente la firma del servicio israelí de inteligencia, el Mossad. Lo que parecía a primera vista un secuestro, resultó a la postre una huída bien planeada.

En realidad, que mucho de lo que pase en Turquía no sea lo que parezca y que sea, en cambio, más retorcido de lo que a primera vista se antojaba, se debe sin duda a la injerencia de los servicios de inteligencia de diverso signo en la vida política. Juegan en todo caso un papel decisivo en las luchas de poder en Turquía.

A esto hay que sumar lamentablemente que la gran mayoría de periodistas afincados en el área jurídica del imperio otomano, temen ser objeto de escuchas. Mientras que los periodistas turcos hacen chistes sobre ello, acostumbrados a la vigilancia desde hace décadas, los extranjeros se presentan menos solícitos acaso y se preguntan a qué viene tanto control.

En todo caso a la hora de contar lo que pasa respecto a cuestiones consideradas sensibles, lo que a primera vista parece basarse en una película de buenos y malos, una de blanco y negro, cada vez se transforma en algo más y más complicado a medida que la búsqueda de la verdad se hace más honda y expansiva. Que la madeja sea tan enredada es marca de la casa: reflejo del trabajo de agencias de inteligencia colectiva para todos los gustos. Lo enrevesado es método y de eso se trata: de ocultar la verdad.

A la hora de intentar hilar fino y desenredar la madeja en temas candentes, el periodista o aquel individuo que busque también la verdad no solo se convertirá en un potencial espía en ojos de las autoridades competentes, sino que también se perderá. Y precisamente así sabrá que está sobre la pista adecuada. Porque la verdad existe, como se desprende de un diálogo de la misma película Casabanca. Cuando a Victor Lazlo se le espeta “Leímos cinco veces que le mataron en cinco lugares diferentes”, el líder de la resistencia antinazi replica: “Como puede comprobar, fue cierto cada vez”.

En la crónica Istanbul intrigues (Barry Rubin, 2002) que narra los tumultuosos años de la Segunda Guerra Mundial,  los corresponsales extranjeros ocupan un capítulo destacado. Dar con el hilo adecuado era su labor en una atmósfera a menuda confusa. Como reza el eslogan del Museo de Espías de Washington, Turquía resulta demasiado a menudo el país “where nothing seems what it is” (donde nada es lo que parece).

 

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