• Good
    nº 4, mayo/junio, 2007,
    Los Ángeles (California, EE UU)

 

Tiene todos los ingredientes de una historia clásica de Hollywood. Chico pierde a sus padres enfermos de cáncer. Chico se gradúa en una universidad de la Ivy League y se traslada al Oeste para hacer películas. Toma la decisión de cambiar el mundo como no se ha hecho antes. Por suerte, el joven ya tiene mucho, mucho dinero, gracias a la publicación de su padre, un magnate periodístico. Pero el dinero no es el único legado que le ha dejado: además ha heredado el afán por el riesgo. Por lo que hace lo que mejor se le da: financiar una revista.

Ésta es la historia de Ben Goldhirsh, de 27 años –descendiente de Bernard Goldhirsh, el fundador de la lujosa cabecera de negocios Inc.– y su publicación, un logrado bimestral que habla de política, cultura y los productos que compran los universitarios más serios a los que les sigue atrayendo el papel en una era virtual. Lanzada en septiembre de 2006 bajo el nombre de Good (bueno), el objetivo de la revista es el bien (como indica con orgullo su portada: for people who give a damn, algo así como “para gente a la que le importa un comino”). En el primer editorial escrito por su fundador, Goldhirsh escribió que traía a Good al mundo para “añadir valor”, ya que “los medios de comunicación de hoy en día se están adueñando de nuestro espacio, bajando nuestro nivel intelectual e impidiendo nuestra productividad”. Pero no confundan su revista con aquellas publicaciones diseñadas para los hacedores del bien que critican a la aldea global empresarial estadounidense, a los carnívoros y a Dick Cheney. No, Good pretende ser la lectura de aquellos chavales que quieren hacer del mundo un lugar mejor, pero sin renunciar a sus iPhones y Xboxes. Good trata sobre el consumismo compasivo, la buena tecnología y el ecologismo con una dosis sustancial de ocio. Un chico moderno del siglo xxi, declara Good, no tiene por qué ser hipócrita.

En muchos aspectos, sus objetivos han sacado de quicio a más de uno. Después de todo, los jóvenes estadounidenses instruidos no piden más que se valore su intención de ser ciudadanos globales responsables, sin tener que renunciar a la buena vida. En un quiosco repleto de revistas del corazón y de semanales que leen los padres de estos jóvenes adinerados, Good destaca entre todas como una revista ambiciosa, bien diseñada, que trata cuestiones de interés general y que a su vez intenta educar y entretener. No existen muchas publicaciones capaces de sacar, como en el número de mayo/junio, un tema de portada de ocho páginas sobre Kim Jong II y su régimen ermitaño con un titular con tanto gancho como ‘Li’l Kim’ (‘Pequeño Kim’) y una cronología en la que aparecen las acciones humanitarias de Bono junto con su gusto cambiante por las gafas de sol. En el proceso de mostrar una parte del mundo a sus lectores, Good pretende crear una sensibilidad para ellos. Para principiantes, la reducción de carbono es una buena forma de empezar. Lo mismo ocurre con la implicación cívica y la preocupación por Darfur.

Los editores de ‘Good’, como otros jóvenes idealistas en una época próspera, quieren reformar el discurso nacional. No hay razón para no hacerlo con estilo.

Puesto que es una revista dedicada a los ricos de entre 20 y 30 años, los productos –ropas de diseño, aparatos de alta tecnología, muebles modernos– también son buenos. La sección Mercado está dedicada a alimentar ese gusto juvenil por los bienes materiales que permite a sus coleccionistas mantener su trayectoria de chicos modernos, mientras que se aseguran de que no se ha dañado a ningún animal en el proceso. El imprimátur de Good permite llevar esas Nike nuevas (no importa la explotación infantil de antaño; las recaudaciones se destinan a ayudas para las fundaciones de programas educativos), tomar otra ronda de chupitos (orgánicos, por supuesto) y derrochar el dinero en esa silla de despacho de 1.300 dólares (casi mil euros, está hecha de materiales reciclados). No sólo el contenido de la revista incita al materialismo. Entre sus anunciantes se encuentra la campaña Salvemos Darfur, pero también Marc Jacobs. Evidentemente, no hay nada de malo en ser un capitalista, siempre y cuando hayas sido bueno al respecto.

En esto, en parte, interviene el modelo financiero de la revista. Por 20 dólares los suscriptores recibirán seis números, exclusivas diarias en la Red e invitaciones a conferencias, conciertos gratuitos y fiestas privadas. No obstante, ni un céntimo de la recaudación por suscripciones va destinado a la revista. En su lugar, los lectores eligen donar ese importe a una de las 12 ONG propuestas por la redacción. Tras un año en los quioscos, cuenta con casi 19.000 suscriptores, y se han donado más de 380.000 dólares a organizaciones benéficas. Pero ¿cómo se mantiene a flote? No es sólo el proyecto vanidoso de un niño rico. Es cierto que Goldhirsh ha invertido una cifra que no llega a los 10 millones, aunque dice que su empresa está a punto de quebrar pese a la recaudación por publicidad.

La revista no sólo ha conseguido un éxito económico, sino uno editorial. El equipo fundador de dos personas se ha convertido en uno de 30, la mitad de los empleados trabajan en programas de vídeo y de Internet para crear contenidos complementarios. El editor asociado no es otro que Al Gore III, hijo del ex vicepresidente de EE UU, que aporta la distinción ecológica. Entre los colaboradores, Graydon Carter, editora de Vanity Fair; James Surowiecki, columnista financiero en The New Yorker, y el economista Jeffrey Sachs. Esta larga lista de nombres destacados sería todo un éxito para cualquier publicación, pero es admirable si sólo lleva un año en la calle.

Sería fácil clasificar a Good como una de esas revistas típicas para lloricas adinerados que prefieren que los temas serios estén cubiertos por planos llamativos y sonidos estridentes, tipo MTV. Pero esa imagen no valora como se merece la curiosidad sincera que subyace en todo lo que emprende la revista. A la larga, los editores de Good, al igual que otros muchos jóvenes idealistas que viven en una época próspera, quieren hacerse un lugar en el mundo. Buscan reformar el discurso nacional. No hay razón para no hacerlo con estilo.