La Alianza Atlántica se reinventa para sobrevivir en el siglo XXI.  

 

La OTAN es una reliquia de la guerra fría

No necesariamente. La OTAN ha sabido reinventarse a lo largo de su historia. De una alianza militar cuyo objetivo era disuadir y defenderse de una posible agresión soviética, la OTAN se ha transformado en un actor internacional complejo. Es cierto que estos cambios son más el resultado de una laboriosa adaptación a nuevas realidades que el producto de un designio estratégico. También se trata de una evolución reversible, y muchas de esas realidades son más propias del siglo XX que del siglo XXI.

La caída del muro de Berlín puso fin a la primera etapa de la organización. En una segunda fase, la OTAN se convirtió en un instrumento para la estabilización y la configuración política de Europa, llenando el vacío de poder que dejó la disolución del Pacto de Varsovia. Conoció tres ampliaciones hacia el Este, pasando de 15 a 28 miembros, y llevó a cabo sus primeras operaciones militares en los Balcanes.

Los atentados del 11 de septiembre de 2001 marcaron el comienzo de una tercera etapa, en la que aún se encuentra inmersa la Alianza. Una fase de dispersión geográfica y funcional. Esto creó serias tensiones acerca de la naturaleza de la propia organización. El péndulo oscilaba entre una alianza militar clásica o una institución de seguridad multidimensional. La guerra de Afganistán y la crisis financiera parecen haber frenado el desbordamiento de cometidos. El nuevo Concepto Estratégico, que ha de aprobarse en la cumbre de la OTAN en Lisboa a finales de noviembre, deberá establecer un orden de prioridades más claro y sobre todo más limitado. Probablemente la OTAN efectúe un premioso viaje de vuelta a sus propias raíces, desandando el camino hacia una alianza centrada en la defensa de los intereses de seguridad más inmediatos de sus miembros. Paradójicamente, puede que la OTAN del futuro se parezca más a la de la guerra fría que a la de Afganistán.

 

La OTAN necesita un antagonista para seguir existiendo

Aparentemente no, aunque la historia demuestra lo contrario. Las alianzas se rompen cuando vencen. Desaparecido el enemigo, suele deshacerse el nexo que mantiene unida a la coalición. Ocurrió con la alianza contra Napoleón tras el Congreso de Viena, la Triple Entente a los pocos años del armisticio de 1918 o la alianza soviético-americana antes incluso de que finalizara la guerra. Sin embargo, la OTAN sigue política y militarmente activa y permanece más o menos unida, a pesar de las disensiones internas, veinte años después de la desaparición de la Unión Soviética.

La identificación en común de las amenazas y de los riesgos es fundamental para una alianza militar, puesto que afecta a su naturaleza, a su estructura, a su funcionamiento y a las capacidades necesarias para hacerles frente. Sin embargo, no existe un consenso aliado acerca de la percepción, identificación y jerarquía de los riesgos y las amenazas o, incluso, acerca de su existencia misma, su naturaleza u origen. Así, la Alianza sobrevive sin antagonista o, al menos, sin enemigo común a todos los miembros.

Para varios aliados de Europa Central y del Este, la OTAN sigue siendo una garantía frente a una agresión rusa. Una percepción reforzada por el conflicto entre Georgia y Rusia en el verano de 2008. Para otros muchos, los riesgos y amenazas son sobre todo asimétricos y no convencionales: terrorismo, proliferación, crimen organizado, Estados fallidos y en descomposición, conflictos regionales, lucha por los recursos básicos o ataques en el ciberespacio. Por eso resulta tan importante aclarar el significado actual de la cláusula de defensa colectiva del artículo 5 del Tratado de Washington, que sigue siendo la quintaesencia de la OTAN.

El nuevo concepto estratégico deberá resolver un complicado dilema. Por un lado, reconstruir una relación de cooperación con Rusia fundada en el diálogo y la confianza. Y por otro, satisfacer las bulímicas necesidades de seguridad de los nuevos aliados respecto a Rusia, la llamada “confianza estratégica”. Una opción, no exenta de riesgos, es una política de doble vía (reset and reassurance) que ofrezca garantías de seguridad a los nuevos aliados y al tiempo permita un mayor acercamiento a Moscú.

 

Pretende ser un gendarme global

No, porque no puede permitírselo. La OTAN carece de los medios humanos, militares y económicos, así como de la voluntad política para ello. Sin embargo, el carácter global de las amenazas y los compromisos multilaterales la obligan a mantener un horizonte global desde una base euroatlántica. Afganistán puso fin al debate sobre el ámbito de actuación. En la actualidad, la OTAN está activa en tres continentes: Europa, África y Asia. La anterior Administración estadounidense nunca consideró seriamente la posibilidad de convertir a la Alianza en un gendarme global. Sí se barajaron ideas como el multilateralismo competitivo, una suerte de mercado libre de organismos multilaterales. Pero la OTAN dejó de ser la institución elegida o la única opción.

