Gastamos demasiado tiempo y energía preocupándonos de la supuesta división global entre norte y sur, países ricos y países pobres. En realidad no existe. La verdadera brecha que se abre en el planeta es entre las élites y la clase media de algunos Estados, y la base de la pirámide, en todas partes.

Los cuatro ciudadanos más ricos del mundo —Carlos Slim, Bill Gates, Warren Buffett y Mukesh Ambani— tienen más en común entre ellos de lo que tienen con el estrato inferior de la población de sus respectivos países. No obstante, sí manejan su riqueza de forma diferente. Gates y Buffett están entregando la mayor parte, Ambani se acaba de construir la casa más cara del mundo y Slim está en algún lugar entre medias. Pero los cuatro  pueden contar con que los gobiernos de sus países se van a ocupar primero de sus necesidades. La preservación de esa clase de jerarquía social es una presunción no escrita a la hora de decidir qué soluciones a los problemas del mundo se ponen sobre la mesa y cuáles no.

Muchos han señalado que los países cuyos límites casualmente incluyen grandes depósitos de petróleo, diamantes, maderas tropicales o algún otro artículo valioso tienden a tener poblaciones miserables que sufren la pobreza y la violencia —la maldición de los recursos. Pero educadamente pasamos por alto que por cada país que sufre esta situación, hay una cleptocracia que disfruta de la bendición de los recursos. Con raras excepciones, como Sudán, aquellos que saquean la riqueza de sus países son aceptados en las altas cumbres de la sociedad global.

India, justificadamente, acude a las negociaciones sobre cambio global para alegar que tiene cientos de miles de pueblos que no cuentan con ningún acceso a la electricidad y que Estados Unidos y Europa no pueden razonablemente decir, “Bien, dada la crisis del clima, esos pueblos simplemente van a seguir a oscuras”. Esa realidad atrae mucha atención. Pero la otra realidad es que India dedica una parte muy pequeña de sus inversiones en energía a conseguir luz para esos pueblos, mientras invierte considerablemente más en mantener encendidas las farolas de la calle de Ambani. De hecho, los pobres pagan el 20% de la factura de la luz del planeta —y a cambio reciben sólo el 0,1% de estos servicios en el mundo.

Nosotros escribimos y hablamos con sospechosa elocuencia sobre el creciente énfasis de nuestras economías en el “conocimiento”, pero raramente nos paramos a considerar la realidad de que una sociedad basada en el conocimiento hace mucho más fácil dejar atrás a gran parte de la mano de obra. Los cultivadores de café de Uganda reciben por su café sólo un 2,5% del precio de venta británico y un 4,5% del estadounidense. Unos pocos céntimos añadidos a una taza de café o a una cesta de fresas cubrirían los costes de doblar o triplicar los salarios de los campesinos que los cultivan. Pero si subiéramos los precios en la actual economía mundial, el aumento sería absorbido no por los cultivadores sino por los márgenes de beneficio de quienes se ocupan de la comercialización, la venta al por mayor o la venta al por menor.

Los inversores y trabajadores del conocimiento que se benefician de esta cadena global de la oferta tienen mucho más en común entre ellos de lo que tienen con los cultivadores de café que suministran al Starbucks de la esquina. Enriquecerlos significaría rebajar el estatus y la riqueza de banqueros, distribuidores y anunciantes —y ellos tienen todo el poder en sus manos.

Juntos, Slim, Gates, Buffett y Ambani controlan más riqueza que los 57 países más pobres del mundo. El peligro es que mientras que tenemos una economía global que sabe cómo concentrar el dinero y el poder en un conjunto de manos cada vez más pequeño, no poseemos ningún mecanismo sólido que nos alerte de las injusticias, peligros e inestabilidad que vienen con este paquete. Algún día, para nuestro propio riesgo, los pobres encontrarán su propio modo de recordárnoslo.