Algunos aliados prefieren reconducir la Alianza hacia un ámbito estrictamente euroatlántico. Pero hay quien tira en sentido contrario. Recientemente, el secretario general Rasmussen propuso convertir a la OTAN en algo parecido a una agencia global de seguridad: el eje central de una red mundial de cooperación en materia de seguridad. Este voluntarismo mediatizado refleja una preocupación real por el riesgo de marginación estratégica global. Pero la OTAN adolece de un serio déficit de legitimidad y aceptabilidad política. En muchas partes del mundo sigue siendo considerada como un instrumento estadounidense. Y ello a pesar de su carácter multilateral, la diversidad de intereses que representa o las discretas solicitudes que recibe de la ONU para actuar en África o en Asia. El mundo en el que ha de desenvolverse la OTAN se ha vuelto tremendamente sofisticado, y ya no acepta una agenda única. En este entorno postoccidental, el gran valor de la OTAN es que puede ceñir el poder de EE UU en Europa. Por su parte, a Washington le interesa una revisión del contrato social transatlántico que favorezca a ambos lados: Europa se beneficiará del compromiso de su socio americano como potencia de orden en la medida en que EE UU reciba apoyo europeo para su proyección como poder global. El reto para la OTAN, y para los europeos en general, es superar una perspectiva limitada a lo regional para alcanzar una visión global de la seguridad. La cuestión es, en definitiva, hasta qué punto los europeos pueden insertarse en el binomio sino-americano que moldeará el siglo XXI.

 

Un fracaso en Afganistán acabaría con la Alianza

Tal vez. La OTAN fue creada originalmente para ser una alianza militar de defensa colectiva. Pero en los últimos años se ha convertido en una organización predominantemente operativa, orientada hacia la gestión de crisis, sin restricciones geográficas previas. Más que ninguna estrategia política, las operaciones influyen de manera decisiva en la transformación y en la modernización de la Alianza. También hacen aflorar divergencias sobre la percepción de la amenaza y la existencia de culturas estratégicas muy distintas, reflejadas en las limitaciones operativas (caveats), actitudes enfrentadas ante las misiones de combate y la desigual capacidad política de asumir bajas propias y ajenas. Hay una aparente dicotomía entre operaciones expedicionarias y defensa territorial. Algunos aliados objetan que para estar “fuera de área” hay que estar “en área”, es decir, dedicarse más a la protección del territorio nacional que a Afganistán u otros lejanos cometidos. En ese sentido, la OTAN debe adaptarse al actual entorno globalizado de incertidumbre estratégica. Ante amenazas lejanas que van a parar dentro de las fronteras nacionales, se trataría de formular un concepto único de defensa con dos funciones distintas, de proximidad (defensa territorial) y avanzada (operaciones expedicionarias).

Independientemente de su desenlace, la guerra de Afganistán constituye ya un hecho traumático para los aliados europeos. Se ha planteado a menudo si Afganistán precipitará el final de la OTAN o bien es la propia decadencia de la organización la principal causa de sus problemas en Afganistán. Posiblemente ponga fin al intervencionismo liberal, con sus luces y sus sombras. Más allá del discurso oficial, existe un desencanto y un escepticismo profundos ante los límites, incluso la inutilidad, del impresionante esfuerzo civil y militar en el país centroasiático. Sin contar el coste en vidas humanas y la crisis presupuestaria. Es improbable que la OTAN se convierta no ya en instrumento global de gestión de crisis o subcontratista de Naciones Unidas, sino en una herramienta de estabilización y seguridad que complemente y dé valor añadido al intervencionismo estadounidense. La operación de ISAF está en proceso acelerado de americanización, y la aportación europea a la estrategia, más allá de algunos aspavientos, es casi nula. El daño ya está hecho.

Un fracaso en Afganistán podría condenar a la OTAN a la irrelevancia o a un papel limitado a funciones más propias de la guerra fría: dar seguridad a unos pocos frente al enemigo secular, ya sea real o percibido.

 

La OTAN y la unión Europea son instituciones complementarias

No, sólo en parte.  La OTAN y la Unión Europea tienen 21 miembros en común, pero competencias, propósito, historia, experiencia, organización y finalidades muy diferentes. Las cuestiones de seguridad y defensa son sólo una parte muy limitada del enorme abanico de políticas y competencias de la UE. Intentar buscar una simetría o una semejanza entre las dos organizaciones es comparar peras con manzanas. Sin embargo, existe una indudable interacción entre ambas instituciones en el ámbito de la seguridad.

Desde sus inicios, en 1998, la Política Común de Seguridad y Defensa (PCSD) ha tenido voluntad de autonomía. Al asumir competencias, aun simbólicas, hasta entonces exclusivas de la OTAN, habían de surgir fricciones. Desde comienzos de los 90 se han intentado normalizar las relaciones OTAN-UE, barajando distintos principios organizadores.

Primero, se quiso subsumir la defensa europea dentro de la OTAN, al crear la Identidad Europea de Defensa, un invento que no funcionó. Tras los acuerdos de Saint Malo de 1998, se intentó, sin mucha convicción, una división funcional, e incluso geográfica, del trabajo. La OTAN para misiones de alta intensidad y defensa colectiva y la UE para funciones de menor calado, las llamadas misiones Petersberg. Pero la Unión siempre ha rechazado un encasillamiento exclusivamente en la gestión civil de crisis. Su objetivo a largo plazo es desarrollar una verdadera política de defensa común con todos sus componentes. El concepto de complementariedad pasó a convertirse en el nuevo mantra. Sin embargo, ésta resulta escurridiza, si no ilusoria. No se cuestiona la centralidad de la OTAN en la defensa colectiva de Europa, pero hay un espacio común en la gestión de crisis. Así, por ejemplo, las misiones de lucha contra la piratería de la UE y la OTAN, Atalanta y Escudo Oceánico, respectivamente. O bien tras la guerra de Líbano, el verano de 2006, cuando ambas organizaciones rivalizaron en ventajas comparativas por desplegar una operación que finalmente fue llevada a cabo por Naciones Unidas.

La cláusula de asistencia mutua del Tratado de Lisboa aporta una nueva solidaridad propiamente europea, pero complica el panorama. Por otro lado, los instrumentos de cooperación judicial de la UE y el espacio de Libertad, Seguridad y Justicia parecen más adaptados a las amenazas asimétricas, como el terrorismo, el crimen organizado o la proliferación, que la defensa colectiva tradicional. La complejidad del entorno estratégico hace cada vez más obsoleta la supuesta especialización de ambas organizaciones. Para seguir siendo relevantes y útiles a la sociedad, tanto la OTAN como la UE habrán de ocupar el mismo espacio, una zona gris en la que la divisoria entre seguridad interior y exterior, entre seguridad humana, económica o militar se difumina. De ahí que ahora se hable de gestionar y racionalizar la duplicación entre la OTAN y la UE, ya que a los países miembros les interesa conservar el mayor número de opciones posibles a la hora de recurrir a una u otra organización. La preexistencia de la OTAN y la rápida evolución de la UE no facilitan las cosas.

 

La Alianza resulta demasiado cara de mantener

Depende. La seguridad suele ser cara, y a menudo los beneficios no son tan evidentes o populares como los de los gastos sociales. Pero la defensa colectiva resulta más barata. En tiempos de crisis económica y presupuestos ajustados, la OTAN no deja de ser un actor multilateral frente a una posible renacionalización de las políticas de seguridad o frente a opciones unilaterales o coaliciones de oportunidad. Sin embargo, existe aún mucha inercia. Las estructuras burocráticas no se han modernizado al ritmo que exigían los cambios políticos y estratégicos. Una de las prioridades de la cumbre de Lisboa es precisamente una reforma en profundidad de la OTAN. Entre las cuestiones que más ampollas levantan está la drástica reducción de la estructura de mando integrada, para hacerla más efectiva, ágil y asequible. Curiosamente, los países que más se resisten a admitir cambios son aquellos en los que existe menos interés político por la Alianza. Un conservadurismo que también es producto de intereses localistas.

La crisis presupuestaria puede crear oportunidades para una mayor racionalización económica, no necesariamente a través del recorte de los presupuestos de defensa. Un razonamiento lógico sería dedicar más recursos a la coordinación y a la cooperación internacional en materia de defensa, la prevención de crisis, la seguridad cooperativa, la diplomacia de defensa, la formación, la reforma de estructuras de seguridad y otras actividades tendentes a evitar crisis futuras y costosas operaciones militares como la de Afganistán. O sea, prevenir más que curar. La realidad es, sin embargo, muy distinta. La tendencia actual es al recorte de presupuestos, la renacionalización de las políticas de seguridad y el proteccionismo en las industrias de defensa.

Hace unos meses, el secretario de defensa de EE UU, Robert Gates, alertó sobre el proceso de desmilitarización de Europa, donde grandes sectores del público y de la clase política se oponen a la fuerza militar y a los riesgos que conlleva. Esto, afirmaba, “ha pasado de ser una bendición, en el siglo XX, a un impedimento a la verdadera seguridad y a la paz duradera, en el XXI”. Las reducciones de presupuestos y de capacidad ahondan el desfase entre europeos y estadounidenses. También hacen cada vez más difícil operar y combatir juntos para enfrentar amenazas comunes. Y hacen peligrar el desarrollo de cualquier defensa europea mínimamente creíble. En un contexto en el que el centro global de gravedad económico y político se desplaza del Atlántico Norte hacia Asia y el Pacífico, el riesgo para la alianza transatlántica no es tanto la pérdida de poder militar, sino el estancamiento económico y la insolvencia estratégica.